Contra los abusos eclesiásticos, es necesario cambiar el estatuto clerical en la Iglesia
En un comunicado que acaba de ver la luz -en cuanto saltó un nuevo escándalo de pederastia en la Iglesia de USA con 300 sacerdotes implicados y más de 1000 víctimas-, el Vaticano califica de “criminales y moralmente reprobables” los horrores de los abusos en Pensilvania. Expresa “vergüenza y dolor” y pide “asunción de responsabilidades”; añadiendo que “condena inequívocamente” estos crímenes y reitera que “el Papa está del lado de las víctimas”. ¡Muy bien! A este respecto las cosas empezaron a cambiar algo en los últimos años; el mencionado comunicado dice que “las reformas hechas por la Iglesia Católica en Estados Unidos han reducido drásticamente la incidencia de los abusos cometidos por el clero”. Pero ¿es esto suficiente? Ya no se trata de los pecados de unos pocos malos sacerdotes; ya son miles en todo el mundo los casos de clérigos que han salido a la luz en los últimos años, y cientos de obispos y altas jerarquías de la Iglesia que los han encubierto, protegiéndolos por un presunto “bien de la Iglesia”; se han llegado a producir dimisiones episcopales en masa, como fue el caso de Chile. Se trata de un verdadero “cáncer con metástasis”, como manifestaba Juan José Tamayo en un artículo que acaba de aparecer. Esto requiere cambios radicales en la Iglesia. ¿Está ésta dispuesta a hacerlo?
La trágica repetición de estos hechos que saltan a la luz por todo el mundo, ponen de manifiesto cada vez más en los últimos años que la mentira y el abuso en la Iglesia no es algo excepcional, sino una enfermedad secular de la clerecía. No se trata solo de un “fracaso del liderazgo episcopal” gringo, como ya dicen los obispos norteamericanos por boca de su presidente el cardenal DiNardo, que reconoce que es una “catástrofe moral”. Es algo más, que no se cura solo ni con "tolerancia cero", ni llevando a los presuntos culpables ante los tribunales civiles, o con una mayor vigilancia de los curas por parte de sus obispos como corresponde a su nombre (“inspectores”), ni con dejar de encubrir éstos los abusos de aquellos, ni siquiera con rezos y una falsa espiritualidad. Antes los curas rezaban todos los días el breviario completo y muchísimos eran unos peseteros, abusadores, lascivos y mentirosos.
Es necesario cambiar el estatuto clerical por fuera y por dentro, desde la misma psicología, como pedía hace décadas Drewermann: “El problema de la psicología del estado clerical adquiere una relevancia de primer orden, y se presenta, cada día más, como el verdadero punto débil de la Iglesia católica” (Clérigos, Madrid 1995). Y es necesario cambiar la organización de la Iglesia que permite que continúen los abusos como una verdadera plaga, pues el encubrimiento de los pederastas no es solo cosa de algunos obispos, sino del mismo Vaticano durante años; como manifestó el caso de Maciel y los Legionarios, que seguía con las bendiciones de Juan Pablo II a pesar de que la noticia de sus abusos ya había llegado a la cúpula eclesiástica.
Es necesario superar la estructura patriarcal y machista de la Iglesia. Esto se puede iniciar –aunque no será suficiente- con algo tan concreto y sencillo como abolir la obligatoriedad del celibato de los curas y la prohibición del acceso al sacerdocio por parte de las mujeres. Cierto que hay también muchos padres que abusan de los niños y los matrimonios no son la panacea social; pero creo que una pareja estable –hetero u homo- garantiza mejor el equilibrio afectivo y sexual de la persona –un depredador sexual es un desequilibrado-, relativizando el autoritarismo del varón, inherente al clericalismo y fruto de la civilización patriarcal en el que se viene inscribiendo irremediablemente: los clérigos abusan de los menores porque se sienten con poder para ello.
