El clero, creyéndose la Iglesia, se adueña en exclusiva del sacerdocio de Cristo Hay que desandar caminos para restituir el protagonismo al Pueblo de Dios

Democratizar la Iglesia, camino para hacerla más comunión (3)

Evidente en el Nuevo Testamento, sobre todo en Hechos de los Apóstoles, la vida eclesial corresponsable comunitariamente. Destaca en la elección de personas para los servicios comunitarios: “Escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de estatarea...” (He 6,3-5). “Los apóstoles y los presbíteros con la toda la Iglesia acordaron elegir a algunos...” (He 15, 22ss). Elegir, votar, incluso echar a suerte (He 1,24-26), era voluntad de Dios. El llamado “concilio de Jerusalén” marca la ruta de organización y funcionamiento eclesiales. Son conscientes de que el Espíritu “decide” con ellos: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...” (He 15,28). En la reunión y en el diálogo, compartiendo el Evangelio, se insinúa el Espíritu. Están Apóstoles, presbíteros, delegados de Antioquía y toda la iglesia de Jerusalén.

La corresponsabilidad inicial de la Iglesia fue copada por coordinadores (supervisores o epíscopos), mayores (presbíteros), servidores (diáconos)... Se apropiaron incluso del nombre común de “clero”, propio de todos: “suerte o herencia” del Señor. “Kleros” en griego significa “suerte, parte, herencia, heredad...”. En el Nuevo Testamento todos los bautizados son herederos (“kleronomoi”) de las promesas (Gál 3,29), seleccionados (“eklerozemen”) y puestos aparte (Ef 1,11), coherederos de Cristo (He 20,32; Col 1,12; 1Pe 1,4; 5,1-3), la parte del Señor, porción elegida (Rm 8,17). Toda la comunidad es llamada “clero” del Señor (1Pe 5,3; Col 1, 12; He 26,18). Sólo en dos ocasiones se refiere a “parte” en el ministerio apostólico. De Judas dice que “le cupo en suerte (`clero´) este ministerio” (He 1, 17). Y Pedro dice a un tal Simón, que quería comprar el don de poder transmitir el Espíritu Santo: “No tienes parte ni herencia -`clero´- en este asunto, porque tu corazón no es recto ante Dios” (He 8,21).

En los s. IV-V, San Jerónimo (+ 420) escribe un texto de gran influencia en Roma, y después en toda la Iglesia. Explica por qué se les llama “clérigos” a los ministros de la Iglesia. Parece que se les empezó a llamar “clérigos” como a “los más clero”, “los más Iglesia”. El texto de Jerónimo, secretario del Papa San Dámaso, tuvo éxito significativo: “Por eso se llaman Clérigos, o porque son parte del Señor, o porque el Señor es su parte, es decir, es parte de los Clérigos. Quien pues es él mismo parte del Señor, o tiene al Señor como parte, debe exhibirse tal que también él mismo posea al Señor, y sea poseído por el Señor” (San Jerónimo, Ep. 52, 5; PL 22, 535). Había nacido el divorcio clero-pueblo.

El clero, creyéndose la Iglesia, se adueña en exclusiva del sacerdocio de Cristo. A los bautizados, sin ministerio en la Iglesia, comienzan a llamarlos “laicos” (pueblerinos). Así se desvincula a la gran masa bautizada de lo sustancial de la Iglesia: “Vosotros sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión” (1Pe 2, 9-10). Lo fundamental de la Iglesia pasa a una parte minúscula, al llamado “clero”. Se pierde la conciencia del sacerdocio de Cristo, tan distinto y contrapuesto al sacerdocio judío. Se minusvalora el Bautismo de Jesús que “nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap 1,6).

