Siendo niño me fui. En la ciudad todo me parecía una cosa dentro de otra cosa. Me sentía atosigado, empotrado como un mueble. Sentía deseos de largarme a buscar la intemperie, pero no sabía por dónde ir ni cómo llegar. El abuelo siempre había llamado a ese ir y venir sin saber a dónde ni de dónde, que era lo que hacía la gente, ociosidad. Desde entonces, había vuelto dos o tres veces siendo aún el mismo niño. La vida aún habita en el lugar en donde estaba la vieja casa hoy en completa ruina. Voy a pasar allí momentos sobre la única pared de la que quedan restos y siento que la vida me sube por las piernas, me hormiguea en el estómago, me brota por los ojos y vuelvo a ver el mundo como entonces, y me doy cuenta de que durante todos los años que han pasado he dado la espalda a tantas cosas tan sencillas como sembrar con lágrimas y cosechar alegremente, ¡corriendo detrás de cosas que maravillosas pero inalcanzables! Nunca más había podido disfrutar las risas, los suspiros, las maldiciones y las jaculatorias como arbustos de sauco de la gente del pueblo, ni abrazar el silencio de un grupo rumiando lo que todos saben pero que nadie ser atrever decir.