Columnas, lágrimas de Dioses Manuel Mandianes: "Todo lo que es está por detrás de lo que parece"
"En Atenas La calle hace parte de la casa y la casa de la calle. Cristo y Atenea conviven en pacífica camaradería. Héroes míticos, dioses y Santos pueblan las calles de la ciudad!"
"Hoy, domingo, elecciones en Grecia, la solución no consiste en eliminar uno de los términos sino en la convivencia entre los dos porque el bien no siempre está para todos del mismo lado"
"En mi memoria, redil del tiempo, el olvido nunca se olvida, quedarán sobre todo las lágrimas de aquella niña en un rincón de Monesteraki. En Atenas todos gritan para ahogar el pudor del silencio"
"En mi memoria, redil del tiempo, el olvido nunca se olvida, quedarán sobre todo las lágrimas de aquella niña en un rincón de Monesteraki. En Atenas todos gritan para ahogar el pudor del silencio"
Subo a las cumbres cubiertas de suculentos olivos y me distraigo viendo las cabras colgadas de las peñas de la más alta cima, bajo al mar ardiente que semeja los ondulantes trigales de Castilla y miro como el horizonte engulle las alegres naves, desciendo a los valles tamizados de limoneros, interrogo los fragmentos rotos de algún templo y los escombros de lo que tal vez fue la creación de un genio, camino entre columnas derrumbadas y cubiertas de buganvillas y en todas partes siento bajo mis pies un mundo antiguo que se remueve en nosotros para zambullirnos en sus secretos.
Pero me encuentro como un extraño que no entiende nada, aunque aquí y acullá me llegan al oído ecos, tal vez asombrosos acordes, de almas que nos precedieron. La vida sin imaginación es como un mundo de cosas sin nombre. La belleza, el amor, la búsqueda de conocimientos pueden amortiguar la incertidumbre que sacude la vida como las olas furiosas sacuden el barco.
Los truenos roncaban lejos y detrás de las montañas se levantaban nubes como columnas de cabellos negros. El viento soplaba con fuerza desusada y hacia llegar hasta nosotros el tintineo de los palos de los barcos de vela amarrados a puerto. Nos refugiamos en una cueva que nuestros antepasados de hace 40.000 habitaron.
Entonces nos olvidamos de la tormenta y, en nuestra imaginación, escuchamos narraciones increíbles sobre monstruos, dioses, bestias y otros asuntos, y mucho más tarde, Homero nos contó algunos de los sucesos que habían ocurrido a Ulises cuando regresaba a Ítaca.
Cuando regresábamos, pasamos al lado de unas columnas que nos parecieron lágrimas de los dioses sobre el esplendor de la antigüedad que nosotros andábamos pisando. Alguien dijo: quien no duda de nada no puede ser convencido de algo.
El viajero tiene, a cada momento, la tentación de interrogar los escombros que va pisando a cada paso que da y se considera un espigador en busca de los hombres que le han precedido en esta tierra y que se zambullían en el Egeo como el sol poniente. Las almas de aquellos muertos despiertan y resuenan en todo cuanto ve.
El hombre goza lanzándose a lo desconocido y abandona lo que una vez fue hermoso y fecundo. El viajero siente que todo envejece y que el futuro no tiene orillas, se sienta en una terraza y ve pasar a Homero preguntando a algún transeúnte qué recuerda de Aquiles, Néstor, Ulises, Penélope. Los transeúntes responden: Si tiene hambre podemos invitarle a comer, si tiene sed, a beber. Pero no nos venga con monsergas".
Y Homero piensa: Oh, dioses. La gente ha perdido todo interés por la esencia de la vida". Entonces, el viajero se dijo: "Esperando que el caballo desbocado del tiempo atropelle la realidad, cantando nos subimos al barco de la ilusión para espantar el miedo porque solo olvidándola podemos combatir el terror que nos causa".
Sábado por la mañana. Las siete. El metro va vacío, por las calles no camina nadie. Solo en los esquinas de Sintagma, grupos de turistas congregados en torno a una banderola, casi venerándola como a la imagen de un santo. Como si el cielo y la tierra, muelas de un inmenso molino, lo hubiesen triturado todo. Todo lo que es esta por detrás de lo que parece.
Poco a poco va apareciendo gente que camina, que llena de mesas las terrazas y que riega las calles. Monto por calles empinadas hacia la Acrópolis, las calles se convierten en ríos de gente. El Partenón parece un mar de trigo, en vez de espigas ondean cabezas. Desciendo. Una multitud que va en busca de no se qué.
Miles de rostros reflejan el silencio que las ahoga en un mar de ruido, gritos, pisotones. Muchos caminan detrás de la banderola sin ver, sin mirar llevados por la voluntad de llegar a donde les han dicho que hay que llegar, como flores marchitas por el cansancio de caminar bajo un sol ardiente, puede que rendidos ante lo que les han impuesto como tarea.
