El odio jamás se vence con más odio del mismo modo que el fuego jamás se apaga con más fuego. El gran éxito del maligno es sembrar la semilla del rencor en el corazón humano. Bien decía Víctor Hugo que “Cuanto más pequeño es el corazón, más odio alberga”.
El ser humano se mantiene en una continua lucha de equilibrio entre lo que le atrapa hacia aquí abajo y lo que le impulsa hacia allá arriba. A veces resulta difícil que no hablen las tripas, sobre todo, cuanto más cercana ha sido la ofensa. ¡Qué enorme regalo para la humanidad es la encarnación! En la humanidad de Cristo, Dios mismo revela el ADN del ser humano: no hemos sido creados para odiar sino para amar. Y esto lo revela llevándolo a su máxima expresión. En la cruz, tras la tortura obscena de la violencia sin sentido, tras los insultos y desprecios, viéndose alzado entre el cielo y la tierra por el pecado del hombre, sin embargo no se escuchan palabras de rencor, ni de venganza.
Sólo un “Perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34) y aún viéndose injustamente condenado a morir, su naturaleza humana no se revela ni se deja abatir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
No es la respuesta el rencor, el odio y la violencia.