3.12.23, Dom 1 Adviento. Ni el Hijo (=Cristo), conoce el día y la hora, sino el Padre (velad )

Ni los  ángeles  ni el Hijo (=Cristo) conocen el día y la hora (la meta de la historia), sino el Padre (Mc 13, 32; cf. Mt 24, 36). Eso significa que Dios  deja en manos de los hombres su futuro.

Un tipo de teología y piedad ha olvidado o mal-interpretado este pasaje, con argumentos ideológicos, mal planteados,  afirmando que Jesús no pudo decir esta palabra o no pudo ser Dios, entendiendo mal la omnipotencia divina y la capacidad activa del hombre.

No quiero destacar aquí la implicación "dogmático" de este pasaje (que evocaré al final con palabras de A. Gesché), sino su importancia histórica y social,  en este tiempo de guerras “justicieras” (Ucrania, Gaza), en los días del COP 28, que parece celebrarse de un modo suicida  sobre barriles encendidos de petróleo …

El día y la hora final de los hombres queda así en manos de los mismos seres humanos; pero Dios es Padre;  y Cristo, su Hijo, nos pide que confiemos y vivamos en vela/vigilancia de Adviento,  en conversión y en compromiso, al servicio de la vida, según Mc 13, 32.  

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Lectura extendida:  Mc 13, 27-39 La lectura del domingo es sólo la parte final (Mc 13, 33-37)  pero quiero situarla en su contexto para entenderla mejor. Tiene tres partes:

 (a. Parábola de la higuera: Mc 13, 27-32: A la higuera seca de la humanidad un tallo verde le ha salido) 28 Aprended la parábola de la higuera. Cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conocéis que se acerca el verano. 29 Pues lo mismo vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que ya está cerca, a las puertas.

(b. Declaración: ni el Hijo (=Cristo) sabe, sino sólo el Padre. Mc 12, 20-32:)30 Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. 31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. 32 En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre.

(c. Vigilancia: Mc 13, 33-37: Estad atentos en medio de la noche) 33 ¡Cuidado! Estad alerta, porque no sabéis cuándo llegará el momento. 34 Entones sucederá lo mismo que con aquel que se ausentó de su casa, encomendó a cada uno de los siervos su tarea y encargó al portero que velase. 35 Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a media noche, al canto del gallo o al amanecer. 36 No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. 37 Lo que a vosotros os digo, lo digo a todos: ¡Velad!

1. Parábola: A la higuera seca unos brotes verdes le han nacido (13, 28-29).

Jesús ha declarado ya el signo de higuera estéril que no da fruto… (Mc 11, 12-26). Pues bien, Marcos vuelve a presentar el signo de la higuera: Este es el signo de un adviento amenazados por grandes persecuciones y derrumbamientos sin remedio, pero un adviento que nos  evangelio nos sitúa ante el signo de la higuera, que no es ya una señal del templo estéril, sino expresión y signo de un tiempo de esperanza, de Adviento de Dios.

Adviento es primavera en plano invierno, anticipo y adelanto de una cosecha de vida, como indican los nuevos brotes de la higuera, que se ablandan, de forma que por ellas se expanda la blanca y fuerte savia de la vida, y brotan de nuevo las hojas, pues va a llegar pronto la cosecha. ¿Cuándo? Muy pronto. Faltan sólo unos meses, el tiempo en que madure la cosecha dulce de los higos.   

2. Declaración: Ni el Hijo (Cristo) sabe, ni puede asegurar cuándo será, es decir, cuando llegará el día y la hora final (13, 30-32)… Pero Dios es Padre).Este pasaje dice dos cosas inseparables.

(a) Por un lado asegura que todas estas cosas han de suceder en esta generación(13, 30), conforme a una palabra que se puede atribuir al Jesús histórico (en la línea de 9, 1, donde se dice algo semejante), pues estamos en los últimos tiempos: ahora, cuando se proclama esta palabra, sucederán estas cosas, en el tiempo que tardan en madurar los hijos de la higuera.

(b) Por otro afirma que del día y hora nadie sabe nada,ni siquiera Cristo (el Hijo) a quien mataban echándole de la viña (parábola de los viñadores: (Mc 12, 6). Le matan, en un sentido no entiende, pero confía en el Padre.  que aquí aparece en sentido absoluto, no como un hijo, sino como el Hijo.

