Recorrido histórico-artístico por la iconografía de la Natividad Un niño 'empañado' entre dos animales: todo lo que esconden los belenes
Si ya en el arte paleocristiano se encuentran muestras de la Natividad (en las catacumbas de Priscila, por ejemplo, aparece una madre con un niño en el regazo), esta iconografía se forjó durante la Edad Media.
En la tradición oriental, desde Bizancio, la Virgen María, como cualquier mujer, ha parido con dolor y por eso se encuentra recostada, recuperándose.
En las representaciones medievales, José aparece pensativo, mientras que en la Modernidad tomó un rol activo en el pesebre.
El propio San Francisco de Asís fue el ideólogo de lo que actualmente se llamaría un belén viviente, con una escenográfica recreación en el bosque.
En las representaciones medievales, José aparece pensativo, mientras que en la Modernidad tomó un rol activo en el pesebre.
El propio San Francisco de Asís fue el ideólogo de lo que actualmente se llamaría un belén viviente, con una escenográfica recreación en el bosque.
Desde que el papa Liborio, en el 354, pasó la Natividad del 6 de enero al 25 de diciembre, para hacerla coincidir con el solsticio de invierno (por vincular a Dios con el sol), la representación de la Natividad, el nacimiento de Jesús, ha sido un continuo en el arte. Los belenes, que todavía hoy encantan a pequeños y mayores, materializan una escena que se concibió en los textos (los evangelios de Lucas, Mateo... también los apócrifos y, más adelante, la Leyenda Dorada de De la Vorágine) pero se ha popularizado en imágenes.
Representaciones medievales: de un parto doloroso a una Virgen sin mácula
Si ya en el arte paleocristiano se encuentran muestras de la Natividad (en las catacumbas de Priscila, por ejemplo, aparece una madre con un niño en el regazo), esta iconografía se forjó durante la Edad Media. Primero, marcó el patrón el arte bizantino, en cuyas representaciones (pintura al fresco, iconos de madera, tallas de marfil...) aparece el Niño fajado y la madre tumbada en el interior de una cueva. Un detalle que no es arbitrario y que de hecho resulta básico en las diferencias teológicas entre Oriente y Occidente: en la tradición oriental, desde Bizancio, la Virgen María, como cualquier mujer, ha parido con dolor y por eso se encuentra recostada, recuperándose.
A continuación, los siglos del Románico le dieron el dominio a la Iglesia de Occidente, que acometió la petrificación de Europa: el viejo continente se llenó de ermitas y templos cristianos, en cuyos muros, capiteles etc, convivía la imagen del Nacimiento de Cristo en el portal de Belén con el resto del ciclo: Anunciación, Visitación, Anuncio a los pastores, Reyes Magos, Herodes y la Matanza de los inocentes, La huida a Egipto o la Presentación del Niño en el templo.
El parto, entonces, no ha dejado señales, como si se hubiese producido sin sangre, ya que María, mujer virgen, da a luz sin mácula y no necesita estar acostada. Consecuentemente, la comadrona Salomé, con frecuencia representada, por herencia oriental, asistiendo al parto, se dice que trató de explorar a María y quedó carbonizada. Mientras, el José medieval “reflexionaba sobre esto” (el embarazo de María) y “he aquí que se le apareció un ángel del Señor”. Por esa razón aparece en la escena, pero frecuentemente pensativo, como un personaje medio ausente, del que se puede prescindir.
Devotio moderna: del Gótico al Renacimiento
La Baja Edad Media procuró la empatía entre las escenas religiosas y el público, sirviéndose la doctrina de un arte cada vez más naturalista. En el Trecento, de hecho, el propio San Francisco de Asís fue el ideólogo de lo que actualmente se llamaría un belén viviente, con una escenográfica recreación en el bosque. Desde Italia, se empezó a difundir la tradición artística de los pesebres o belenes, siempre vinculada al enaltecimiento franciscano de lo humilde: la pobreza de un pesebre que, según el gusto, iba a ir transformándose en cobertizo, establo... o gruta; y la sencillez de los pastorcillos, figuras principales de la Adoración.
