El cura de los semáforos
Ejemplos de vida
| José María Lorenzo Amelibia
El cura de los semáforos
Seminario de Pamplona
Estamos hartos del anticlericalismo, de la tendencia que existe en nuestra sociedad de buscar casos de sacerdotes malos, pederastas o extravagantes. Entretanto pocos se fijan en curas ejemplares por su celo y amor a las almas. Hoy me fijo en Luis Huarte, el cura de los semáforos.
Luis era el candidato más viejo de quienes entrábamos al seminario de Pamplona el año 46 al cursillo de selección: tenía entonces 14 años, cuando la mayoría todavía no habíamos cumplido los 12. Siempre fue el amigo de todos; podías confiar en él: fuerte, bueno, muy bueno, gran pelotari, porque no solo era piadoso. Cumplió desde la adolescencia con su deber y sobre todo estaba lleno de caridad, comprensión y sencillez.
De cura, nunca tuvo cargos de relumbrón ni se arrimó a nadie para medrar. Lo suyo era el laborar callado, amable y sobre todo humilde. Fue párroco de Agorreta y Saigós; más tarde de Irurzun y después de Huarte Araquil. Era euskaldún, pero nunca presumió de ello ni laboró en ningún tipo de política de este mundo, porque lo suyo fue lo del tesoro escondido, el reino de Dios. Y ser amigo de todos, fueran del partido que fuesen. Jamás alzó una bandera de tipo humano.
Trabajaba en silencio, muy unido a Dios y a sus feligreses: como diría el papa Francisco gráficamente, “olía a oveja”. Nació en Madoz y siempre quiso a su pueblo. No hizo grandes cosas, pero lo hizo todo dándose a todos. Era un cura santo como el de Ars.
Cuando a su obispo le pareció oportuno lo jubiló de la vida parroquial, convivió en el seminario con sus compañeros eméritos y ayudó hasta que no pudo más en la parroquia de la Asunción.
Durante toda su larga vida, siempre fue consciente de su sacerdocio. En los años de jubilación no se resignó a celebrar misas y llevar una vida descansada. Lo suyo era hacer algo por Cristo. Le dolía que la gente cada vez acudiera menos a la iglesia. Y le pedía luz a Dios y fuerza para hacer algo. Esto se le ocurrió y esta fue su gran obra callada durante los años de su retiro:
Decía Luis: “Si la gente no viene al sacerdote, es preciso ir a la gente”. Y su apostolado también fue muy sencillo. Pronto se dio cuenta de los semáforos donde han de aguardar mucho tiempo los peatones. Sus paseos consistían en caminar y hacer parada sobre todo en estos lugares. Allí se acercaba a uno y le decía: “Soy sacerdote. Si usted necesita algo en que le pueda ayudar, aquí tiene mi tarjeta: me puede llamar; hablaremos y trataremos sobre los temas que desee”. También acudía a las colas largas donde la gente se aburre. Su discurso era el mismo. Con relativa frecuencia la conversación comenzaba en el sitio de espera y más adelante continuaba en el lugar acordado. Algunas veces el interlocutor no le contestaba, y los peor educados le respondían con una grosería.
- La gente, me decía Luis, tiene necesidad de Dios, de desahogarse, de contar sus problemas. Tengo la alegría de haber ayudado a solucionar conflictos matrimoniales, situaciones casi desesperadas, encauzar a personas en su fe.
Y así un día y otro día, un mes y otro mes: de una manera silenciosa, sin ruido, porque como decía Chautard: “El ruido no hace bien, y el bien no hace ruido”.
Gustaba también Luis de obsequiar a estas personas de su trato espiritual. Para ello compraba un saco de nueces; lo llevaba a su habitación y, con pulcritud y paciencia, las rompía una a una, y rellenaba muchos frascos.
Cuando llegó su senectud severa y ya no podía realizar este su apostolado peripatético, dedicaba más rato a la oración. Porque Luis era un sacerdote íntegro, de cuerpo entero, de mucho trato con Dios.
Siempre fue amigo de todos, a todos quería. Si hubiese que beatificar a un sacerdote de aquel curso 1946-58 “Ederrena”, creo que todos sus condiscípulos diríamos al unísono: ¡“A Luisito”! Y es que Luis Huarte Oscoz tenía una serie de cualidades que solamente poseen las personas de virtudes extraordinarias, casi heroicas.
Luis, el cura sencillo, humilde, con esa simplicidad divina que solo los santos de la talla del de Asís poseen. Querido amigo, Luis, bendice desde el Cielo a la Iglesia a la que perteneces, ya triunfante: ahora que estás con Dios del todo, pídele que haya muchos sacerdotes santos: como san Francisco de Asís, al estilo de Jesús de Nazaret.
Todo esto lo sé porque él mismo, Luisito: me lo contaba en los largos coloquios de amistad que mantuvimos en nuestra vida. Pero me indicaba: “Por favor, no le digas a nadie lo que te cuento; esto que quede entre nosotros porque somos amigos”. Y nunca yo lo había contado, pero las iniciativas de los semáforos y de las colas de mi amigo; sin dar nombres, las envié al Sínodo de la Iglesia por si puede difundirse la idea. Y es que demasiado se ha denigrado a nuestra Iglesia. En ella hay mucha santidad callada, eficaz y valiente. Hoy, que nuestro amigo Luis se ha marchado a la casa del Padre, creo que es el momento de que esta luz no quede “debajo del celemín, sino ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa”. (Mat. 15,15).
Josemari Lorenzo Amelibia
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