A Bartolomé, preso
¡Qué bueno sería que tu carta llegara a los diez millones de presos como tú que hay en la Tierra, la cuarta parte de ellos en EEUU! Diez millones de presos en la cárcel, y miles de millones de presos en la calle, que nos creemos libres y justos y condenamos a otros para limpiar nuestra conciencia. ¡Qué bueno sería que te conociéramos todos, para que entre todos pudiéramos romper las cadenas de dentro y de fuera! Déjame, pues, que evoque, cite y glose algunos de tus bellos párrafos.
Cuentas que el sacerdote Mariano, en una de sus visitas habituales a la prisión, puso en tus manos un libro, que “me ha marcado y ha originado un proceso de cambio personal y espiritual”. Pues bendito sea el libro, pero el libro fue lo de menos. Las manos de quien te lo llevaron hicieron el milagro. Las manos de Mariano en tus hombros, su bondadosa naturalidad, su risueña cordialidad, te devolvieron la confianza, el sentimiento de tu dignidad. Te devolvieron a Dios, te sentiste querido, pudiste quererte. ¡Gracias, Mariano! ¡Y gracias a ti, hermana Sagrario!
Y sigues: “Durante un largo tiempo aparté a Dios de mi vida, culpándole de mi situación. Estaba lleno de ira, dolor, vacío y un sinfín de emociones negativas. Creía que Dios me había abandonado. Lo culpaba de todo”. ¡Cómo no ibas a apartarlo, si te lo habían apartado, te habían robado a Dios! ¿Quién? No lo sé… todos un poco. Te habían puesto en su lugar a un Soberano omnipotente y arbitrario. ¡Cómo no ibas a culparlo de todo, si todos los jueces y justos del mundo te culpaban, y tú no podías cargar con tanto peso! Tu rebeldía era, en el fondo de tu corazón, la propia rebeldía del Dios de la Vida contra el “Dios” de la justicia y de la culpa, del perdón y del castigo. Dios es inmensos ojos dulces, llenos de misericordia, que nunca vieron en ti al culpable, sino al herido. Dios es inmensa Ternura sanadora que nunca te abandonó, nunca jamás nos abandona. Es Presencia buena, eterno Ángel Bueno que nos acompaña y restaura.
“Cuando comencé a leer (…), me llené de lágrimas. Entendí lo equivocado que estaba. Dios siempre estuvo a mi lado. Necesitaba reconciliarme con Él y así lo he hecho”. Lo más profundo de ti era el Espíritu de Dios o de la Vida y no estaba equivocado dentro de ti. Dios no necesitaba reconciliarse contigo; tú necesitabas reconciliarte contigo, o con el Misterio Bueno de la Vida en el fondo de ti. Te dejaste iluminar por su luz, por tu Luz, llena de consuelo. Luz que enjuga las lágrimas, llena de gozo.
“También pedí perdón a los que hice daño. He llorado de emoción y tengo un sentimiento de paz que no conocía”. ¡Oh, el daño! A ti también te hicieron daño, pero hoy no sabrías a quién culpar por ello. La culpa no es la cuestión, sino el daño y su alivio. No sé cuál fue tu delito, ni me importa. No conozco tu historia, pero sé de antemano que si tú hiciste daño es porque tú mismo estabas herido, que no eras en verdad tú mismo, y que yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo que tú o incluso peor. Pero eso tampoco importa mucho. Aquel daño en tu ser que te llevó a hacer daño ya está curado en ti. Ése es el milagro de la Vida. La paz es su ungüento y su testigo. ¡Ojalá esté curado también, en cuanto sea posible, el daño que hiciste a otros, ojalá que el Milagro se haya dado también en ellos! Pero una cosa es cierta: su daño no se curará porque tú sigas en la cárcel. Que todas las heridas se curen: he ahí lo que importa. ¿Cómo es posible que no lo entendamos aún?
Es una casualidad que te esté escribiendo estas líneas hoy, el día en que muchas víctimas de terribles daños se manifiestan en las calles con inmensa ira porque decenas de presos vayan a salir a la calle, al haber sido derogada por el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo la doctrina Parot, que prolongaba injusta y retroactivamente la pena de los presos. Alguien ha llegado a decir que su único consuelo era ver a sus victimarios en la cárcel. Otros han gritado “Ni olvido ni perdón”.
Solo una herida todavía sangrante puede explicar que hablen así. Pero así no se curarán. Solo nos queda acompañarlos con gran pena. Y también, aunque no sé cómo, nos toca ayudarles a ver que una injusticia no se puede reparar con otra, que una herida no se puede curar con otra, y que su dolor solo se aliviará en la medida en que vayan abriendo su corazón al bálsamo de la Paz, la Paz que los habita a pesar de todo.
A todos ellos y a todos nosotros, y a ti, amigo Bartolomé, de todo corazón: Paz y Bien.
José Arregi
Para orar
“Gracias a la vida…” cantaba Violeta Parra.
Gracias a la luna , porque enciende el mar y nos recuerda los peligros
de caminar al borde del acantilado;
gracias a los melocotones, porque nos recuerdan
que la vida no es un hueso que se pueda tragar;
gracias al bosque nocturno, porque nos da opción
de escapar a las cámaras de seguridad;
gracias a la melodía de violines lejanos,
por traernos perfumes de manzanas maduras
y la armonía de las ansias en otoño.
“Gracias a la vida…”
Gracias a la naturaleza porque nos ayuda a aliviar
nuestra tremenda soledad;
a los trigales de los campos, por traernos murmullos
de una música distinta;
a la luz naranja del sol,
por empaparnos el corazón;
a las flores del verano,
porque peinan las laderas de las montañas
como si fueran coletas de muchachas;
al aroma de café,
porque nos recuerda los rostros de viejos amigos.
“Gracias a la vida…”
porque los poemas y las palabras bellas
no permiten que la oscuridad nos coma del todo.
(Patxi Ezkiaga, traducido del vasco por el autor)