Apostilla a mi amigo González Faus

Querido amigo: Leo siempre tus escritos, los de Religión Digital y también los de La Vanguardia, siempre valientes y luminosos. Son para mí como una continuación de aquellos ejercicios espirituales tan cristocéntricos que predicaste hace años a los monjes de Montserrat. Lo que acabo de leer en Religión Digital me sugiere alguna apostilla sobre la misión de la Iglesia ante los nacionalismos (¡no sólo el catalán!).

Es doctrina tradicional y universal de la Iglesia católica que el cuarto mandamiento, como una prolongación del deber de honrar a nuestros padres de la tierra, manda amar a Dios como padre y también amar a la patria (escribo la palabra “patria” con mucho tiento, consciente del uso peligroso que de ella se ha hecho y se hace constantemente).

Santo Tomás (a quien tú, gran teólogo, conoces mucho mejor que yo) lo incluye todo en la virtud de la justicia, que nos exige dar a cada uno lo que se le debe, y afirma que es tanto lo que debemos a Dios padre, a los padres de la tierra y a la madre patria, que nunca se lo podremos pagar, y por eso lo estima un deber de justicia imperfecta.

La Iglesia nos enseña a amar y servir a la patria, pero la cosa se complica cuando se pretende definir cuál es la patria de una persona, de una muchedumbre o de un pueblo entero, porque no hay autoridad humana (ni civil ni eclesiástica) que pueda decretar cuál es mi patria. Peor aún cuando un país se arroga la potestad de imponer su propia patria a un país vecino. El sentimiento de patria es una convicción que brota de dentro y no se puede imponer desde fuera.

Mucho más abusiva es la actitud de los poderes civiles o eclesiásticos que identifican el deber de amar y servir a la patria no ya con un estado, sino con un determinado régimen político, con un soberano o con un dictador, como Franco, por más que se llamara (y le dejaran llamarse) Caudillo por la gracia de Dios.

Se dice que el nacionalismo (el de los otros) engendra guerras. Dos grandes órdenes de solidaridad fracasaron en el intento de impedir la primera guerra mundial: el cristianismo y el socialismo. La Internacional Socialista profesaba un internacionalismo proletario. “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, había dicho el Manifiesto Comunista de 1848.

Las guerras obedecían a conflictos de intereses entre los capitalistas de diferentes países, que utilizaban a los obreros como carne de cañón. Ante la amenaza de una guerra, los obreros de uno y otro país deberían declarar una huelga general, y así harían imposible la guerra. Pero de hecho en 1914 los obreros se sintieron más patriotas que hermanos de los obreros del otro país. El gran dirigente socialista Kautski, ante el fracaso del pacifismo de la Internacional Socialista, comentaba con amargo sarcasmo: “En tiempo de guerra, todos se vuelven nacionalistas; la Internacional es solo para tiempos de paz”.

¿También el cristianismo era sólo para tiempos de paz? Benedicto XV fracasó rotundamente en su intento conciliatorio: franceses y alemanes lo acusaron de favorecer al contrario. Bernard Shaw dijo que mejor sería cerrar todas las iglesias, para no dejar que en unas y otras se pidiera a Dios la destrucción del enemigo.

De ahí la reacción de algunos católicos de distintos países, en 1918, contra los nacionalismos, considerados causantes de aquella guerra. Se decía que la próxima herejía condenada sería el nacionalismo. Se emprendió una vasta encuesta entre intelectuales católicos. Todos (también el representante español, Salvador Minguijón) condenaban los nacionalismos, pero a la vez todos aseguraban que el nacionalismo de su país no era el peligroso…
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