Santos y patronos de la imaginería popular contra el contagio ¿A quiénes invoca la tradición cristiana en tiempos de epidemia?
En momentos de emergencia, de desesperación, de pérdida, como los que están enfrentando muchas familias ante los efectos del coronavirus en las ciudades de hoy, las oraciones se multiplican drásticamente y se invoca a santos relacionados con la crisis que se vive
Lázaro de Betania, el resucitado; los médicos y mártires Cosme y Damián; Genoveva de París; Gregorio Magno; Ladislao de Hungría; Francisco de Asís; Nicolás de Tolentino; Juan Nepomuceno; Catalina de Siena; Francisco Javier; Francisco de Borja y Carlos Borromeo conforman nuestra selección
A menudo, como dice el refrán, uno se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. En momentos de emergencia, de desesperación, de pérdida, como los que están enfrentando muchas familias ante los efectos del coronavirus en las ciudades de hoy, las oraciones se multiplican drásticamente y se invoca a santos relacionados con la crisis que se vive. Seleccionamos algunos de estos santos y patronos de la imaginería popular, a los que la creencia atribuye el poder de interceder ante el avance de epidemias como la peste. Apareciendo, según la leyenda, a curar a los contagiados o habiendo estado en vida cerca de los enfermos.
Lázaro de Betania
Hermano de Marta y María y, según la Leyenda áurea, hijo de una familia rica, Lázaro fue aquel amigo al que Jesús de Nazaret resucitó en una de las más poderosas manifestaciones de su divinidad sanadora. O, mejor dicho, de su poder superior al de la propia muerte. Sin embargo, el culto a San Lázaro, igual que su patronazgo, a lo largo de los siglos se ha acabado por confundir con el culto al otro Lázaro, el mendigo, la figura enfrentada al rico Epulón. Como resultado, a Lázaro de Betania se le representa llagado y con ropajes estropeados, cuando no levantándose de la tumba (en la escena que sí que le corresponde).
En cualquier caso, la religiosidad popular le ha invocado desde antiguo en momentos de epidemias como la peste o de enfermedades contagiosas como la lepra. Según esta devoción, protege a los sepultureros (por su relación iconográfica con lo funerario), a los hospitales en general, a los leprosos y a los panaderos, que se consideraban expuestos a contagiarse por su trabajo. Algo que recuerda sin duda cómo están desafiando al coronavirus los trabajadores de la alimentación, que continúan abriendo en estos días, para que la ciudad no se quede sin un suministro tan esencial como el pan, el alimento.
Cosme y Damián, mártires
En el 300 d. C., dos hermanos gemelos, Cosme y Damián, empezaron a hacerse célebres por ser médicos anárgiros (en griego, que no aceptaban dinero por su labor). Curando incluso a los animales (hoy, que España enfrenta el aislamiento, de nuevo los animales domésticos se han descubierto aliados contra la soledad de quienes lo afrontan sin nadie en casa), los hermanos no detuvieron sus prácticas hasta la persecución de Diocleciano, cuando fueron cruelmente torturados y al final decapitados. El reconocimiento a su extraordinario poder sanador subió como la espuma, y sus seguidores quisieron repartirse sus reliquias (las partes de su cuerpo), para repartir su intercesión ante las enfermedades. Sin embargo, cuenta la hagiografía que el dromedario que transportaba dichas reliquias habló: “No los separéis en la sepultura, porque no han sido separados en los méritos”.
Enterrados juntos en la actual Siria, su sepulcro se transformó en meta de peregrinaciones cristianas. Sanando incluso al emperador Justiniano, Cosme y Damián empezaron a recibir culto en oratorios y basílicas, como la del Foro Romano o la de Constantinopla. Allí parecía funcionar lo que se llama el “rito de la incubación”: los peregrinos dormían en el suelo, apoyando sus dolencias en el pavimento del oratorio o templo, y a la mañana siguiente amanecían curados, e incluso con marcas de haber sido operados.
A través de esta creencia popular, los hermanos se convirtieron en protectores de los hospitales y todo el personal vinculado a la salud (médicos, cirujanos, ortopédicos, dentistas, farmacéuticos…). Invocados contra cualquier clase de dolor, enfermedades que necesitan cirugía y contagiosas como la peste, son representados portando una caja de ungüentos.