El Hijo/Cristo no sabe cómo ni cuándo (el día y la hora), pero confía  en  Padre, en (Mc 13, 32). El Hijo (Cristo) cree en Dios Padre y confía en la noche (como enseña siempre Juan de la Cruz).  El Hijo/Cristo acepta la voluntad/amor del Padre se deja matar,  confiando   en medio de la noche, sin saber cuando llegará la aurora, eso es Adviento.

Puede ser una imagen de una persona y texto que dice "El tiempo de Dios es camino en la noche... Una apuesta de vida en medio de la gran tiniebla. Xabier Pikaza"

  El tiempo de Dios es Camino en la noche… Una apuesta de vida en medio de la gran tiniebla Ni el Hijo querido sabe,  ni en Mesías/Cristo conoce cómo (el día y la hora)… Pero confía en el padre… Dios viene porque es Dios; pero, al mismo tiempo, viene porque se ha encarnado en la vida de los hombres que son (somos) Adviento de Dios.  Viene, pero no sabemos cómo…

 3. Vigilancia (13, 33-37). Vivir alerta en Dios, estamos en vela, ante la hora de Dios…

No sabemos  cuándo, cómo vendrá (no los sabe Cristo, no lo sabe el Hijo, tampoco lo saben los ángeles…?. ¿Qué se puede hacer en estas circunstancias? La respuesta normal es comamos y bebamos, que mañana (no sabemos cuándo) moriremos (Is 22, 13; 1 Cor 15, 32). Esta es la respuesta, que est está tomando el COP 288 de Dubai, que se celebra hoy mismo, bailando con fuego sobre barriles de petróleo (como dice desde la ONU el secretario General Antonio Guterres,  como dice desde el Vaticano el   Papa Francisco). Frente a esa respuesta  comamos, bebamos  el evangelio de Marcos responde: Velad, estar atentos, de la noche a l mañana. No sabemos cuándo, ni cómo y, sin embargo debemos  “velar” (tener cuidado, actuar siempre a favor de la vida y del futuro del amor de Dios, en forma de amor interhumano).  La responsabilidad, la respuesta, la tiene el hombre que confía en Dios Padre.

Aquí se centra el mensaje de Mc 13, ésta es la palabra central del Adviento:

  1. Ni Cristo/Hijo sabe… Dios no le ha dicho cuándo, ni como (¡ni los ángeles saben)
  2. Por eso velad… Pero Dios es Padre…Podemos confiar en él, podemos y debemos velar.

Estamos en los días finales (no pasará esta generación: Mc 13,30), pero al mismo tiempo descubrimos que el adviento de Dios nos trasciende, y así tenemos que dejarlo en manos de Dios (sólo el Padre conoce la hora: 13,32).

Sobre ese fondo puede y debe repetirse la palabra “vigilad”, como último sentido y exigencia del mensaje escatológico (13,37). Limitado y sujeto a la muerte es el mundo, como ha recordado Jesús cuando nos habla de caída del sol y terremotos. Violento y destructivo es el mismo ser humano que introduce el miedo de la guerra universal sobre el tortuoso camino de este cosmos. Pues bien, superando ese riesgo de fragilidad y muerte, los discípulos de Jesús podrán anunciar el evangelio, como una vela o vigilia de Dios.

¿Cuándo? No lo saben ni los ángeles, ni tampoco el Hijo (cf. 1, 11; 9, 7) ¡Sólo el Padre! Será cuando él lo quiera (13, 32).  No hay por tanto revelaciones de cuando/cómo, no las ha tenido ni el Hijo Cristo…  Pero hay algo más grande, Dios es Padre. Hay algo más grande: Podemos mantenernos en vela en el tiempo del adviento de Dios.

De esta forma ratifica Marcos la experiencia radical de la transcendencia de Dios, marcada en los lugares clave de su texto (cf. 8, 33; 10, 18.40). Al servicio de Dios ha realizado Jesús su tarea. No puede usurpar sus funciones. No hay un tiempo limitado de venida de Dios. El Adviento es “siempre”, hasta que culmine Dios y sea todo en todos por Cristo (1 Cor 15, 28)

¿Dónde? Tampoco lo dice. Pero es claro que Marcos rechaza un tipo idea judeocristiana de la venida y cumplimiento mesiánico en el templo. Jesús ha pedido a los discípulos que huyan de la ciudad que no esperen allí la victoria del mesías (cf. 13, 14). Jerusalén ha matado a Jesús y sólo tiene un sepulcro vacío. El Adviento de Dios se realiza en todo el mundo, en los cuatro ángulos o “vientos” de la tierra, en el cosmos entero. 

