Comentario a la lectura evangélica (Lucas 5, 1-11) de la Misa del V Domingo del Tiempo Ordinario Todo vibra
"Vibra el corazón de Simón, desencantado y cansado tras una larga e infructuosa noche de pesca"
"Cuando alguien con sus palabras nos conmueve y nos empuja hacia un mundo nuevo, todo en nosotros florece"
"Jesús le ruega a Simón. Es amable. Respeta su dolor. No irrumpe en su vida descaradamente. Sabe que, en determinados momentos de la vida, las palabras tienen peso. Y definitivamente pueden quebrar y destruir"
"Jesús le ruega a Simón. Es amable. Respeta su dolor. No irrumpe en su vida descaradamente. Sabe que, en determinados momentos de la vida, las palabras tienen peso. Y definitivamente pueden quebrar y destruir"
Los postes del templo de Jerusalén vibran, porque Dios lo llena con el borde de su manto. E Isaías, fascinado, estremecido, sobrecogido por tanta belleza, mide la distancia entre su poca fe y la inmensa belleza de Dios.
Vibra de pasión el más pequeño de los apóstoles que defiende a la comunidad que ha evangelizado y que se ve perturbada por supuestos «superapóstoles» que denigran su anuncio, el primero de una larga serie de autoproclamados defensores de Dios.
Vibra el corazón de Simón, desencantado y cansado tras una larga e infructuosa noche de pesca, que se encuentra, él, hombre de cuerda y agua, de olor a pescado y noches en vela, escuchando a aquel carpintero perezoso y prestándole la barca.
Nuestros sentidos vibran, nuestra inteligencia, cuando bebemos en la Palabra que ilumina y dirige nuestra semana. Brújula para dirigir nuestra barca en estos tiempos de olas agitadas, de miedos no resueltos, de comunidades atribuladas.
Las jambas vibran, porque Dios llena nuestras pequeñas vidas.
La multitud se agolpaba a su alrededor para escuchar la palabra de Dios
Sedientos de palabras divinas, palabras que construyan, iluminen, orienten, animen, desvelen, sacudan, llenen.
Escuchan las reflexiones de los rabinos, de los curanderos, de los escribas, y las severas y creíbles de los fariseos, pero ninguna de las palabras apunta a Dios como las del Nazareno.
Ninguna de aquellas palabras acaricia el alma. La enciende. La provoca. Ninguna.
Así que se agolpan, se apresuran a ponerse a su lado. Han caminado durante horas, atraídos por las noticias del lago, y por fin se sientan, sedientos.
Y Jesús les sacia la sed.
Cuando alguien con sus palabras nos conmueve y nos empuja hacia un mundo nuevo, todo en nosotros florece.
Por supuesto, algunos nos manipulan, nos adulan, son vendedores, expertos en seducción.
Entonces sus palabras prenden primero, pero pronto se desvanecen y no dejan rastro.
Otros, en cambio, golpean como una sacudida en el alma.
Y nos cambian la vida.
Jesús es así. Porque dice las palabras de Dios.
Desilusiones
Mientras habla, ve con el rabillo del ojo a los que están arreglando las redes.
Están cansados, se da cuenta por sus gestos de fatiga. Imagina que están decepcionados al ver los cestos tristemente vacíos de peces. Guardan silencio. En sus corazones, probablemente están juzgando a ese perdedor de tiempo que arenga a las multitudes. Y a las multitudes que no tienen nada mejor que hacer que perder el tiempo escuchando a un idiota.
Y él decide involucrarlos. Necesita su barco.
Un vacío.
Les ruega que se alejen un poco de tierra… ¿O no será más bien que levanten un poco el vuelo?
Jesús le ruega a Simón. Es amable. Respeta su dolor. No irrumpe en su vida descaradamente. Sabe que, en determinados momentos de la vida, las palabras tienen peso. Y definitivamente pueden quebrar y destruir.
Lo mismo hace con nosotros, el Señor.
Nos alcanza al final de la noche. Cuando las cestas están vacías. Y todavía tenemos un día muy largo por delante para completar.
Sube a mi barca de viaje, encallada. Llena sólo de fracasos, de juicios negativos, de pecados, de decepciones, de amargura. Como sucede a menudo. Aunque seamos discípulos. Aunque lo hayamos sido durante mucho tiempo. Aunque, generosamente, hayamos entregado nuestra vida al Señor, gastándola por el Evangelio.
Y, con suavidad, pidiendo y suplicando, nos invita a movernos del puerto. Un poco, al principio.
Esa pequeña distancia necesaria para poder escuchar sus palabras divinas y no el sordo murmullo de nuestro desánimo y nuestras quejas.
Luego, cuando Pedro, y nosotros, empezamos a confiar, se atreve.
Despega… desapégate
No tiene sentido. No tienes fuerzas. Tal vez ni siquiera quieras. Pero la invitación es demasiado amable. Y comienzas.
Por tu palabra. Porque tus palabras me han sacudido.
Asombros
Pescan, y sucede. El barco casi se hunde, se necesita ayuda.
Todos están ocupados y excitados por la inesperada y superabundante pesca.
Todos menos Pedro. Éste se estremece. Sobrecogidos por el asombro, él y los demás, toma nota Lucas.
Asombrados y estupefactos. Las emociones se desbordan. Invaden cada rincón de su mente.
Jesús pidió una barca vacía. Se la devuelve llena.
El corazón de Pedro también se llena. Asustado.
¿Así que es eso? ¿Dios te ruega que lo ayudes? ¿Incluso cuando estás agotado, desmotivado y enfadado? ¿Incluso cuando ya no tienes fuerzas ni ganas? Sí, por supuesto.
Pedro ve su sombra frente a toda esa luz. Una sombra que Jesús ni siquiera mencionó. Que él no tuvo en cuenta. Vio la barca vacía. Vio su cara de decepción. Vio su limitación. Pero no se detuvo.
Ahora se arrodilla, Pedro.
Aléjate de mí, soy un pecador
Sí, lo eres. ¿Y qué? ¿De verdad crees, Pedro, que tus limitaciones limitan a Dios?
Ser consciente de las propias limitaciones es la mejor condición para acercarse a los hermanos, para convertirse en pescador de humanidad.
Somos nosotros los que quisiéramos ser puros y perfectos. Somos nosotros los que quisiéramos estar limpios y sin mancha. Y siempre aptos. Y coherentes. Y creíbles. Y admirables. Y ejemplares.
Dios necesita un barco. Mejor si está vacío.
Si está limpio de todas nuestras ansiedades y sueños de gloria.
Ese es el verdadero milagro.
Vibran los postes de nuestros corazones.
Dios me necesita.
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