“No es bueno que el hombre –o la mujer- esté solo”, sentencia la Biblia desde hace más de dos mil años. El celibato del clero secular no puede ser más que una excepción; no se puede imponer a todos los pastores, como lo comprendió la Reforma hace cinco siglos; y, de hecho, en el protestantismo y la ortodoxia oriental aparecen muchos menos casos de abusos de menores que en el catolicismo. Un cura casado no está impedido para ser un pastor generosamente entregado a su comunidad; más aún, el matrimonio puede humanizarlo más; así lo reconoce el pueblo. Y con mujeres plenamente integradas en todas las realidades eclesiales, como presbíteras y sin excepciones, incluyendo las altas responsabilidades en la Iglesia (¿obispas, por qué no?), ésta sería de otra forma.
Pese a todo, estas soluciones serían aún sólo apagafuegos de emergencia; a aplicar cuanto antes ante la catástrofe, mientras se prepara un ineludible, inaplazable por imperativo de fuerza mayor, concilio capaz de traer, esta vez de verdad, la Iglesia a su siglo y, a ser posible, soñando en alto, capaz asimismo de devolver algo de esperanza en el Reino que en ella pugna por manifestarse. Se necesita una verdadera democracia en la Iglesia: poner a los/las pequeños/as, pobres y débiles en el centro; no solo en las teologías, sino en todas las decisiones, haciéndoles partícipes. Se necesita reventar de una vez por todas la pirámide infame de una jerarquía autoritaria, dejándola plana.
Con los escándalos de abusos eclesiásticos saltando cada día a titulares de noticias, resulta cada vez más difícil comprender que la jerarquía de Iglesia, amparada en el Derecho Canónico, sigan condenando el matrimonio de sus curas; y que algunos colegas sigan calificando a estos como unos “desertores”. O que, con una pésima teología, se califique de “gravísimo delito” el hecho de que pacíficas, entregadas, inteligentes y devotas mujeres osen acceder al ministerio ordenado para el servicio generoso de unas comunidades.
Acabo con unas palabras de Drewermann: “La figura del sacerdote solo puede prestar al ser humano una posibilidad de comprender la invisible realidad de lo divino, si en ella van unidos el fuego de la rosa, la pasión del amor, la blancura de los lirios, la pureza y la inocencia”.
Es necesario superar la estructura patriarcal y machista de la Iglesia. Esto se puede iniciar –aunque no será suficiente- con algo tan concreto y sencillo como abolir la obligatoriedad del celibato de los curas y la prohibición del acceso al sacerdocio por parte de las mujeres. Cierto que hay también muchos padres que abusan de los niños y los matrimonios no son la panacea social; pero creo que una pareja estable –hetero u homo- garantiza mejor el equilibrio afectivo y sexual de la persona –un depredador sexual es un desequilibrado-, relativizando el autoritarismo del varón, inherente al clericalismo y fruto de la civilización patriarcal en el que se viene inscribiendo irremediablemente: los clérigos abusan de los menores porque se sienten con poder para ello.
Pese a todo, estas soluciones serían aún sólo apagafuegos de emergencia; a aplicar cuanto antes ante la catástrofe, mientras se prepara un ineludible, inaplazable por imperativo de fuerza mayor, concilio capaz de traer, esta vez de verdad, la Iglesia a su siglo y, a ser posible, soñando en alto, capaz asimismo de devolver algo de esperanza en el Reino que en ella pugna por manifestarse. Se necesita una verdadera democracia en la Iglesia: poner a los/las pequeños/as, pobres y débiles en el centro; no solo en las teologías, sino en todas las decisiones, haciéndoles partícipes. Se necesita reventar de una vez por todas la pirámide infame de una jerarquía autoritaria, dejándola plana.
Con los escándalos de abusos eclesiásticos saltando cada día a titulares de noticias, resulta cada vez más difícil comprender que la jerarquía de Iglesia, amparada en el Derecho Canónico, sigan condenando el matrimonio de sus curas; y que algunos colegas sigan calificando a estos como unos “desertores”. O que, con una pésima teología, se califique de “gravísimo delito” el hecho de que pacíficas, entregadas, inteligentes y devotas mujeres osen acceder al ministerio ordenado para el servicio generoso de unas comunidades.
Acabo con unas palabras de Drewermann: “La figura del sacerdote solo puede prestar al ser humano una posibilidad de comprender la invisible realidad de lo divino, si en ella van unidos el fuego de la rosa, la pasión del amor, la blancura de los lirios, la pureza y la inocencia”.