Evangelio de Marcos

REFLEXIÓN. PODEMOS DESTRUIR EL ADVIENTO DE DIOS

‒ Velar es superar la bomba, superar de la guerra universal (tarea de Isaías 2,2-4: De las espadas forjarán arados…). Esto le dice Isaías a Israel (pueblo de bombas), esto nos dice todos nosotros.

En otro tiempo, la violencia parecía limitada y parcial (pues unos grupos sociales estaban separados de los otros), de manera que resultaba difícil (casi imposible) que todos los hombres pudieran destruirse. Ahora podemos hacerlo, pues formamos un único mundo, con un potencial de destrucción casi ilimitado (bomba atómica). Han sido necesarios muchos milenios para nuestro surgimiento; pero somos capaces de matarnos en pocas horas o días, si algunos (dueños de la bomba), lo deciden, y si otros (todos) nos vemos envueltos en una espiral de violencia creciente, excitada por el miedo multiplicado y la venganza reactiva. Dios nos ha creado; pero nosotros podemos rechazar su obra y matarnos, en una especie de muerte global.

En este momento, sólo podemos sobrevivir si lo queremos (nos queremos) y si pactamos en justicia y amor (si dialogamos, nos respetamos), superando el riesgo de la pura opresión político-militar, cultual y económica, es decir, si buscamos formas de administración «humana» al servicio de la humanidad, oponiéndonos al terrorismo de los poderes globales y a la posible respuesta reactiva de grupos marginados. En esa línea debemos ponernos al servicio de los excluidos, y con ellos al servicio de la vida de todos. El hecho de que optemos por la vida (defendiendo a las víctimas) y lo hagamos en libertad es signo de que el fondo creemos en Dios, pues en él vivimos (Hch 17, 28) y de que Dios cree en los hombres, empezando por los expulsados de la vida. Vivir así, en este contexto de muerte, es ya Adviento, signo y prueba de la existencia de Dios (Mt 25, 31-46).

‒ Segunda tarea del Adviento. Velar es engendrar vida, engendrar para la vida, pues la mujer ha concebido, dará a luz un Niño para la vida, Isaías 7, 14). El viejo rey de Israel quería que nacieran niños para la guerra; parte de la humanidad actual quiere niños para la opresión (genéticamente modelos para gloria del sistema…). Adviento significa que la humanidad engendre niños para la vida, es decir, para la libertad y el amor, una humanidad de Adviento, simbolizada en la doncella/virgen de Isaías.

No es sólo la mujer la que engendras, pero es la mujer en especial. No es sólo engendrar hijos… sino expandir vida…  Se ha puesto en nuestras manos la cadena de transmisión de la vida. Si la rompemos, sólo engendramos hijos, ideas, objetos de consumo para la muerte nos consumiremos. No seremos adviento, sino anti-adviento, en la noche.

Si rompiéramos la cadena gratuita de transmisión de la vida (que se expresa por el amor de padres a hijos), fabricando humanoides sin vinculación personal (sin libertad asumida y compartida), nos negaríamos a nosotros mismos y destruiríamos nuestra historia (¡en Dios nos movemos! Hch 17, 28), poniendo en riesgo nuestra identidad como signo y presencia de Dios. Una vida que no fuera transmitida de forma personal, directa, a través de unos padres, dejaría de ser humana, en el sentido actual. Sería vida sin libertad, de humanoides convertidos en máquinas al servicio del sistema dominante.

En este tiempo de inteligencia artificial (AI). Podría surgir quizá una especie distinta de vivientes post-humanos, pero si no tuvieron libertad, si fueran producidos, no creados por amor de otras personas, no serán humanos, hijos de Dios. No se trata de negar la ciencia (los avances de la biología y la genética), sino de ponerla al servicio de la transmisión humana de la vida, en amor y libertad, es decir, de un modo gratuito, empezando por los más pobres. Transmitir la vida, desde el signo de la mujer de Is 7, 14; acoger y proteger la vida que nace, eso es Adviento.

‒ Tercer riesgo y tarea de Adviento: Superar la angustia o cansancio vital… Velar es mantener la esperanza, no caer en la depresión, en el deseo de suicidios… en la borrachera del puro olvido… Hasta ahora hemos vivido porque nos gustaba hacerlo, a pesar de todos los riesgos, porque en el fondo de la aventura humana (engendrar y convivir) habíamos hallado un estímulo, un placer, vinculado al mismo Dios, a quien llamábamos creador de vida. Habíamos avanzado (caminado) sobre el mundo por gozo y deseo, porque la vida era un don y una aventura, un regalo sorprendente que agradecíamos a Dios. De esa forma hemos podido superar muchas crisis y amenazas a lo largo de una historia inmensamente conflictiva.

