En las conversaciones y en el brindis, con sinceridad conmovedora, recuerdos, brasa interior que nos consume, lúgubres y desconcertantes de los que estuvieron y, en su ausencia, siguen estando que acudían al concejo con chaqueta de pana raída. Los niños, como todos los años, carretean por entre las mesas como aves zancudas. Los que nos sirven, como sombras chinescas, van y vienen por detrás del toldo. El sol que rompe de trecho en trecho los toldos, se refleja en los platos y en las cabezas llenas de pensamientos empavesados de colorines y, a veces, de insolencia. Allá lejos brama y encalla en la arena vulgar y prosaica de la playa el barco, mundo convulso y agitado, aguijoneado por el ancla sin esperanza, mientras nosotros, dentro del barco del toldo que nos cobija, navegamos sabrosa y tranquilamente. Es la comida de la Xiuntanza de Loureses, e el mar de la vida. Como todos los años, “…No cambiaba/ su aspecto externo. Lo que si cambiaba/ era nuestra mirada que no miraba igual” (Cuenca).