Genoveva de París
Dicen los relatos que una Genovesa niña, con apenas seis años, se dedicaba a cuidar el rebaño familiar cuando fue descubierta por San Germán de Auxerre, quien supo ver en ella actitudes de piedad cristiana y posible santidad. Al quedarse huérfana a los quince años, siguió el consejo de Germán y se introdujo en la vida consagrada, pese a que había tenido que soportar la falta de fe de su madre, que cuentan que la golpeó para que no fuera a la iglesia y que, obrándose un hecho milagroso, tras la bofetada perdió la vista. Su hija, compasiva, lavó sus ojos con agua bendita y eso hizo que la mujer recuperara la visión.
Siguiendo una forma de vida especialmente estricta y austera, Genoveva se impuso ella misma la reclusión (que mantenía cada año de la Epifanía al Jueves Santo). Despreciando el consumo, se dice que comía solo los jueves y domingos. Ante el avance de los hunos, parece que convenció a sus vecinos parisinos de no huir, sino quedarse en la ciudad orando, y que finalmente Atila permitió aquello y no destruyó la ciudad. Entre otras intercesiones, Genoveva libró de la muerte a condenados y garantizó el abastecimiento de alimentos durante un asedio. Humilde, luminosa y peregrina, su culto se extendió desde su muerte en el 500. Invocada contra la peste, la lepra, las fiebres… se atribuye la supervivencia de París frente a la peste de 1130 a su obra.
Gregorio Magno, doctor de la Iglesia
Nacido hacia el 450, Gregorio Magno edificó un monasterio en su casa cuando su madre, Santa Silvia, murió. Allí recluido, en la voluntaria limitación de movimientos y simplicidad, se dedicó al estudio. Gracias a cultivar la cultura con tanto ahínco, no tardó en acceder al funcionariado en Constantinopla, terminando por servir no a la Iglesia de Bizancio sino directamente al Papado de Pelagio II. Al morir este Pontífice, su secretario, Gregorio, salió elegido Papa, teniendo que asumir el liderazgo en tiempos de dificultades: Roma estaba asolada por la epidemia de la peste.
Entre otras intercesiones, Genoveva libró de la muerte a condenados y garantizó el abastecimiento de alimentos durante un asedio. Se le atribuye la supervivencia de París a la peste de 1130
La tradición cuenta, entonces, que Gregorio estaba celebrando su primera misa en Santa María la Mayor cuando el arcángel San Miguel apareció sobre lo que hoy es el Castel Sant Angelo. Desenvainando su espada, proclamó con ese gesto el extraordinario cese de la peste en la ciudad. Promoviendo desde entonces, con su Papado, un especial culto a los santos, por otra parte Gregorio tuvo el carácter de combatir la corrupción (del apego a los lujos a la simonía) dentro de la Iglesia. Se cuenta que, sin embargo, cuando un abad negó los oficios de defunción a un fraile en cuya celda habían encontrado tres monedas, Gregorio Magno celebró por su alma trece misas. Fue claro en su predicación de una santidad que despreciaba los bienes materiales, pero también el primero en perdonar las vanidades setenta veces siete.
Emprendiendo una necesaria reforma de la curia, Gregorio se pareció al Papa Francisco también en que cuidó de los últimos (cuenta el relato que invitaba a cenar con frecuencia a doce pobres). Patrono de los sabios y de esos músicos que hoy están ofreciendo gratuitamente sus canciones, para mantener la calma en el confinamiento preventivo, San Gregorio Magno estructuró la música y el canto. Es invocado contra la peste y la gota y representado con atributos de Pontífice, a menudo en oración.
Ladislao, rey de Hungría
Rey de Hungría en el siglo XI, Ladislao extendió el cristianismo a Croacia. Con su poder, protegió la abadía cisterciense de San Egidio situada en su Corona y alcanzó la fama de obrar milagros cuando, con ocasión de la epidemia de peste, lanzó una flecha mientras oraba, que se clavó en una genciana, y desde entonces esa planta curó a los contagiados.
