Al atardecer, la aldea parece un animal dormido más viejo que todos los recuerdos que guarda la memoria. Los ríos, los montes, el aire, las casas, parecen iluminados por una luz decrépita. La belleza de todo reside en el dolor y en el misterio de las cosas, de los ríos y de los montes. La belleza, la santidad, está en la oscura intimidad de estas vidas. Nada es difícil en comparación con la comprensión de los mil rumores que componen el aparente silencio de estas vidas donde a ratos se perciben melodías inaudibles solo perceptibles para el que se sumerge y se deja penetrar por ellas. El mundo parece una verdad exilada lejos de todas las preocupaciones mundanas que permite pensar casi solo en los recuerdos de los caminos recorridos y en las historias contadas en el pasado, ahora dos veces historias, que lo llenan de polvo viejo. La calma y una cierta altiva indiferencia permiten disfrutar del monte, de la charla en un recodo del camino, del murmullo de las fuentes que por obra de este invierno generoso en lluvias han manado para lo que disponemos de largas horas serenas y tranquilas. El tiempo se detiene y parece que vivimos de lo que no existe ni puede existir.