Adviento
I. Solemnidad del Adviento
Es, ante todo, la solemnidad del Adviento o venida del Salvador, Señor de la historia y Juez de vivos y muertos. En la liturgia, y muy especialmente en la Eucaristía, Jesucristo hace presentes sus misterios salvíficos; no solo los que ya se realizaron (Encarnación, Nacimiento, Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión y don del Espíritu Santo) sino también el único que históricamente no se ha realizado aún: su venida gloriosa. La Eucaristía tiene una dimensión escatológica, o sea que nos hace contemporáneos del fin de los tiempos. Como dice la antífona de Corpus: “...y se nos da una prenda de la gloria futura” (et futurae gloriae nobis pignus datur).
Durante siglos se tomó tan en serio esta solemnidad de la venida del Señor, que para ella se compuso la tremenda secuencia Dies irae, que ha inspirado tantas composiciones musicales modernas. Posteriormente, el Dies irae se trasladó a las misas de difuntos, pero después del Vaticano II se ha querido inculcar que las exequias cristianas son fuente de esperanza, y no de terror. Ya no se canta en ellas el Dies irae, y el color negro puede sustituirse (y de hecho siempre se sustituye) por el morado, menos tétrico. Ahora el Dies irae se ha restituido a su lugar de origen, el primer domingo de Adviento, y puede (no necesariamente) cantarse como himno en la Liturgia de las Horas, durante la semana que precede al domingo de Adviento.
El año litúrgico, en efecto, es como un pez que se muerte la cola: terminamos y empezamos con el fin del mundo. Los últimos días del tiempo ordinario leemos evangelios tomados del discurso escatológico de Jesús sobre la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo. Culminando estas lecturas evangélicas, el último domingo del año eclesiástico, con la solemnidad de Cristo Rey, proclamamos el señorío de Jesucristo, que ha de venir a juzgarnos y a retribuir a cada cual según sus obras. Y el domingo siguiente, el primero del año litúrgico, domingo del Adviento o venida del Señor, es del mismo tenor.
II. Tiempo de Adviento
Nos lamentamos del ambiente mundano y consumista que predomina en todo este tiempo que precede a la Navidad.La mejor vacuna contra semejante superficialidad pagana es una fiel observancia del espíritu del Adviento. Seguramente nosotros, si es que había que conmemorar la venida y el juicio, nos habríamos limitado a hacerlo en este primer domingo del Adviento, pero la liturgia, además de este domingo, confiere carácter escatológico a las tres primeras semanas, y sólo la última adquiere un tono prenavideño y mariano. Los prefacios de este tiempo son elocuentes.
Durante las tres primeras semanas rezamos el prefacio I de Adviento, que pide que “cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar”; o bien el III, que proclama: “Aquel día terrible y glorioso a la vez pasará el mundo presente y empezará un cielo nuevo y un tierra nueva”. Y sólo en la cuarta semana decimos con el prefacio II de Adviento: (Cristo) “a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de madre, Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después entre los hombres...”; o bien, con el IV: “La gracia que por Eva se perdió nos ha sido devuelta en María”.
Sorpresa: desde los últimos días antes del Adviento, y durante todo este tiempo litúrgico, con los oráculos grandiosos de los profetas de Israel (aunque hay que interpretarlos simbólicamente) y con las severas palabras del discurso escatológico de Jesús, se nos anuncia al Señor glorioso y Juez terrible que está a punto de venir, pero cuando llega resulta que es lo más pobre e indefenso que pueda darse sobre la faz de la tierra: un bebé recién nacido. Pero ojo: como dice Verdaguer, esas manitas crearon el mundo (“ses blanques manetes, / petites com són, / sent tan petitetes / crearen el món”).
III. El Año Litúrgico
Finalmente, en este domingo I de Adviento empezamos un nuevo año litúrgico. No es simplemente “recordar” algo que ocurrió hace mucho tiempo, como tantas efemérides que celebramos de la historia nacional, o de otros acontecimientos. En estas celebraciones civiles recordamos algo que ocurrió hace tiempo, pero lo pasado es pasado. En cambio el año litúrgico, según enseña Pío XII en su encíclica Mediator Dei, de 1947, con afirmaciones de densidad teológica no superada por el Vaticano II, “no es una fría e inerte representación de hechos que pertenecen al pasado o una simple y desnuda reevocación de realidades de otros tiempos. Es más bien Cristo mismo que sigue viviendo en su Iglesia y que prosigue el camino de inmensa misericordia por Él iniciado con piadoso designio en esta vida mortal cuando pasó derramando bienes (Hech 10,38), a fin de poner a las almas humanas en contacto con sus misterios y hacerlas vivir por ellos; misterios que están perennemente presentes y operantes (...), porque perduran en nosotros, con su efecto, siendo cada uno de ellos, en la manera adecuada a su índole particular, causa de nuestra salvación”.
Quizás alguna vez habremos envidiado a los que tuvieron la fortuna de ser contemporáneos y conciudadanos de Jesús de Nazaret, y pudieron verle y escucharle. No los envidiemos, porque (aparte de que la mayoría de ellos no creyeron en Jesús, a pesar de sus milagros) el año litúrgico nos hace contemporáneos de nuestro Redentor. El torrente de gracia que mana de sus misterios se derrama sobre nosotros y nos desborda. Por nuestras deficientes disposiciones, sólo asimilamos una pequeñísima parte de su fuerza salvadora. Un solo año litúrgico vivido plenamente bastaría para configurarnos plenamente con Cristo, pero ya que no somos capaces de ello, el Señor nos reitera su ofrecimiento. El don de un nuevo año litúrgico es la oportunidad de empezar de nuevo.