El apóstol Pedro en la literatura apócrifa

Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Hechos de Pedro y los doce apóstoles (de Nag Hammadi)

El texto de estos Hechos de Pedro fue hallado entre los escritos gnósticos y herméticos de Nag Hammadi. Forma parte de un códice que por su estilo de escritura puede fecharse en el siglo IV d. C. Ocupa un espacio que va desde la página 1,1 hasta la 2,22. El título, como es costumbre en otros códices coptos, va al final de la obra. Dice textualmente: Hechos (práxeis) de Pedro y los doce Apóstoles, aunque se cree que se trata de un añadido posterior. Llama la atención de denominación del apócrifo, cuando en su texto se hace expresa referencia a los once (P. 9,20).

Sin embargo, hemos de reconocer que el título no hace justicia a su contenido. La misma denominación original de “Hechos” no significa que tengan nada que ver con los Hechos primitivos de Pedro, contenidos en los Actus Vercellenses. Ni siquiera son una obra paralela ni en forma ni en contenido. El mismo Pedro, el apóstol epónimo, no es el centro de la narración; lo es Jesús-Litargoel y su mensaje. (Cf. A. PIÑERO & G. DEL CERRO, Hechos Apócrifos de los Apóstoles., I 524-531). Por eso, no comprendo los motivos que han movido a uno de sus editores primeros, como fue M. Krause, para considerar que estos Hechos podrían haber formado parte de los primitivos HchPe.

Todo empieza con una reunión de los apóstoles en la que Cefas y los demás proyectan la forma de ejecutar el ministerio encomendado por Jesús. Encontraron una nave que zarpaba, en la que se dieron a la vela. Una tempestad los encaminó a una ciudad desconocida. Pedro aparece como relator de los sucesos y es el que pregunta y pide la información necesaria. El texto dice concretamente: “Yo, Pedro, pregunté el nombre de la ciudad”. Pedro, en efecto, es, aquí también, el que llevaba la iniciativa, el que, por ejemplo, buscaba el alojamiento para todos. Encontró a un hombre especial, que al parecer vendía perlas. “Yo lo contemplaba”, cuenta Pedro; “yo pensé que era un habitante de la ciudad”. El relato va engarzado con un “yo” insistente. Los ricos menospreciaban al presunto vendedor de perlas. Los pobres, en cambio, le suplicaban que les mostrara una perla para presumir ante sus conocidos de haberla, por lo menos, contemplado.

El misterioso personaje les expresó su intención de regalarles una perla. Mientras los pobres vacilaban, Pedro le rogó que les comunicara su nombre. “Mi nombre es Litargoel”, le contestó el vendedor de las perlas. El significado etimológico de Litargoel es “piedra”, “brillante”, “dios”. Sería algo así como la divinidad de piedra brillante”. Le prometió mostrarle el camino hacia la ciudad que andaba buscando, a la que solamente podían acceder los que renunciaban a todas las cosas. Pedro le demostró que conocía a Jesús y creía en su nombre. Y continuó interrogando al personaje, que le reveló el nombre de la ciudad: “Inhabitación” o “Ciudad de las nueve puertas”. Los que habiten en esa ciudad, libre de mentiras, conseguirán el reino de los cielos.

Pedro llamó a sus compañeros para que fueran con él a habitar la ciudad que Litargoel le había revelado. Fueron capaces de entrar en la ciudad porque habían abandonado todas las cosas siguiendo el consejo del personaje. Vivir en aquella ciudad era una práctica (melétē) continuada de la fe. Mientras los apóstoles comentaban cómo se habían librado de todos los peligros del camino, se presentó a ellos Litargoel transformado en médico. Pedro, siempre Pedro, le abordó diciendo: “Llévanos a la casa de Litargoel”. El médico aparente prometió regresar cuando hubiera curado a un enfermo que lo requería.

Al volver, se dirigió a Pedro llamándolo por su nombre. Pedro se sintió atemorizado cuando comprobó que aquel médico conocía su nombre. Más todavía cuando le interrogó sobre la persona que le había dado el nombre de Pedro. La respuesta fue pronta y contundente: “Jesucristo, el Hijo de Dios viviente”. Entonces Litargoel prorrumpió: “Yo soy Él. Reconóceme, Pedro”: Fue una revelación en toda regla. Se quitó el vestido con el que se disfrazaba y se reveló a los once tal como era. “Nosotros, continúa Pedro, nos postramos en tierra y lo adoramos”. Eran los ecos de la transfiguración, en la que también Pedro había ejercido de portavoz de sus condiscípulos.

Pedro siguió dialogando con Jesús, que les prometió asistencia en el cumplimiento de su ministerio. A tales promesas respondió Pedro: “Tú nos enseñaste a renunciar al mundo y a sus pertenencias. Nosotros lo hemos dejado todo por ti”. Sobre las cosas que Jesús les recomendaba que repartieran entre los pobres, el Señor se dirigió una vez más a Pedro para recordarle que su nombre es más valioso que cualquier riqueza, así como la sabiduría de Dios es superior al oro, a la plata y las piedras preciosas. Esos eran los bienes que debían entregar a los pobres de la ciudad. Además, les hizo donación de una cajita con toda clase de remedios para curar a los enfermos. El médico hacía partícipes de sus poderes curativos a sus apóstoles. Pedro iba a replicar, pero sintió miedo de interrumpir a Jesús y se encaró con Juan para decirle: “Habla tú esta vez”.

Para una vez que Pedro había callado, pasaba la palabra a Juan que se lamentó de que Jesús les encargara una tarea, la de curar, para la que no estaban preparados. Jesús le contestó que los médicos del mundo podían curar solamente las enfermedades del cuerpo, pero no las del alma; en cambio, las virtudes curativas que los apóstoles poseían tenían también la capacidad de curar las enfermedades del corazón. Les recomendaba igualmente que juzgaran a todos con rectitud para que su ministerio fuera glorificado y para que Jesús y su nombre fuera exaltado en las asambleas. Al “Amén” que ponía fin al relato seguía, como hemos dicho, la expresión: Hechos de Pedro y de los doce Apóstoles.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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