Así los clérigos han logrado que el pueblo cristiano pierda su conciencia sacerdotal, ser sacerdotes de la Nueva Alianza. Lo han reducido a una entidad pasiva en el culto, al silencio en la opinión, a la nulidad de influir en las decisiones de su Iglesia. El clero ha anulado la fraternidad cristiana en su misma raíz: sólo el clero tiene acceso directo al Evangelio, sólo él controla y realiza los sacramentos, sólo él decide. La perversión se acentúa al surgir las lenguas nacionales. El clero mantiene su lengua latina para mantener sus privilegios y roles fundamentales: el culto, la teología, el conocimiento de la Sagrada Escritura... Siglos y siglos celebrando sacramentos en latín... Siglos y siglos creyendo que sólo los llamados “sacerdotes” tienen acceso directo a Dios, que sólo ellos ofrecen la eucaristía, y el pueblo “asiste” pasivo. Antes del Vaticano II, para evitar el aburrimiento en misa, se proponía al pueblo hacer otra cosa: rezar el rosario, leer un texto papal o del obispo, confesarse, etc., mientras el clérigo ejercía su exclusivo sacerdocio. 

Se evita llamar “sacerdotes”, “otros Cristos”, a los bautizados. No se quiere llamar “sacerdotal” su participación en la eucaristía. Se cambia la traducción literal de la anáfora de la “Tradición apostólica” (s. II-III) en la Plegaría Eucarística II. No se respeta el texto original griego por no llamar “sacerdotes” a los fieles. En dicha “Tradición...”, al obispo se le llama “sumo sacerdote” en su comunidad toda sacerdotal, y dice: “Por eso, haciendo memoria de su muerte y resurrección, te ofrecemos este pan y este cáliz, dándote gracias por habernos hecho dignos de estar ante ti y de servirte como sacerdotes”. La liturgia actual lo traduce: “te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia”. Aún, en ambientes clericales, se habla de “celebrantes” o “concelebrantes” atribuido sólo a los presbíteros y obispos, en vez de “presidentes” de la concelebración comunitaria.

En asuntos de gobierno pastoral estamos a años luz de lo que debe ser una comunidad cristiana. Si miramos los textos fundamentales de la Iglesia, percibimos que “por la fe todos somos hijos de Dios en Cristo Jesús...; no existe judío ni griego, no existe esclavo ni libre, no existe varón y hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús...” (Gál 3, 26ss). Esta unidad es comparada con el cuerpo, cuya cabeza es Cristo (1Cor 12, 1-31; Rm 12, 4-8). Esta Iglesia de comunión aparece en la Asamblea de Jerusalén (He 15).

“Lo que afecta a todos debe ser tratado y decidido por todos”. Principio tradicional en la Iglesia del primer milenio. Tareas distintas, pero todos artífices de la comunidad. Era el sentido de las reuniones eclesiales, llamadas “sínodos” (“camino con”), porque en ellas se elegía un “camino conjunto” para encontrar solución conjunta. Los sínodos son a todos los niveles: grupos pequeños (ermitaños, monjes...), parroquias, diócesis, región, nación, universal. En el siglo XIII (conc. Lateranense IV, 1215) se reduce la participación a obispos y superiores de Órdenes. Trento (1545-1563) lo hace exclusivo de los obispos.

Hay que desandar caminos. El Vaticano II volvía a recordar las bases. Entre sus textos, brilla este: “Es propio de todo el Pueblo de Dios, sobre todo de sus pastores y teólogos, escuchar, discernir, interpretar y juzgar, con la ayuda del Espíritu Santo, las diversas voces de nuestro tiempo, a fin de que la Verdad revelada sea más profundamente percibida, mejor entendida y en forma más adecuada propuesta” (GS 44).

Francisco constata que: “ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia”; y que “la responsabilidad laical nace del Bautismo y de la Confirmación”. Denuncia que a veces “no se formaron para asumir responsabilidades importantes”, y a veces “no encontraron espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones...” (Ev G 102). ¿Por qué no dice que es el Código eclesial el que “los mantiene al margen de las decisiones”? Es fácil acusar al “clericalismo excesivo”. Pero la verdad es que la Ley eclesial está en la base del clericalismo, y le ampara. Y el Código no se quiere cuestionar.

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