En el río Napo (Perú), los laicos asumen la responsabilidad, y lo hacen con rostro amazónico Tacsha Curaray: la misión está en pie
En la carencia de sacerdotes o religiosos-as, los laicos locales se han ido organizando y asumiendo compromisos; la Iglesia está viva y no depende de los misioneros. Y además lo han logrado viviendo una sinodalidad sencilla y espontánea, que ha fluido con naturalidad de la sabiduría del pueblo menudo. Con todas las debilidades, la misión en Tacsha no está hundida, continúa saludable gracias a la bondad de la Madre Tierra, que la cuida por medio del ingenio y la mística de sus valerosos hijos.
Me he quedado dormido en el rápido cuando ya estábamos cerca. Betty, que venía sentada a mi costado, me avisa de que ya he llegado, pero no me ha dado tiempo a pedir al motorista que me deje en Santa María, así que me he bajado en San Luis, bajo la lluvia. He esperado un rato junto a una casa, y cuando ha parado un poco, he comenzado a caminar por la vereda paralela al río, hasta que ¡oh sorpresa!
Veo al fondo a varias personas con paraguas, ¡y resulta que vienen a buscarme a mí! Conozco a don Mauro, que participó en la asamblea vicarial, y las señoras se presentan, y así vamos conversando hasta el salón de Santa María, donde hay veinte personas preparadas para recibirme. Rusbita, la coordinadora de catequesis, me saluda: “vicario, bienvenido”.
Estoy en Tacsha Curaray, en el río Napo, uno de los puestos de misión donde no tenemos misioneros, y lugar que no visito desde la pandemia, en agosto de 2020. En aquel viaje, que relaté acá, no hubo reuniones ni misa, no podía haberlas; sí mucho impacto en mí por el silencio, el deterioro material de casas y capillas, los evidentes estragos del abandono. De hecho, titulé: “Misión en ruinas”.
En cambio, ahora, mientras el almuerzo que compartimos me sabe a gloria, escucho risas, veo caras alegres y detecto buenas vibras por todas partes. Al finalizar comienza la reunión y cada cual se presenta: son los animadores, catequistas y demás responsables de las tres comunidades, porque este puesto son “tres en uno”, tres pueblos conectados por un paseo de apenas veinte minutos. Cambiamos impresiones sobre los objetivos de la visita, hacemos el programa y palante.
El periplo del domingo empieza abajo, en Santa Teresa. La capilla, que estaba pelacha, ya tiene techo gracias a unas ayudas llegadas a través del IMIS mexicano. Pero no la usan todavía porque falta colocar puertas y ventanas, de modo que la Eucaristía es en el salón comunal, cercano. Hay varios papás y padrinos preparando el Bautismo, un par de niños para la Comunión y tres adolescentes que seguirán el proceso de Confirmación en San Luis.
Segunda parada: Santa María. Por fin celebro en esa capilla tan pizpireta, de madera, con sabor a los canadienses de la primera hora. Varios instrumentos musicales adornan la liturgia, y al terminar hay un diálogo con la comunidad. El apu toma la palabra y solicita “que vengan misioneros a quedarse”. En Santa María sienten más ese vacío, si cabe, porque las viejas casas misioneras están acá, junto a la capilla. Una de ellas parece a punto de caerse, en otra dormimos y la tercera necesitaría refacción, pero aún sirve.
Son ya las 11 de la mañana y tomando agüita andamos (siempre me acompaña fray Mahicol, franciscano del equipo de Santa Clotilde, encargado de atender acá) arriba hasta San Luis, la más grande de las tres. El personal está ya esperando y de frente comenzamos la celebración. Aquí existe el consejo de pastoral bien formado y poblado, con diversos servicios: tesorera, catequistas, ambientadora (decoradora) y dos animadores. Es una comunidad con más recursos y potencial, se nota a las claras.
En la tarde hay un último encuentro con ese grupo grande que reúne a los dirigentes de los tres sitios. Vemos los puntos positivos, y ahí les manifiesto que, en la carencia de sacerdotes o religiosos-as, ellos, los laicos locales, se han ido organizando y asumiendo compromisos; la Iglesia está viva y no depende de los misioneros.
Y además lo han logrado viviendo una sinodalidad sencilla y espontánea, que ha fluido con naturalidad de la sabiduría del pueblo menudo: han formado sus consejos de pastoral, a su manera, y han armado una estructura de coordinación de las tres comunidades que ya quisieran otros puestos que sí cuentan con misioneros.
Se lo recalco y les felicito. Pero inmediatamente alguien salta: “Está muy bien… pero por favor, necesitamos que nos envíen misioneros”, y eso me arranca una risa divertida y tierna. Qué linda gente. Con todas las debilidades, la misión en Tacsha no está hundida, continúa saludable gracias a la bondad de la Madre Tierra, que la cuida por medio del ingenio y la mística de sus valerosos hijos. Los escombros se tornan cimientos, y las ausencias, sueños.