Pero muchos sienten ya que no merece la pena, que esta vida no es regalo sino carga, que es tragedia y riesgo no gozo, de manera que se niegan a engendrar nuevos seres humanos, promoviendo así un tercer tipo de suicidio, por falta de deseo y por cansancio de una vida que parece sin base ni futuro ni sentido sobre el mundo.

El problema no es ya la Voluntad de Poder, sino su ausencia, la quiebra o falla de una Voluntad de Ser, que se ha ido agotando a lo largo de siglos. Puede quebrarse en nosotros el deseo de vivir y transmitir la vida, de manera que nos matemos (es decir, terminemos negándonos a vivir), unos en medio de grandes riquezas materiales (asfixia interna), otros por falta de medios (asfixia externa), pues sin gozo y deseo de vida resulta imposible la subsistencia de la especie humana, como si Dios dejara de alegrarse en nosotros y de expandir la vida (es decir, de darse a sí mismo, pues en él existimos, como dice Hch 17, 28).

Significativamente, este cansancio parece más acentuado en los estamentos ricos (privilegiados) de la sociedad, que pueden incluso jugar filosóficamente con la angustia, y presentarse como protectores del patrimonio de una vida que está manipulada, mientras los pobres y excluidos, sin grandes filosofías, desean vivir optando por la vida como tal, en su totalidad, a pesar de las dificultades. En sus manos está posiblemente el futuro de la especie humana. Adviento es vivir en esperanza, porque viene Dios, porque somos humanidad naciente de Dios.

Cuatro  candelas de Adviento.

(1) Primera candela, querer vivir dando gracias. Si vivimos, a pesar del cansancio y angustia de muchos, es que en el fondo creemos en Dios somos Adviento

(2) Segunda candela, transmitir vida en amor. Si queremos transmitir la vida de un modo personal (de padres a hijos), ciertamente con la ayuda de la ciencia, pero sin dejarnos manipular por ella, es que creemos en Dios que es Adviento, que quiere nacer y nace en la vida de los hombres.

(3) Tercera candela, superar la bomba. Si vivimos y confiamos en el futuro, a pesar del riesgo de la bomba o de la guerra universal, es porque creemos en Dios (porque creen en él especialmente los más pobres) como puerta de futuro, camino de resurrección sobre la muerte, somos Adviento.  

(4)  La cuarta es Jesús.  Estos tres riesgos marcan nuestra forma de vida, de manera que ya no basta con decir que hay Dios en general, sino que la fe en él nos permite (y exige) superar esos riesgos, como indicaré en orden inverso.

