El gran milagro de Juan XXIII
Después de anunciar su decisión, Juan XXIII hizo que Secretaría de Estado formulara una consulta a los obispos de todo el mundo, preguntando, no si convenía celebrar un concilio, pues esto ya lo había decidido, sino qué temas debería tratar. La respuesta del episcopado mundial fue decepcionante.
Bastantes no se dignaron contestar y los que lo hicieron apuntaban temas triviales. Los obispos españoles pedían sobre todo una condena solemne del comunismo y la intensificación del culto y la devoción a la Virgen María.
Una avis rara fue el vasco Pildain, obispo de Canarias, que pidió que se condenara “el nacionalismo idolátrico de las grandes naciones, que conculca criminalmente los derechos naturales de las pequeñas nacionalidades y regiones”, y el comunismo, pero también el mammonismo, o sea el capitalismo que “niega lo que es debido a los obreros y a los pobres para buscar solo el éxito económico”.
Döpfner escribió a Montini (ambos estaban plenamente en la línea de Juan XXIII) preguntándole con cuántos italianos podrían contar. Montini le contestó que solo con 30, entre 344 prelados italianos. Los españoles renovadores eran exactamente 15. Explicó el cardenal Jubany que en una intervención a favor de la colegialidad dijo que hablaba en nombre de 15 obispos españoles. En el autocar de regreso al Colegio Español, donde residían casi todos ellos, uno de los capitostes dijo airado: “¡Ya quisiera yo saber los nombres de esos 15 traidores!”.
Muy pronto se perfilaron entre los padres conciliares dos tendencias opuestas. Al principio los periodistas hablaban de la “mayoría” refiriéndose a los conservadores y de “minoría” para aludir a los renovadores. Pero en muy poco tiempo, apenas unas pocas semanas, la proporción se invirtió y la mayoría pasó a designar a los renovadores, y la minoría a los inmovilistas, y esa segunda terminología se mantuvo hasta el fin del concilio. ¿Cómo se produjo esta inversión?
El entorno de la curia boicoteó desde el principio el concilio. L’Osservatore Romano del día siguiente del anuncio ocultó la noticia eclesiástica del siglo, que había pasado a la primera página de la prensa mundial. El diario oficioso vaticano solo daba en un recuadro la nota de Secretaría de Estado que anunciaba las tres decisiones del Papa: un sínodo diocesano de Roma, el concilio ecuménico y la reforma del código de derecho canónico, pero sin ningún titular. Alguien de muy arriba debió estimar que aquello era una locura del anciano Papa, imposible de realizar, y que cuanto menos se hablara de ello, mejor.
En el periodo preparatorio, las comisiones creadas eran como un desdoblamiento de las congregaciones romanas, y los esquemas que prepararon para ser sometidos a la asamblea conciliar reiteraban la doctrina y la disciplina tradicionales. Iniciado el concilio, los obispos conservadores contaron con el soporte de la curia y particularmente de monseñor Pericle Felici, secretario general del concilio, que en la asignación de turnos de palabra favorecía a los inmovilistas, de modo que parecía que eran muchos más, hasta que una votación dejaba claro que eran una pequeña minoría.
Pero Juan XXIII, nadando contra la corriente vaticana, con sus incesantes alocuciones mantenía vivo entre los obispos renovadores y en todo el pueblo de Dios el entusiasmo por el proyecto renovador y pedía oraciones para su buen éxito. Así fue como se produjo la inversión de mayoría y minoría. Esto es para mí un milagro, el gran milagro del Papa Juan XXIII.
Papa Juan, Papa bueno: mira cómo está nuestro episcopado. Después de que te fuiste, nos lo cambiaron de nuevo, pero a lo Pío XII. Ya sé que es difícil, pero ¿no podrías repetir tu gran milagro?