Cuando llega el alba rompiendo la honda noche con la muerte acurrucada a su espalda, sinfónicas olas como cantos ancestrales de alabanza, palabras escapadas de las páginas del libro de la vida, hacen vibrar el callado aire crepuscular, rompen el silencio y espantan a los pajaritos que llevan los gruñidos en el pico. Mientras los hombres matan a los de frente rugosa como corteza de encina en el patio, las mujeres miran desde lo alto de la escalera. Cuando los que escupieron la vida con sangre, en medio del patio, son centro de todo, las mujeres bajan al fondo de la escalera con un caldero de agua caliente para que los hombres se laven las manos. Después, para romper el silencio que siembra la muerte, antes de subir a desayunar, todos, incluidos los niños, toman una copita de aguarden para purificar la casa de haber sembrado la muerte en sus entrañas. Poco a poco, como un murmullo litúrgico que nos lleva detrás del tiempo, los sentimientos brotan en el aire, vuelve la alegría que proporciona la despensa bien abastecida con que hacer frente a la vida, temerosa encrucijada. Ahora matan industrialmente en el matadero. "La matanza es un rito casi religioso. Sobrevuelan la muerte y la purificación", decía mi abuelo.