ANEJO. UN PROBLEMA TEOLÓGICO. A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca, 2004.
Somos muchos los que hemos pensado sobre este pasaje de Mc 12, 32, sobre el conocimiento de Dios y el conocimiento de los hombres, a partir de la disputa "de auxiliis· que enfrentó a los grandes teólogos hispanos del siglo XVI, en especial a Báñez y Molinam, un tema que no ha sido resuelto "teóricamente todavía". Entre los autores modernos que han planteado este tema, abriendo un camino que nos permite interpretar mejor nuestro pasaje, el más significativo es quizá A. Gesché (1928-2003), pensador católico, de la Comisión Teológica internacional, del Vaticano, autor de estas páginas memorable:
"El hombre como enigma para Dios
Por tanto, la teología sólo puede tener la pretensión de ser una verdadera antropología si ella respeta en Dios la parte de enigma ante el cual, paradójicamente, el hombre puede encontrar su sentido sin morir. Pero hay otra forma de enigma que me parece que es preciso poner igualmente en juego: también el hombre es, por su parte, un enigma para Dios. Y la función de la teología consiste también en salvaguardar este dato que a mi juicio resulta fundamental, incluso si se opone a lo que nosotros solemos pensar, de un modo común y espontáneo, sobre la omnisciencia divina. Sobre la omnisciencia divina, tal como la formula,  la teología clásica y barroca, a partir del siglo XVIII, sigue estando instalada, como un verdadero maleficio y un flagelo, en el fondo de nuestras memorias.
Si el hombre no fuera un enigma parcial para su Dios – ¿y no lo fue ya desde los orígenes, cuando Dios asumió el riesgo de crear un ser libre y por tanto imprevisible? –, si el hombre fuera totalmente trasparente ante su Dios, ¿ese Dios no se convertiría entonces en el Dios de la Mirada Vigilante, del que hablaba Sartre, un Dios que no es digno de mí, ni tampoco de él mismo? Enteramente medido por esta mirada que me atraviesa de parte a parte, que me deja totalmente al desnudo, sin ningún lugar para mí mismo... ¿seguiría yo siendo un yo-mismo ante un Dios de ese tipo?.
Pero el verdadero Dios, el que pregunta: ¿“Adán, dónde estás? (Gen 3, 9), “Eva ¿qué has hecho”? (3, 13), no es precisamente así. La Escritura no tiene miedo en presentarnos a un Dios que no se parece en nada a un Zeus pagano, cuya águila escrutadora no pierde de vista cosa alguna y se lanza de repente sobre el hombre. En contra de eso, en el vado de Yaboq, (el ángel de) Dios se ve obligado a preguntar a Jacob su nombre. Sobre el camino de Sodoma y de Gomorra, Dios pregunta a Abrahán, como ha preguntado antes a Caín, si el grito que ha creído escuchar subiendo de la tierra es verdadero. “La queja contra Sodoma y Gomorra es tan fuerte, su pecado es tan pesado (ellos han querido fornicar con ángeles, Gen 19, 4-5), que yo debo bajar para ver si han actuado tal como lo dicen las quejas que han llegado hasta mí” (Gen 18, 20-21). Y antes de juzgar, Dios quiere pedir consejo a la sabiduría del anciano Abrahán, sobre los castigos que debería eventualmente imponer.
Estas son palabras audaces, pero verídicas, de la antigua Escritura, que contienen, a mi juicio, más sabiduría que la sabiduría de nuestras teodiceas. La fórmula de la liturgia barroca, Speculator adstat desuper, “Aquel que se mantiene y nos observa desde arriba”, no es ciertamente de las más inspiradas, pues ella hace que Dios cumpla la función, sin duda espantosa, de un observador omnipotente. Franz Rosenzweig ha dicho aquí indudablemente la mayor verdad, cuando pregunta: «¿Dónde se encuentra el “tú” autónomo, que se mantiene en libertad ante el Dios escondido?». “Esta es la pregunta que se ha planteado el mismo Dios” .
Franz Rosenzweig no ha dudado, como filósofo, en retomar esa antigua y mítica pregunta del paraíso, “¿dónde estás tú?”, entendiéndola como una verdadera pregunta que hace Dios. El hombre es enigmático y escondido: sólo cuando pasa del aislamiento de un “yo” a la apertura a una palabra (dialogada), él se convierte verdaderamente en “sí mismo”. Pero, para eso, ha sido necesaria la pregunta misma que le plantea Dios, una pregunta que el mismo Dios se propone a propósito de este enigmático ser que es el hombre.
El “yo”, hasta entonces escondido y cerrado en sí, se abre y ek-siste cuando la pregunta divina le hace surgir: “Esta pregunta es suficiente para que