En Atenas, las aceras están llenas de árboles y los coches las invaden. Los caminantes se ven obligados a andar por la calzada. Muchos restaurantes son completamente abiertos. No sé si decir que los restaurantes son terrazas o las terrazas restaurantes. Entre el adentro y el afuera no hay una ruptura total, no hay un problema de continuidad. La calle hace parte de la casa y la casa de la calle. Los dueños de una casa en una urbanización en el Peloponeso me dijeron: la casa es completamente abierta para que no haya casa y naturaleza, dentro y fuera. El hombre es naturaleza y la naturaleza es humanidad, no hay ruptura ni discontinuidad.
En Atenas hay tres plazas de referencia. Omonia es la plaza del pueblo, rodeada de hoteles baratos, tiendas de recuerdos, muchos drogadictos tirados en los pasillos de la estación de metro del mismo nombre prostitutas en busca de socorrer a necesitados de amores de urgencia. En el centro de la ciudad está la Plaza Sintagma, delante del Parlamento, siempre llena de turistas, gente que va y viene en bus, metro, rodeada de restaurantes y tiendas, correos, dos grandes y lujosos hoteles, Aquí llegan o terminan todas las manifestaciones. La tercera plaza es Kolumnaki, rodeada de tiendas de lujo, llena de terrazas donde cobran un alto precio por respirar. La gente que por aquí merodea va vestida con marcas exclusivas
A pesar de que el tiempo existe, la horrorosa profundidad de estos templos, las raíces de estás columnas se abren como capullos cuando el viajero se deja mirar por ellas. Cada piedra, cada columna, cada huella, parece un genio al acecho a pesar de que no hemos visto como lo han hecho porque la belleza no puede sufrir ninguna perdida. La densidad de las cosas solo se apodera de los espíritus abiertos. El viajero quisiera olvidar las palabras y exhalar un canto.
Dos montículos dominan Atenas. Sobre uno reina Atenea, el Partenón, sobre el otro San Jorge. Es la escenificación de la lucha entre el paganismo y el cristianismo. En Atenas los dos conviven en pacífica camaradería. Héroes míticos, dioses y Santos pueblan las calles de la ciudad. Hoy, domingo, elecciones en Grecia, la izquierda y la derecha se enfrentan en las urnas, pero conviven día a día. Tal vez sea la escenificación y la expresión histórica de la tensión entre el bien y el mal, de las tensiones interiores del hombre que hace lo que no quiere y lo que quiere no lo hace.
La solución no consiste en eliminar uno de los términos sino en la convivencia entre los dos porque el bien no siempre está para todos del mismo lado. A veces, lo que para una parte es el bien es el mal para la otra y viceversa. Las diferencias, al mismo tiempo que crean dinamismo y enriquecen, son fuente de rivalidades que, con frecuencia, derivan en violencia. Atenas es una escenificación de las tensiones del hombre, de la historia. El pensamiento de los grandes filósofos griegos sobre el hombre se ve, se palpa, de siente caminando por las calles y subiendo a los cerros que dominan Atenas
Tengo la sensación que, por donde vamos, vamos expulsando a sus antiguos habitantes y convirtiéndolos en extranjeros dentro de su propio mundo porque lo que debería ser un secreto añadido al tesoro de lo que ignoramos lo convertimos en formas magníficas sin alma, en paisaje mudo, en hojas secas de un árbol caído.
Caminé toda la tarde bajo la manta de la Acrópolis, se veía desde todas partes, y la presencia constante de iglesias: Cristo y Atenea, rodeado de tanta belleza que no me cabía en los ojos, pero en mi memoria, redil del tiempo, el olvido nunca se olvida, quedarán sobre todo las lágrimas de aquella niña en un rincón de Monesteraki. La sonrisa de algunos turistas, navegando en un mar ruidoso y bullanguero, acariciaba el alma y en el silencio íntimo de cada uno se podía leer: soy reo de lo que soy. Muchos rostros eran espejos del milagro esperado que no ha llegado
¿A dónde va, a hacer qué, encontrarse con quién, tanta gente? Pasado el control, aquella chica esbelta se da la vuelta, por sus mejillas resbalan lágrimas y hace una señal de adiós, levantando la mano, a un viejo vestido con ropas antiguas al que estuvo unida, en este otro lado, en un abrazo profundo e interminable hace unos minutos. El viejo adivinando por donde podría ir escapando, sospeché que quiso gritar: adiós hija, pero la pena que gorgoriteaba en su pecho lo dejó sumido en un sollozo tan grande como una tromba de agua.
Vi a aquella chiquilla que cuando su acompañante se dio la vuelta para decirle adiós inmediatamente después de poner el pie en el estribo ya no alcanzo a verla porque, corriendo, había doblado una esquina, para no tener tiempo de decirle lo que ella sabía que él no querría oír. En algunos rostros, la angustia era tan densa que nublaba los ojos que solo podían atisbar estos lugares como tardes de verano sin sol. Para unos, estos lugares son cementerios de ilusiones, para otros el momento de arrojar en un rincón un fardo insoportable y el inicio de un camino desconocido. Para la mayoría, un símbolo de ruptura con el día a día. Todos gritan para ahogar el pudor del silencio.
Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor. “En blanco, novela, es su última publicación