En plena comunión con Francisco

Confieso que me quedo perplejo y, en más de una ocasión, entristecido ante las opiniones y desaires que algunos católicos han manifestado hacia la persona de Francisco y su pontificado. Más allá de simpatías o antipatías humanas creo que el pontificado de Francisco está aportando a la Iglesia ciertos aires frescos, abriendo mentes y corazones a las formas y modos de otra cultura y otras sensibilidades a lo que quizás hemos estado poco acostumbrados en la vieja Europa. Sin endiosar ni caer en la papolatría estoy convencido de que Francisco (que como humano que es, no está exento de poder acertar más o menos en sus matizaciones, expresiones, ejemplos….) es un hombre de Dios, un pastor, un enamorado de Cristo y de su Iglesia.

No escribo estas líneas para manifestar mi apoyo a Francisco, entre otras cosas porque no soy nadie para emitir un juicio que se deba tener en cuenta, porque soy un simple religioso y sacerdote que intenta caminar en el camino de la fe y acompañar a otros hacia el encuentro con el Señor.

Simplemente escribo para renovar mi adhesión al sucesor de Pedro como lo hice antes y como lo haré siempre. Y para darle gracias públicamente al Señor por el regalo de haber conocido y disfrutado de tres pontificados que, cada uno con sus peculiaridades y personalidades diversas, siempre me han enriquecido y aportado.

No me van los alarmismos ni el despertar fantasmas donde no los hay. No me agrada las actitudes irreverentes de quienes se erigen en jueces o poseedores de la recta interpretación de la doctrina. Pero insisto, no soy nadie, solo un simple cura que probablemente en muchas ocasiones es más un estorbo que una ayuda para los planes del Señor pero que me siento plenamente agradecido por llamarme a su servicio y por seguir amándome con su delicada compasión.

Me quedo con lo que nuestra madre Iglesia nos enseña sobre el ministerio petrino en el catecismo:


880 Cristo, al instituir a los Doce, “formó una especie de colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él” (LG 19). “Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles”(LG 22; cf. CIC, can 330).

881 El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). “Consta que también el colegio de los apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro” (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás Apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

882 El Sumo Pontífice, obispo de Roma y sucesor de san Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles “(LG 23). “El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad” (LG 22; cf. CD 2. 9).

883 “El colegio o cuerpo episcopal no tiene ninguna autoridad si no se le considera junto con el Romano Pontífice […] como Cabeza del mismo”. Como tal, este colegio es “también sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia” que “no se puede ejercer a no ser con el consentimiento del Romano Pontífice” (LG 22; cf. CIC, can. 336).
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