el yo se descubra a sí mismo” (Ibid). Pero un reconocimiento de este tipo no puede hacerse ante una Mirada observadora. En contra de eso, Dios «no tiene necesidad de ver así al Tú (observándole desde fuera). El Yo se descubre a sí mismo al preguntar por el otro, incluso sin tenerle bajo sus ojos, en el instante en que afirma la existencia del Tú, a través de la pregunta que le hace, pidiendo que le diga el lugar donde se encuentra» (Ibid). Se diría que ha sido necesario que el hombre haya estado escondido ante Dios para que advengan uno y otro. Pero, ¿no es verdad que eso ha sucedido en el curso de un combate “que dura toda la noche” (Gen 32, 23-27), un combate en el que cada uno ha permanecido escondido en la oscuridad nocturna, para que al fin se intercambien los nombres y llegue cada al conocimiento mutuo de sí mismo y del otro (32, 31)?. Sólo entonces, nos dice este famoso relato, fue cuando el sol se elevó (véase Gen 32, 32).
Que nosotros mismos estemos por una parte escondidos para Dios, absconditus coram Deo, tal es, pienso yo, uno de los dos aspectos del tema del “Dios escondido”. Como he dicho, este “Dios escondido” me permite que yo me revele a mí mismo, sin quedar abrasado por un Dios en quien no existe enigma alguno. Pero también he hablado de un “hombre escondido”, que tiene el derecho de salvaguardar, hallándose escondido, el enigma parcial de su vida ante Dios. Este hombre y esta mujer tienen derecho a “túnicas de piel” (Gen 3, 21) con las cuales Dios mismo les reviste, como si quisiera darles el derecho de esconderse. Dios les ha revestido en un gesto de indecible respeto, casi litúrgico, como si él mismo quisiera defender al hombre contra su Dios. Yo sólo me comprendo si Dios sigue siendo parcialmente un enigma para mí; pero yo no me comprendo tampoco si es que no soy también, en parte, un enigma para Dios.
Como nos dice maravillosamente el Salmo 10, Dios mira al hombre con pupilas semicerradas. Los Padres de la Iglesia se esforzaron por comentar este salmo diciendo que Dios no ha querido tener los ojos muy abiertos, que él ha preferido mirarnos sin exceso de inquisición. Nosotros tenemos un cierto derecho sobre nosotros mismos y sólo de esta forma podemos comprendernos. Dios escondido, enigma parcial para el hombre. Hombre escondido, enigma parcial para Dios. El hombre es un ser enigmático, ser que tiene una autonomía que le hace en parte invisible. Esto mismo sucede, por otra parte, en todas las relaciones humanas, en las que cada uno tiene su ortus conclusus, su jardín interior secreto. Los vestidos han sido inventados (por Dios), parece decirnos este relato imaginario, para que nosotros podamos sostener la mirada de Dios y de los otros, mirada que permanece discreta, que respeta el enigma. ¡Qué lejos estamos de los triángulos escandalosos, que rodean un ojo sin pupilas y sin rostro, que nos intimaban desde diversos lugares, diciendo: “Dios te ve”!.
Pero ¿no es en el fondo por esto, porque Dios mismo acepta el misterio y enigma del hombre, por lo que se puede en fin comenzar a creer en Dios? ¿No es por esto por lo que se puede comenzar en fin a creer que Dios es creíble? ¿Por lo que se puede finalmente comenzar a creer en un Dios verdadero, que no es ya aquel Absoluto incandescente, al contacto del cual el hombre muere, como decía con verdad Maurice Merleau-Ponty, de quien ya hemos hablado? De todas formas, este Merleau-Ponty ha sido precedido, de algún modo, sin que él mismo lo advirtiera, por la misma Escritura, con su afirmación mil veces repetida: que el hombre no puede ver a Dios sin morir.
Y si Dios ha muerto, o ha parecido que debía morir en el pensamiento y la fe de los hombres ¿no ha sido justamente porque nosotros ya no nos sentimos, en forma ninguna, un enigma ante él y para él? Quizá tampoco Dios puede ver al hombre sin morir. ¿No debe destacarse el hecho de que en este relato inagotable, el relato del combate de Jacob con (el Ángel de) Dios, se nos diga que (el Ángel de) Dios deba recurrir in extremis a la sutileza de un reglamento de combate (“la aurora ha despuntado”) para poner fin a una lucha en la que él corría el riesgo de ser vencido? (Gen 32, 27). ¡Qué lejos estamos del Dios todopoderoso de nuestra teodiceas! ¡Pero qué cerca estamos de un Dios verdadero! Dios merece ser y permanecer siendo Dios porque él mismo se ha planteado una (dichosa) pregunta sobre nosotros y sobre nuestro enigma. Este es el único Dios al que nuestra dignidad tiene todavía el derecho de confesar. Este Dios de Abrahán y de Jacob, este Dios de Jesucristo, que acepta en nosotros una parte de opacidad, que no se abre enteramente ni siquiera para él, “es digno de nosotros”. Pero ¿quién sería el filósofo, quién el teólogo puramente especulativo que se atrevería a decir una cosa como esa? Una vez más, sólo aquel que se deja guiar por el imaginario está en condiciones de asumir esta audacia y de recibir esta verdadera revelación. La Escritura es también una literatura y hemos visto la forma en que ella nos abre espacios que de otra forma serían incognoscibles.
