"La memoria de la Shoah duele, choca, asusta, desestabiliza " Hacer memoria o recordar no es solamente un homenaje a la víctimas

El Papa pasea por Auschwitz
El Papa pasea por Auschwitz

"El recuerdo de la Shoah es repulsivo como todo recuerdo del mal, y ese mal, que no es absoluto como no lo es la naturaleza humana"

"La memoria de la Shoah duele. Choca, asusta, desestabiliza y, sin embargo, paradójicamente, también tranquiliza: eso les ocurrió a ellos, no a nosotros. Somos distintos. Somos diferentes"

"Es difícil hacer que la memoria sea “activa”, es decir, verdaderamente compartida y no sólo en palabras vacías. Encontrar el equilibrio entre símbolos, emociones, lecciones de historia y moral"

La memoria de la Shoah, canonizada e inesperadamente divisiva, sigue siendo problemática. En lugar de ser un horrendo espejo de la historia en el que podemos reconocer un pasado que pertenece a todos y no sólo a las víctimas ahora silenciosas, sigue suscitando dudas, perplejidades, preguntas que tienen muy poco que ver con la historia misma y que conciernen, en cambio, al lado oscuro de lo que somos, de lo que no nos gustaría ser.

El recuerdo de la Shoah es repulsivo como todo recuerdo del mal, y ese mal, que no es absoluto como no lo es la naturaleza humana, nos asusta sin embargo por su fuerza, por su indecible naturaleza, por todo lo que ocurrió en esos años terribles. Así, por una parte, resulta fácil minimizar la magnitud de ese mal, pero, por otra, adoptar su léxico con una ligereza escurridiza que evidentemente no tiene nada de despreocupada, sino que distorsiona los términos de la comparación.

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Velas en Madrid en el Día de recuerdo del Holocausto
Velas en Madrid en el Día de recuerdo del Holocausto Europa Press

La memoria de la Shoah duele. Choca, asusta, desestabiliza y, sin embargo, paradójicamente, también tranquiliza: eso les ocurrió a ellos, no a nosotros. Somos distintos. Somos diferentes.

Pero no. Pasó y puede volver a suceder. A otros. A ellos. A nosotros. Es más, lo ocurrido preocupa al resto del mundo mucho más que a las víctimas. La historia es de quienes la hacen y no de quienes la sufren y dentro de esa historia ella se convierte en cenizas, en humo, en nada como si nunca hubiera existido. Esto es lo que ocurrió con los millones de víctimas eliminadas por la historia en las cámaras de gas, en los crematorios, en las fosas comunes diseminadas por toda Europa. La Shoah es la memoria del mundo, de la Europa donde todo ocurrió, de la humanidad de aquella época que actuó, vio, sintió, vivió. El ritual de la memoria es, debe ser, para todos y de todos, también de las otras víctimas, de aquellas que negaron esa historia e intentaron borrarla del mundo.

En cambio, sucede que alrededor del 27 de enero se difunde puntualmente cada año la idea de que la conmemoración es un gesto de homenaje al pueblo judío como objeto de la Solución Final. Un acto simbólico de cortesía colectiva formal. Póstumo. Sazonado, cada vez más, con la furia de otros genocidios…, capaces de atrocidades cada vez mayores y peores. Porque toda realidad de terror acaba superando a cualquier ficción del mal. Precisamente en esa fecha que marca la apertura de las puertas de Auschwitz-Birkenau, cuando el mundo entero se encontró ante el horror del exterminio planeado, organizado y llevado a cabo.

Todo monumento -palabra que tiene en su etimología la raíz de “recordar”- es necesariamente un compromiso entre la necesidad de compartir la memoria y la distancia, no sólo cronológica, que separa el presente del pasado. Todo monumento inevitablemente se tambalea al borde de ser demasiado simbólico, demasiado didáctico, demasiado emotivo. Es, por así decirlo, pleonástico por definición: es un viaje imposible a través del tiempo y entre mundos diferentes. Se construye precisamente porque el presente es inconmensurablemente diferente del pasado que queremos recordar.

“No hay nada en el mundo más invisible que un monumento”, escribió Robert Musil en 1927. Obviamente, se erigen para ser vistos, para atraer la atención. Pero al mismo tiempo, los monumentos están imbuidos de algo que repele la atención. Así es: el pasado, ese pasado en particular, repugna por su brutalidad. Así, las elecciones estéticas y conceptuales para recordarlo van de la esencialidad a la invisibilidad. Y no pocas veces al silencio, porque las palabras no bastan, no explican, no dicen lo suficiente. O dicen demasiado.

La vía del tren que conducía a Auschwitz
La vía del tren que conducía a Auschwitz Pixabay

La memoria es incómoda, difícil. La memoria física de la Shoah sigue chocando con un presente que todavía no ha acabado de reconciliarse con ese pasado, que todavía no tiene ganas de reconocerlo como propio y no “sólo” del pueblo judío. Porque es mucho más cómodo y reconfortante sentir ese pasado como parte de la historia ajena y lejana, que nos concierne sólo en la medida en que nos comprometamos a rendir homenaje a los millones de fallecidos, inofensivos por definición como tales. Seguramente todavía no hemos encontrado la manera de compartir verdaderamente ese recuerdo, ni con palabras ni con monumentos. Lo cual sigue siendo, pues, estéril, puramente ritual. Repetitivo y obvio. Silencioso e invisible como un monumento, parafraseando las palabras de Robert Musil.

Es muy complicado aceptar todo esto. Es difícil hacer que la memoria sea “activa”, es decir, verdaderamente compartida y no sólo en palabras vacías. Encontrar el equilibrio entre símbolos, emociones, lecciones de historia y moral. Con demasiada frecuencia terminamos resbalándonos, ya sea aquí o allá. A menudo falta la sinceridad de recordar ese pasado: la sinceridad de mirarlo verdaderamente, de frente, no de soslayo, con los ojos abiertos. Y entonces quizá surge la idea de que los monumentos conmemorativos no funcionan porque somos incapaces de leer incluso y sobre todo el presente. Si no lo vemos como es, como somos, el pasado también se escapa o se convierte en otra cosa, falsamente consolador y cómodamente distante.

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