Pedro en los Hechos de los Apóstoles



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Pedro en los Hechos de los Apóstoles (II)

Pero la evangelización continuaba su curso, fiel al programa trazado por Jesús el día de su ascensión al cielo. Llegaron a Samaría algunos de los fugitivos de la persecución. Entre otros, el diácono Felipe, a quien escuchó el mago samaritano Simón, quien se convirtió a la fe y fue bautizado. Eusebio de Cesarea habla del episodio en su Historia de la Iglesia refiriéndolo, en efecto, al diácono Felipe (H. E., II 1,10).Cuando los apóstoles conocieron el éxito de la predicación en Samaría, enviaron allá a Pedro y a Juan. Al ver Simón los maravillosos efectos de la comunicación del Espíritu Santo por obra de los apóstoles, quiso adquirir con dinero aquellos poderes.

Pedro se encaró con Simón para dejar las cosas claras: “Tu dinero sea contigo para perdición, porque creíste que el don de Dios podía adquirirse con dinero” (Hch 8, 20). Fue el primer encuentro entre Pedro y Simón Mago, un encuentro que se repetirá de forma reiterada a lo largo del ministerio de Pedro según el testimonio de los Hechos Apócrifos. El detalle es tan destacado que los editores clásicos de los Hechos Apócrifos de los Apóstoles titulan los Hechos de Pedro como “Hechos de Pedro con Simón”.

Los Hechos canónicos de Lucas refieren detalladamente dos milagros realizados por Pedro. Uno, en la persona de un paralítico, llamado Eneas, que llevaba ocho años postrado en una camilla. Pedro le dijo: “Eneas, levántate, Jesucristo te sana” (Hch 9,34). El otro fue la resurrección de la joven “discípula Tabitá, que significa Gacela”. Rica en buenas obras y en limosnas, había fallecido dejando en la desolación a los que se veían favorecidos por su generosidad. Los discípulos rogaron por ella a Pedro, quien se levantó presto y se dirigió con ellos a la casa de la difunta. Hizo salir a todos de la habitación y, dirigiéndose al cadáver, le dijo: “Tabitá, levántate”. Le ofreció la mano, la levantó y se la presentó viva a los dolientes. El milagro sucedía en Joppe, donde luego permaneció Pedro durante varios días (Hch 9,36-43).

Un episodio narrado con abundancia de detalles y clara intención doctrinal es la conversión del centurión Cornelio (Hch 10). Hombre piadoso, tuvo una visión que le hablaba de respuesta celestial a su ejemplar conducta. Le recomendaba que hiciera venir a Cesarea desde Joppe a un tal Simón, de sobrenombre Pedro, que se hospedaba en la casa de Simón el curtidor a orillas del mar. Pedro tuvo a su vez una visión en la que se le ofrecía un gran mantel con toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves. Oyó una voz que le intimaba: “Mata y come”. A los reparos de Pedro, remiso en comer animales impuros, la voz le dijo: “Lo que Dios ha purificado no lo tengas por impuro”. La visión venía a abrir las puertas a la gentilidad en la persona de Cornelio. Así lo comprendió Pedro y así se lo explicó a los presentes, primero explicando los detalles de su venida, luego en una sencilla alocución en la que una vez más repasaba los pasos del kerigma. Todavía estaba Pedro hablando cuando “descendió el Espíritu Santo sobre todos los que oían la palabra”. Con toda lógica, volvió Pedro a hablar diciendo: “¿Puede acaso alguien negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?”

Las circunstancias de la conversión de Cornelio fueron conocidas por otros hermanos, que no pudieron evitar el sentirse escandalizados por algunos detalles del suceso. Cuando Pedro subió a Jerusalén, tuvo que explicar los términos de aquella sorprendente conducta. Fue la mano de Dios la que provocó el lance, que representaba la apertura institucional de la evangelización al mundo entero. Después de las minuciosas explicaciones de Pedro, los que habían promovido el debate callaron y glorificaban a Dios diciendo: “Luego Dios ha concedido también a los gentiles la penitencia para la vida” (Hch 11,18).

La persecución desencadenada por Herodes Agripa (Hch 8) había quedado reducida en el texto de Lucas a la mención genérica de daños inferidos a algunos miembros de la iglesia, a la muerte de Santiago, el hermano de Juan, y a la prisión de Pedro. Pretendía Herodes exhibirlo al pueblo en la fiesta de Pascua como trofeo de su celo por la causa judía. Pero Pedro fue liberado por el ángel del Señor. Ni los guardas que lo custodiaban con cadenas, ni los centinelas que vigilaban las puertas habían sido conscientes de la maniobra. Pedro salió libre de cadenas a la calle y se dirigió a la casa de María, la madre de Juan Marcos, donde estaban reunidos los hermanos. Cuando llamó a la puerta, salió una sirvienta de nombre Rode, quien fuera de sí por la alegría, corrió a anunciar que Pedro era el que llamaba. Entrado en la casa, explicó Pedro a los reunidos las circunstancias de su liberación y les pidió que comunicaran la noticia a Santiago, el obispo de Jerusalén, y a los hermanos. Santiago, como dice Pablo en su carta a los gálatas, formaba con Cefas y Juan la terna de las columnas de la comunidad cristiana (Gál 2,9).

La última aparición de Pedro en los Hechos de Lucas tiene momento y lugar en el denominado Concilio de Jerusalén. Se debatía el primer gran problema de los inicios de la iglesia naciente, provocado por los que pretendían exigir de los conversos la observancia de la ley de Moisés y sus ritos. Algunos, llegados de la facción de los fariseos, defendían esa postura. Contra ellos estaban Pablo y Bernabé, que habían llegado de Antioquía para debatir el problema con los apóstoles y presbíteros. Se celebró una reunión con la expresa finalidad de tratar el asunto. Y cuenta Lucas cómo tras una larga deliberación, se levantó Pedro para pronunciar un pequeño discurso, en el que defendía la tesis de la apertura del evangelio a la gentilidad. Venía a subrayar con personales experiencias el hecho de que Dios no hacía diferencia entre judíos y gentiles. Y concluía con un apotegma que zanjaba el problema de raíz, al menos en teoría: “Creemos que somos salvados por la gracia del Señor Jesús lo mismo que aquellos” (Hc 15,11). Es decir, la salvación que los judíos piadosos alcanzaban por la ley de Moisés, ahora se podía alcanza por la gracia de Jesucristo.

Por su parte, Pablo y Bernabé contaban lo que Dios había hecho por medio de ellos entre los gentiles. Tomó entonces la palabra Santiago, quien aludió a las palabras de Pedro ratificando su contenido con el ruego de exigir a los conversos de la gentilidad el cumplimiento de cuatro cosas, ante las que los judíos eran particularmente sensibles: la idolatría, la fornicación, lo ahogado y la sangre (Hch 15,20). Los apóstoles entregaron luego a Pablo, Bernabé, Barsabas y Silas una carta en la que recogían la doctrina del concilio con la afirmación expresa de que trataba de una decisión que “había parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros” (Hch 15,287).

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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