Esta tarde, las ramas de los árboles, retorcidas e inclinadas por la furia de años de tormentas, parecían figuras que me escudriñaban. Cuando antes de acostarse miro desde la puerta de casa, escuchando el gañido de los nichos de la noche, con nadie con quien hablar porque todas las ventanas están vacías, la higuera y el nogal me parecen seres que rondan la casa, y me traen a la mente los cuentos que el abuelo me contaba al amor del fuego y me pregunto: cuál es mi papel en este misterio que me rodea. Me acuesto, llega la mañana, salgo espantando todos los seres de la noche con el ruido que hago al pisar la helada, rac rac, y vuelvo a quedarme solo con la casa con su chimenea, la iglesia con su campanario, los muertos con su abrigo de pino en el cementerio, el Cebreiro y el Eiroá que me brinda su eterna canción. Y vuelvo diciéndome: “No recuerdo haber vuelto alguna vez al mismo sitio”. Entro en casa y ahí siguen sobre los muros las manchas que escriben las historias secretas del viejo caserón, me dijo apostados ala barra del bar. Nos miramos a los ojos y, sin pronunciar una palabra más, nos hicimos preguntas y nos dimos las respuestas.