La casa era un espacio habitado por nosotros y por las ausencias siempre presentes de los antepasados: los pasillos llenos de sus pasos, sus miradas colgadas en las paredes, y también por los perros, las ovejas, las gallinas, las vacas, los cerdos. “En todas partes me he sentido a gusto, pero en ningún lugar como en casa de los abuelos. De tiempo en tiempo tengo necesidad de volver a regar las raíces, llenar la mochila de miradas, de ausencias, de silencios que me avivan la conciencia de la fugacidad del tiempo. Cada visita a la casa de los abuelos me hace más comprensivo con mis vicos y más benevolente con las flaquezas de los demás. Cuando me voy, llevo la piel cosida con las dulces caricias de las manos duras y pesadas como el hierro del abuelo y siento que la densa sombra de la higuera del patio, llena de conversaciones pausadas y sabias, abraza el mundo”, me dijo de pie a la barra de O Palleiro, ya con un pie en el estribo. A llegar a casa después de un día de peregrinación, mi madre decía: ¡A nosa casiña!.