Se le atribuyen diferentes episodios de intercesión con caballos, como cuando, durante un asedio, evitó que los ciudadanos y los animales murieran de sed, logrando que, tras golpear su caballo el suelo, en ese emplazamiento surgiera una fuente. Patrono de Hungría, fue canonizado y desde entonces se le invocó para temas sanitarios (contra epidemias como la peste) y para ganar batallas.
Francisco de Asís
A finales del siglo XII, una madre en Asís dio a luz en un establo de su propia casa, para rendir homenaje a Jesucristo. El niño, al que llamaron Francisco por sus frecuentes viajes a Francia (la familia provenía de Provenza) pasaría a la historia por su opción de pobreza y de vivir en obediencia. Sin embargo, cuentan que su primera juventud estuvo vinculada a la concupiscencia e incluso a la violencia, hasta que sintió la llamada a la conversión y empezó a practicar la meditación, peregrinando a Roma.
En 1206, Francisco de Asís se despojó públicamente de sus vestiduras, renunciando al patrimonio de su familia, y entregándose por vocación a un estilo de vida centrado en la predicación itinerante. Con una cuerda con tres nudos (símbolo de los votos de obediencia, pobreza y castidad) sobre un hábito marrón al que le añadió una capucha (típica de los campesinos de umbría), Francisco creó las señas de la orden que fundaría: la de los Hermanos Predicadores.
Por humildad, renunció al sacerdocio y, como fraile, impulsó a Clara a fundar la orden femenina franciscana, las clarisas. De la misma manera, su figura destaca por trabar una buena relación incluso con el sultán Al-Malik en Kamil, cuando Francisco extendió el catolicismo de Marruecos a Palestina. Sin necesidades materiales más que las indispensables, envejeció entregado a la vida retirada. Cuentan que escribió su Cántico del Hermano sol pese a estar casi ciego. Que predicó a las aves. Que convenció a los que le escucharon de la intensa conexión que existe entre todos los seres de la naturaleza, muriendo sobre la tierra desnuda. Desde entonces, el ‘poverello’ es invocado contra la pobreza y la peste.
Nicolás de Tolentino, sacerdote agustino
Durmiendo sobre el pavimento de un oratorio para implorar la concepción de un hijo, a una pareja un santo le prometió que tendrían un hijo que sería sacerdote y sanador. Una cometa apareció en el cielo para anunciarlo, y nueve meses después nació Nicolás. Niño al que le gustaba orar, a los once años entró en la orden de los Ermitaños de San Agustín. De joven, en 1275, fue enviado a Tolentino, donde empezó a practicar la confesión, recomendándole a los ricos la necesaria caridad, y a los jóvenes que estudiaran. Practicando el ayuno, cuentan los relatos que Nicolás no necesitaba más que una túnica. Que su cotidianidad se bastaba con una intensa oración y una capacidad especial para el perdón.
Por su piedad, cuentan que la Virgen lo curó de una enfermedad dándole un trozo de pan mojado en agua. Panecillos que, desde entonces, benditos implican curación. Reconociéndosele más de 300 milagros al ser canonizado, Nicolás de Tolentino había meditado su propia muerte y sus panecillos habían salvado a toda la ciudad de la peste.
Recurrente en los hospitales de los lugares donde su culto es muy popular, se le invoca contra la fiebre, la peste y para proteger a los agonizantes. Sus panes, bendecidos, se les siguen dando a los enfermos.
Juan Nepomuceno, sacerdote y mártir
Clérigo, sacerdote y después notario del arzobispo de Praga, Juan Nepomuceno hizo carrera eclesiástica en el siglo XIV. Formándose en Padua, regresó a Praga y se convirtió en el confesor de la esposa del rey Wenceslao IV. Sin embargo, surgieron serios enfrentamientos entre la Corona y la Iglesia local, queriendo el rey arrebatarle las posesiones. A causa de esta lucha, muchos canónigos fueron encarcelados y maltratados, liberando finalmente a todos menos al que más destacaba por su fe, Juan Nepomuceno. Arrojado al río Moldavia desde el puente de San Carlos, una corona de estrellas indicó dónde se hallaba su cuerpo, que fue recuperado y honrado como mártir. Reconocidos diferentes milagros, fue canonizado en el siglo XVIII. Desde entonces, además de ser el patrono de Praga y proteger los puentes, es invocado ante enfermedades contagiosas como la peste. Uno de los más poéticos atributos de este santo es un nenúfar que conmemora que murió ahogado.
Santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia
Pacifista en tiempos de cruzadas, a Catalina le costó que su familia asumiera su vocación a la vida religiosa y retirada. Siendo niña, se cortó el pelo (rotundo gesto de desprecio a los placeres terrenales) y se encerró en su propia habitación. Sin embargo, sus padres la obligaron a emprender duros trabajos, negándole el recogimiento. Así aprendería Catalina a construir su propia “celda espiritual”, combinando las obligaciones con la oración.
El día que fue sorprendida rezando con una paloma posada en su cabeza, su familia advirtió la divinidad de su vocación, y le permitieron entrar en el convento, como postulante. Desde 1363, ya como consagrada, continuó alternando el confinamiento contemplativo con su entrega a los enfermos y leprosos. Mística, se flagelaba y tenía visiones. En 1374, abandonó el retiro para cuidar de los apestados.
Activista contra la pena de muerte, dejó a su muerte, en Siena, un extraordinario epistolario. Representada con un lirio (por su virginidad), con la paloma que sostuvo en su cabeza mientras rezaba, y con estigmas y hábito blanco con manto negro, protege a los moribundos y es invocada contra la peste.
Francisco Javier, sacerdote jesuita
Jesuita navarro del siglo XVI, Francisco Javier es el apóstol de India y Japón. Tras compartir habitación y ejercicios espirituales con Ignacio de Loyola, se consagró a la peregrinación y fue enviado como sacerdote del patronato portugués al sur de India, alcanzando una exitosa notoriedad en la región de Goa. Dedicado a la evangelización, la alfabetización y la asistencia a los leprosos, se reconoce su traducción de los textos sagrados a las lenguas locales. De India, cruzó a Japón, a protagonizar la correspondiente evangelización de las islas. Murió en China, donde no tuvo tiempo de extender el cristianismo, y su cuerpo incorrupto se trasladó a Goa.
De entre los episodios legendarios de su vida, destaca por su belleza el que cuenta cómo, cuando una tormenta le encontró en medio del mar, introdujo su crucifijo entre las olas, para aplacar su fuerza, y lo perdió. Pero unos días después, ya en tierra, apareció un cangrejo con la cruz entre sus pinzas, devolviéndosela a Francisco Javier. Patrono de misioneros, jesuitas y del catolicismo en India, Japón, Pakistán, Filipinas… también se le suele invocar contra la peste.
Francisco de Borja, sacerdote jesuita
Hijo del duque de Gandía, bajo el reinado de Carlos V tuvo que acompañar el cuerpo de la fallecida emperatriz Isabel. Impactado profundamente por este hecho, sintió que los ducados no libraban a nadie de la tristeza de la muerte. Renunciando a sus posesiones, cuando su esposa Leonor (con la que había tenido ocho hijos) falleció, se hizo sacerdote y se dedicó a meditar y escribir tratados de espiritualidad.
Enfrentando problemas con la Inquisición con una profunda tranquilidad, se refugió en Portugal y peregrinó a Roma. Con hábito negro de jesuita y un humilde crucifijo, fue canonizado e invocado, entre otras emergencias, contra la peste.
Carlos Borromeo, obispo
Hijo de Margarita de Médici, hermana del Papa Pablo IV, cuentan que una luz impresionante bendijo su nacimiento. De familia culta, piadosa y pudiente, Carlos pudo estudiar y entrar al clero milanés, como deseaba. Testigo del Concilio de Trento, poco a poco fue abandonando la mundanalidad para centrarse simplemente en la oración y la teología. Nombrado obispo, reformó la Iglesia y potenció entre los cristianos las obras de caridad, así como el acceso a la cultura. Cuando en 1576 llegó la peste a Milán, la resistió asistiendo a los infectados, en lugar de salir huyendo, como hicieron otros miembros de la jerarquía católica. Promotor del surgimiento de cofradías, se dice que todo lo invertía en la oración, comiendo solo una vez al día. Patrono de Milán y de los catequistas, es invocado contra la peste.