Entierro de una de las carmelitas descalzas del convento de Fuente de Cantos (Badajoz) A gusto de Dios
El cuerpo de la hermana Josefina recorre por última vez las dependencias donde ha pasado años: las celdas, el comedor, la capilla interior… El pequeño cementerio es un lugar modesto y hermoso, las placas solo colgadas en las cabeceras de los pocos nichos sugieren provisionalidad, los restos de tantas carmelitas desde 1670 deben llegar finalmente a una cripta, abajo.
Y así, de pie, de manera tan discreta, este pequeño grupo de personas despide a Josefina. Con la salve se sella la sepultura, que jamás podrá contener la magnitud de una vida tan oculta y tan llena. Ahora su alma alimentará para siempre el dulzor de las parras y se mezclará con el aire fresco de las mañanas de otoño.
Me fui temprano, me apetecía estar un rato con ellas antes de que comenzara. ¿Pero dónde voy, a la iglesia, al convento…? Entré en el templo, que estaba casi vacío, sin ver el féretro. Algo confundido, me acerqué al coro, en un costado del presbiterio, y allí estaba, claro…
Armandina me hizo una seña para que pasase, “¿quieres un café?”, los rostros cansados después de un par de noches casi en vela, el trajín de los preparativos, otras hermanas a punto de llegar desde Badajoz, los familiares… Ha muerto sor Josefina, carmelita descalza del convento de Fuente de Cantos.
Estamos sentados en el coro, el lugar de la oración es también el ámbito del duelo, del silencio que se genera como epílogo congruente con una vida contemplativa. Aunque no entera, porque Josefina había comenzado su andadura como consagrada en las hermanas de la Doctrina Cristiana, que también están en el pueblo; allí descubrió la llamada a este otro modo de buscar a Dios e ingresó en el Carmelo.
En un responso leemos el delicado poema de León Felipe: Nadie fue ayer / ni va hoy / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino /que yo voy. / Para cada hombre y mujer guarda / un rayo nuevo de luz el sol… / y un camino virgen / Dios. Gracias por el camino de Josefina, su travesía interior y los senderos de su amor entregado y recibido; su vida escondida “a gusto de Dios”, como ella siempre decía.
Llega el obispo y nos revestimos los siete u ocho sacerdotes que hemos acudido; “nunca he participado en un entierro de una monja de clausura” – le digo a don Celso, “ya verás” – me contesta. Josefina era de Guareña, más tarde, al dar el pésame a sus familiares, hablaremos de que por supuesto conocen a mi papá y la familia. La misa transcurre con normalidad, siempre el ataúd en el coro, rodeado por las monjas, sus cantos mecidos por el suave sonido del armonio.
Después de la comunión, y tras la primera invitación del obispo, Apolo el párroco explica que los ritos exequiales se realizarán dentro de la clausura, adonde solo podrán ingresar el presidente, los presbíteros, los familiares de la hermana y los varones designados para portar el féretro. Nos dirigimos pues hacia el coro, donde el agua en recuerdo del Bautismo se derrama y el aroma del incienso nos envuelve, mientras la gente, que llenaba la iglesia, se agolpa en el presbiterio frente a la reja. La imagen es de ese momento, y me impacta.
Terminadas las oraciones, nos encaminamos en procesión hacia el pequeño cementerio. El cuerpo de Josefina recorre por última vez las dependencias donde ha pasado años: las celdas, el comedor, la capilla interior… Miguel Ángel entona y nos hace cantar… la sala de estar, la enfermería… Por el jardín, bajo el sol severo del día del Dulce Nombre de María, se va desgranando el salmo 117. Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche.
Hace meses que Josefina tenía una hemorragia interna cuyo origen no lograban hallar los médicos. Apenas una semana atrás la habían llevado de urgencia a Llerena para transfundirle; ahora su alma alimentará el dulzor de las parras y se mezclará con el aire fresco de las mañanas de otoño. El lugar es modesto y hermoso, las placas solo colgadas en las cabeceras de los pocos nichos sugieren provisionalidad, los restos de tantas carmelitas desde 1670 deben llegar finalmente a una cripta, abajo.
Y así, de pie, de manera tan discreta, este pequeño grupo de personas despide a Josefina. Con la salve se sella la sepultura, que jamás podrá contener la magnitud de una vida tan oculta y tan llena. Emocionado, abrazo a Mariana, la hermana más joven de las peruanas, que llora a mi lado… lejos de los suyos… conmovida tal vez por presenciar un adelanto de su propio final… ¿Aunque, acaso no son todos los países, épocas, culturas y sitios, equidistantes del silencio de un claustro?
Pero sonríe. Estamos serenos. Es el destino de todos. El loro de la galería en su soliloquio, las pinturas de Eli, la soledad de los muros del noviciado, las margaritas circunspectas, todo continúa. Cada existencia es como una raya en el agua. Todo es como debe ser: a gusto de Diosito.