Sólo cuando habla de esta forma, y sólo entonces, la teología tendrá pleno derecho de ocupar un lugar en el discurso de los hombres. Es entonces cuando ella será verdaderamente antropología, antropología teologal, que respetará al hombre y que le dirá, en este contexto, una verdad sobre su propia comprensión. La teología sólo aportará su concurso a la antropología y dirá alguna cosa al hombre, cuando le ha capacitado para decir: ¡yo puedo ser un enigma para Dios! Necesitamos el gran texto imaginativo del libro de Job para descubrir que el Señor Dios ha llegado a interrogarse sobre aquello que él cree que sabe sobre el hombre. Más aún, sólo cuando acepta la parte de verdad de las sospechas de Satán, que ha venido este día a participar en la audiencia que él le ha concedido (cf. Job 1, 6-12), Dios puede poner a prueba al hombre y puede incluso poner a prueba su propia confianza, quizá demasiado ingenua, en el hombre (Job 1, .
¡Algunos dirán que es imposible pensar que Dios se interroga sobre el enigma del hombre! Yo no lo creo así. El inmenso Orígenes, totalmente impresionado por la grandeza de Dios, de un Dios que para la filosofía griega a la que estaba vinculado este gran alejandrino es y debe ser impasible, omnisciente, todo-poderoso, infinito, – se atrevió un día a abrir una brecha en esa seguridad divina. Sólo porque así lo exigía el Dios revelado en Jesucristo, se atrevió el a confesar que Dios era capaz de sufrir “de alguna manera”, y que, “al tomar sobre sí (por la encarnación de su Hijo) nuestras maneras de ser” (cf. Dt 1, 31), “el mismo Padre no era ya impasible” (Homilías sobre Ezequiel VI, 6). Consciente de esta trasgresión del dogma filosófico de la impasibilidad divina, Orígenes dedujo de ello la consecuencia notable de que el mismo Dios, sí, el mismo Dios, puede entrar “en una situación que es incompatible con la grandeza de su naturaleza” (Ibid). ¡Sí, incompatible con la noción que nosotros nos hemos hecho de la naturaleza de Dios, pero no con la noción que Dios se ha hecho de ella y que, después de todo, quiere que sea la nuestra!. Ciertamente, hay que admitir con Anselmo que Dios se encuentra más allá de todo pensamiento. Pero la cuestión es la de saber cómo. No está dicho que él haya de estarlo a la manera grandilocuente en que nosotros lo pensamos, sino que puede estarlo, más bien, a la manera en la que habla aquí Orígenes, fiel por otra parte a la imagen que Jesús nos ha dado.
¿Cuándo dejaremos pues, por la auténtica grandeza de Dios, igual que por la grandeza del hombre, que Dios sea aquello que él es?. “Yo soy el que soy”, dice Dios, frente a nuestras pretensiones ridículas de magnificarle de un modo indebido, de hyperdoxazein, de ofrecerle una gloria desmesurada, como dirá una vez más Orígenes (In Jn, XIII, 25, 151), a propósito de algunos que quieren dar a Cristo unos atributos de super-elevación, que él mismo no ha pretendido jamás (cf. Flp 2, 6-8) y en los cuales él no se ha reconocido. “Yo soy el que soy”, yo no soy el que vosotros creéis. En el fondo, a causa del paganismo filosófico, nosotros tenemos miedo de ver que Dios se abisma viniendo hasta nosotros, de manera que queremos preservarle de esa mancha, aunque sea en contra de él mismo . Pero esta reacción es más bien la de los gnósticos, que viven despreciando al hombre y sólo ven la grandeza de Dios en la negación del hombre. Por el contrario, la reacción de Orígenes va en la línea de Ireneo, cuando acusaba a los gnósticos de rechazar al Dios cristiano. «Ellos creían descubrir, por encima de Dios (del Dios revelado en Jesús y descendido en la carne) ‘un Dios distinto’, otra ‘Plenitud’. Ellos han deshonrado y menospreciado a Dios [al Dios cristiano], pensando que es “muy inferior”, porque en su Amor y en su Bondad sin medida él ha venido a conocer a los hombres» (Adv. Haer. III, 24, 2). Y, dicho esto, Ireneo añade que, al actuar así, los gnósticos “desembocan en el Dios de Epicuro”, esto es, en el Dios pagano, sin más.
