Comentario a la lectura evangélica (Lucas 2, 22-40) de la Misa del IV Domingo del Tiempo Ordinario Iluminados
"Me fascina este gesto de María y José, gesto de obediencia a la tradición, de respeto a las Leyes de Israel"
"Simeón es el símbolo de la fidelidad del Pueblo de Israel que espera con confianza la llegada del Mesías"
"Que el Señor nos conceda, en el transcurso de nuestra vida, al menos unos pocos minutos… que concedió a Simeón"
"Que el Señor nos conceda, en el transcurso de nuestra vida, al menos unos pocos minutos… que concedió a Simeón"
Antiguamente, en este día se bendecían las velas que servían para iluminar nuestras iglesias cuando aún no existía la iluminación eléctrica. Y este día, también hoy, representa un momento importante para las personas consagradas que renuevan su adhesión total a Cristo, la donación de sí mismas al Padre, gesto recordado por la presentación de Jesús en el templo.
Y el valor de esta celebración ha quedado tan grabado en la memoria de la liturgia que este año, al caer en domingo, acaba sustituyéndola.
Es una fiesta que recuerda la Navidad que acaba de terminar, una fiesta con sabor sagrado que huele a incienso: con la imaginación volvemos a ver las altas columnas que sostenían el pórtico de Salomón y los amplios patios pavimentados que conducían a la zona más sagrada del Templo de Jerusalén.
María y José, un joven matrimonio de Galilea asustado, ocho días después del nacimiento de su primogénito, cumplieron el precepto de la Ley de la circuncisión, signo fuerte en la carne que testimonia la pertenencia del Pueblo de Israel al Dios revelado a Moisés.
Un signo que consagra toda vida al Dios que la dio.
Hermosa historia.
Obedientes
Me fascina este gesto de María y José, gesto de obediencia a la tradición, de respeto a las Leyes de Israel. Ellos saben bien que ese niño es mucho más que un primogénito para ser consagrado, saben y acaban de experimentar el misterio infinito que lo habita.
Podrían pensar que es superior a las Leyes, que no tiene necesidad de ellas porque tienen en sus brazos a aquel que dio la Ley y que, misteriosamente, decidió hacerse hombre. En cambio, no, van al Templo como cualquier otra pareja, realizan ese gesto sin hacerse demasiadas preguntas.
Es conmovedor imaginar al matrimonio de Nazaret paseando tímidamente por los amplios espacios del Templo reconstruido, entre el ir y venir de la gente atareada, las oraciones dichas en voz alta, el olor acre del incienso mezclado con carne quemada...
Están allí para realizar un gesto de obediencia según la Ley mosaica: una ofrenda que hay que hacer para redimir al primogénito, un rito que nos recuerda que la vida pertenece a Dios y que hay que reconocerlo como don de ella.
Jesús obedece la Ley, Dios se somete a las tradiciones de los hombres. En obediencia quiere cambiar las reglas, siguiendo la tradición quiere devolver vitalidad y sentido a los gestos de su pueblo.
Donado
Jesús es ofrecido al Padre, es entregado inmediatamente y ese gesto se repetirá infinitas veces en su vida luminosa. Jesús es y sigue siendo un don, se hace don al Padre que lo da como don a la humanidad.
Y en esta lógica del don, hoy deseamos con fuerza hacer de nuestra pequeña vida una ofrenda a Dios. La hemos recibido de Él, queremos dársela: que lo que somos sea útil a la realización del Reino. Que nos ayude a hacer de cada gesto, de cada día, un acto consciente de amor hacia Dios y su plan de salvación…
El mismo Jesús se comportará de la misma manera, sin rechazar las prescripciones rituales, sin ponerse por encima de la tradición religiosa de su pueblo, sin ser anarquista sino viviendo las normas de la Torá con autenticidad y verdad.
El gesto de ir al Templo nos anima a vivir nuestra fe por los caminos seguros de la tradición, recorriendo la experiencia que coaguló la experiencia de los discípulos en torno a momentos muy específicos, celebrando la presencia del Señor en la vida también a través de signos muy concretos, como los sacramentos.
Con demasiada frecuencia, quienes intentan vivir su fe con mayor intensidad y verdad se sienten “mejor” que quienes la viven sin mucho involucramiento. La tentación, sin embargo, es construir una fe que mira desde arriba y menosprecia las devociones, las tradiciones y los caminos habituales hacia la santidad.
No debemos ignorarlos ni evitarlos, sugieren María y José, sino llenarlos de verdad.
Transfigurados
El viejo Simeón ve al recién nacido y comprende.
En la espléndida oración que Lucas nos refiere, ve en aquel niño la luz que ilumina a todo hombre, la luz de las naciones.
En realidad, Jesús no emana luz, no tiene ninguna característica que lo distinga de cualquier otro niño. Ningún milagro, ningún discurso alentador, ningún gesto milagroso: sólo un niño durmiendo felizmente en los brazos de su madre.
La luz está en el corazón de Simeón. En su mirada.
Así es la fe: también nosotros estamos llamados a ver con los ojos del corazón, a comprender que todo está iluminado. ¡Y cuánta luz necesitamos hoy! De una clave interpretativa que nos ayude a ver más allá, por encima y por dentro de la evidencia desalentadora de una sociedad replegada sobre sí misma.
En los primeros tiempos del cristianismo, los seguidores del Nazareno eran llamados, entre otras cosas, “iluminados”.
¡Y sólo Dios sabe cuánta luz necesita este mundo! Traemos luz porque estamos iluminados, como las velas que bendecimos hoy.
Simeón
Jesús es llevado al Templo para ser circuncidado: es signo de obediencia a la Ley por parte de sus padres que no se sienten diferentes ni mejores, sino pertenecientes a un pueblo rico en tradiciones religiosas que quieren respetar. En el momento de la ofrenda del primogénito a Dios, María y José se encuentran con el anciano y desanimado Simeón.
Simeón es el símbolo de la fidelidad del Pueblo de Israel que espera con confianza la llegada del Mesías. Lleva toda su vida subiendo al Templo esperando ver al Mesías. Lucas nos hace comprender su interioridad, su cansancio, que es el cansancio de tantas personas que encontramos cada día.
Simeón es el símbolo de la profunda angustia de todo hombre, porque la vida es deseo insatisfecho, la vida es camino, la vida es espera.
Esperando la luz, la salvación, algún sentido que pueda desenredar la maraña de nuestras preocupaciones y de nuestros “por qué”.
Es bella la oración intensa de Simeón que finalmente ve lo esperado: ahora está pleno, satisfecho, ahora ha comprendido, ahora puede marchar, ahora todo vuelve.
Unos pocos minutos son suficientes para dar sentido y luz a una vida de sufrimiento… Unos pocos minutos para dar luz a una vida de espera…
Que el Señor nos conceda, en el transcurso de nuestra vida, al menos unos pocos minutos… que concedió a Simeón.
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