Giotto, el artista que señala el paso del Medievo a la Modernidad, recuperó en la Basílica de San Francisco de Asís la imagen de las comadronas o parteras. Que tenían derecho a bautizar al recién nacido en caso de que la madre muriese en el parto, y también, desde la romana lex caesarea, de la que deriva la palabra cerásea, a extraer al bebé de una embarazada moribunda.
Desde Italia, se empezó a difundir la tradición artística de los pesebres o belenes, siempre vinculada al enaltecimiento franciscano de lo humilde
Mientras el mismo Giotto representaba la Natividad en su obra maestra, los frescos de la capilla Scrovegni (Padua), en España el monasterio de Silos se constituía el foco difusor del belenismo. Y en Francia, por poner otro ejemplo, el Nacimiento de Jesús se podía contemplar incluso en las vidrieras de las imponentes catedrales. San José, por su parte, conquistó un rol más activo: en el Retablo de la vida de la Virgen y de San Francisco, del siglo XV, incluso aparece dando de comer a los animales.
Y la Virgen, para transmitir mayor intimidad, empieza en esta época a tener al Niño en los brazos o, como en el Tríptico Portinari (por Hugo van der Goes, 1476), le adora arrodillada, formando sus manos juntas el dibujo de un corazón. Obra cumbre de la pintura flamenca, la escena del tríptico está cargada de simbolismo: el lirio blanco representa la virginidad, la azucena escarlata prefigura la Pasión de Cristo, y el trigo alude a Belén, “casa de pan”.
La doble faz del Barroco: aparato o luz interior
Agotado, a través del Manierismo, el clasicismo renacentista, el arte barroco se transformó en promotor de la ideología de la Contrarreforma católica. El Concilio de Trento, al ocuparse del tema de las imágenes devocionales, había refrendado la visión de Santa Brígida (que María había alumbrado al Niño de rodillas, y sin cansancio se había puesto a adorarle) y la tradición que había asimilado el parto sin fatiga. La Natividad, por tanto, se volvió una celebración rotunda de la virginidad de María y de la llegada al mundo del Mesías, nacido en el camino, cuando José y María iban de Nazaret (de Galilea) a empadronarse a la ciudad de Belén, en Judea.
Si el Nacimiento de Caravaggio es la excepción a la norma del Barroco más aparatoso (igual que María no podía mostrar molestias derivadas del parto, el Niño debía estar envuelto en pañales, por el frío), la Adoración de los pastores de Maíno impresiona por su ternura: José le está dando un beso en el brazo al bebé. Mientras uno de los pastores, en lugar de ofrecer simplemente huevos o queso, les ha llevado un cordero, prefiguración, de nuevo, de la muerte de Cristo. En oposición a la pompa y policromía del Barroco que derivaría en Rococó y por el que perduraría la tradición belenística llevada al espectáculo, Rembrandt prefirió que su Adoración de los pastores (1646) tuviera lugar en la oscuridad cálida de una cuadra. Emanando el cuerpo del Niño, entre pajas, más luz que la del farol del pastor.
¿Y la mula y el buey?
La iconografía, con el paso de los siglos, ha ido consagrando la inclusión en el portal de Belén de una mula y un buey, a veces canónicamente polémicos porque pertenecen a los evangelios apócrifos. Sin embargo, entre los artistas siempre han gozado de una gran acogida, ya sea para calentar la cuna del Niño o para justificar el viaje de José y María para censarse. Teorías más enrevesadas, no obstante, apuntan a otros significados: la pareja de animales podría ser la prefiguración de los dos ladrones entre los que Jesucristo será crucificado. O, fabulosamente, el pueblo judío y el pueblo pagano, que asisten a la venida del Hijo ignorando quién es.
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