Pero no es esto lo que nosotros anunciamos. Es ya tiempo de que recordemos que somos cristianos, si queremos hablar de un Dios ante el cual el hombre se encuentra y permanece en la plena medida de sí mismo. Y para esto es, sin duda, necesario que Dios consienta en respetar en el hombre una parte de enigma que él no ha querido eliminar, pues “no guarda su divinidad como una presa” (Flp 2, 6). Pienso que sólo a este precio la teología no herirá ya más a la antropología. Y esto no lo hará por vanidad o demagogia, sino por verdad y fidelidad a sí misma.
Incluso podría suceder quizá que debiéramos o pudiéramos llegar hasta a decir que Dios es un enigma para sí mismo. Con la audacia de los místicos, Ángelus Silesius no duda en expresarse así: “Dios no cesa de escrutarse / El Dios eterno es tan rico en designios y realizaciones / Que nunca ha podido todavía escrutar plenamente el fondo de su ser” (El Peregrino querubínico, I, 263). ¿No se escondería quizá en Dios una cierta “mala fe” (¡entendámonos!), si él quisiera ser un enigma para nosotros sin serlo para él mismo?
Pero si Dios es de algún modo un poco enigma para sí mismo, ¿no será por esta razón por la que él tiene necesidad de comprenderse en nosotros? ¿No será este, como puede verse en el Pórtico de Chartres, uno de los sentidos de la creación y de la encarnación? Dios aparece allí revolviendo los cabellos de Adán, al mismo tiempo que está buscando la manera de descifrar en ese Adán los rasgos de su propio Verbo, que un día se encarnará. ¿No será quizá ésta una de las respuestas al Cur Deus homo, al “por qué se ha hecho Dios hombre” de san Anselmo?. Dios viene a proponer al hombre una cuestión, para comprenderse a sí mismo. “Si vosotros no me confesáis [si yo no me comprendo gracias a vosotros] yo no existo”, dice el Talmud. Cuando vosotros me confesáis [cuando yo me comprenda en vosotros], entonces yo soy. “En el momento en que el alma realiza su confesión ante la faz de Dios, y en el momento en que ella reconoce y atestigua así el ser de Dios, sólo en ese momento adquiere Dios también realidad” . Según eso, también el hombre revelaría a Dios, e incluso le revelaría a él mismo.
¿Será este el vértigo supremo de una teología que pretende demasiado? ¿Será este el vértigo de una teología que, por haber abierto las llagas de lo imaginario, se arriesgaría a perderse en afirmaciones extremadas? Pero si permanecemos bien atentos a los juegos del lenguaje y a sus grados de expresión no es tan seguro que nos extraviemos. La Escritura, que no tiene nuestros prejuicios, al interrogarse sobre la razón de ser de los incontables e inmensos monstruos marinos ¡se goza diciendo que Dios los ha creado de modo especial para su sola diversión! (cf. Sal 103, 26 b).
La afirmación de que la verdad sólo se puede transmitir a través de un lenguaje conceptual es un prejuicio teológico. “Este prejuicio ha persistido a pesar de que la Biblia ha sido escrita, con algunas excepciones menores, en el lenguaje del mito y de la metáfora. El verdadero sentido literal es imaginativo y poético” . Edgar Morin, hablando del imaginario, lo presenta como “un verdadero sábado psíquico”. “Del mismo modo que tiene necesidad de lo afectivo, la realidad tiene necesidad de lo imaginario para tomar consistencia” . Un poeta ha escrito: “Un poco de la locura de una fe / Para calmar los rigores y las sabidurías” . Es verdad. Nuestra rigurosa razón tiene necesidad de algunas locuras, o de muchas, si creemos a san Pablo. Y de pronto esta razón, lejos de ser desterrada, se encuentra magnificada, convertida en “sabiduría y potencia de Dios” (2 Cor 1, 24 y passim). El imaginario preserva lo enigmático de las cosas. Un exceso de racionalidad hace imposible expresar toda la realidad. “Un ser privado de la función de lo irreal es tan neurótico como un ser privado de la función de lo real” (Bachelard).
San Bernardo ha dicho esta palabra extraordinaria: “Dios ha descendido hasta nuestra imaginación”. Y lo que es más notable es que Bernardo emplea aquí el mismo vocabulario de la Encarnación: descendit, ha descendido hasta nuestra imaginación, cuando ha descendido hasta nosotros en la carne. No tengamos pues miedo de los recursos del imaginario y del respeto que él muestra por el enigma. La vida del hombre es un laberinto, un recorrido en el que se busca y en el que Dios también le busca. Las catedrales de la Edad Media lo habían comprendido bien. Estamos hablando de un Dios que viene al encuentro de nuestro enigma y que lo quiere respetar. Es así, y solamente así, como la teología puede tener el atrevimiento de proponer un Dios que existe en el tiempo del hombre" (El Sentido, Salamanca 2004,191-198).

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