Dom 24 TO. Mt 18, 21-35. La parábola del perdón… Perdón de Iglesia ¿política de perdón?
Esta parábola recoge la experiencia central del evangelio de Mateo:Una ley puramente “judicial”, impuesta por ejércitos, estados y/o grandes corporaciones del capital/mercado, en forma de justicia de talión, sin amor/perdón, se condena a sí misma y condena a muerte al conjunto de la humanidad
| X Pikaza Ibarrondo
PARABOLA
18 21 Entonces, se adelantó Pedro y le dijo: Señor ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y le tendré que perdonar? ¿Hasta siete veces? 21 No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete.
22 Por eso se parece, el Reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus siervos. 24 Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. 25 Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara. 26 El siervo, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo. 27 El señor tuvo lástima de aquel siervo y lo dejó marchar, perdonándole la deuda.
28 Pero, al salir, el siervo aquel encontró a uno de sus consiervos que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: Págame lo que me debes. 29 El consiervo, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré. 30 Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
31 Sus consiervos, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. 32 Entonces el señor le llamó y le dijo: ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. 33 ¿No debías tú también compadecerte de tu consiervo, como yo me compadecí de ti? 34 Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
35 Lo mismo hará también con vosotros mi Padre del cielo, si si perdona de corazón a su hermano.
EL TEMA CENTRAL DE LA HISTORIA HUMANA ES EL PERDÓN
- Esta parábola evoca el perdón incondicional del Dios de Jesús, sin límites ni condiciones, por pura gratuidad. No es un perdón para aquellos que pueden devolver lo recibido, sino para todos, por siempre, de manera que se cumpla de esa forma el Padrenuestro, “perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos, Perdónanos de tal manera que nosotros podamos perdonarnos unos a los otros”…
− Quien no perdona queda en manos de su destrucción. No es que Dios le juzgue y condene desde fuera, sino que él mismo se juzga y condena, como dice Jesús en lenguaje parabólico. La parábola añade que el "Rey" no perdonará a quien no perdone, sino que le pondrá en manos de verdugos hasta que pague todo lo que debe (pero ese final ha de entenderse de un modo simbólico, pues no hay hombre que pueda pagar desde la cárcel una deuda tan grande como la que aquí se evoca)[1].
Esta parábola pudo haber tenido otro encuadre y sentido, pero Mateo la introduce en este contexto de Iglesia, recordando que ella no es una comunidad de perfectos, sino de perdonados que se perdonan, no sólo las ofensas, sino las deudas de dinero, como en el Padrenuestro (¡Mt 6, 12). Pedro ha preguntado (¿cuántas veces debo perdonar…?: 18, 21), y Jesús le responde contándole la parábola de un rey que perdona a su siervo una deuda enorme (diez mil talentos, como unos quinientos millones de dólares), recordándole que él debe perdonar a su vez a sus consiervos[2].
En la parábola se cruzan y fecundan dos temas: (a) La gratuidad del rey,
Gran parte del judaísmo sacral de finales del Segundo templo (del 515 aC al 70 dC), funcionaba como una institución de perdón, centrado en el templo de Jerusalén y controlada por los sacerdotes. Los judíos aparecían así como pecadores que pueden y deben ser perdonados, utilizando para ello el medio (legal/sacral) que Dios les había concedido (purificaciones y sacrificios de templo), para mantener el orden existente. Pues bien, Jesús proclama que ese perdón del templo es no sólo insuficiente, como había supuesto Juan Bautista, al enfrentarse con fariseos y saduceos (3, 1-10), sino contrario a la verdad de Dios, que perdona gratuitamente, haciendo que los hombres puedan perdonarse entre sí (cf. Padrenuestro: 6, 9-13), sin necesidad de instituciones de dominio religioso, propias de los sacerdotes aliados a los opresores (Roma, Herodes Antipas). El perdón que Jesús quiere, ofrece y pide, es personal y social, espiritual y económico, político y eclesial, en un sentido fundante, distinto de otros tipos de perdón interesado:
− El perdón no es indiferencia, sino recuerdo más hondo del Dios Palabra que libera, transforma y recrea la vida de los hombres, desde su amor activo, no para que quede todo como estaba (al servicio de los prepotentes), sino para cambiarlo todo, desde los más pobres, en comunión activa, que se funda y expresa en la ayuda a los niños y pequeños.
− El perdón de Dios se hace perdón interhumano. Jesús no ofrece un perdón separado (desde fuera), sino que pide a los hombres que se acojan (se perdonen) unos a los otros, de un modo gratuito y creador, desde los niños y excluidos (los pequeños), que aparecen así como privilegiados de Dios, principio y signo de un perdón que debe ofrecerse a todos.
− Este perdón no empieza exigiendo conversión previa a los pecadores (¡que paguen lo que deben!), sino ofreciéndoles el don del Reino, sin obligarles a pagar la deuda (cosa que además sería imposible), como muestra 18, 21-35: Dios perdona a su deudor una suma millonaria, sin condiciones previas, es decir, simplemente por piedad, porque él así lo quiere, superando un tipo de equivalencia legal.
− Éste es un perdón que crea perdón, y que lo hace sin más condiciones ni principios que el amor activo del Dios de Jesús, que ha querido que el perdón se extienda, que pueda expresarse y extenderse en forma de comunión de gratuidad. Dios sólo pide a los perdonados que se perdonan entre sí, unos a otros, pues todos aparecen y actúan como sacerdotes de la única comunidad de perdonados, desde los más pequeños, los hermanos de Jesús asesinado, portadores de un perdón gratuito (con Jesús).
¿PERDÓN ECLESIAL, PERDÓN POLÍTICO?
El sistema político/económico no conoce perdón, sino, a lo sumo, indulto o amnistía, para provecho propio. Pues bien, en contra de eso, como ha puesto de relieve Hanna Arendt, la mayor aportación de Jesús al camino de la paz ha sido el fundarla en el perdón. Su paz no nace de la victoria de los fuertes, sino del perdón de los vencidos. Ciertamente, no va en contra de la justicia, pero la trasciende; no proviene de los que vencen y se imponen por ley sobre los otros, sino de aquellos que, siendo vencidos y estando derrotados, responden perdonando[3].
El riesgo de un perdón interesado.La paz cristiana brota del perdón, pero de un perdón gratuito, que se expresa en forma de proyecto de no-violencia activa, partiendo de las víctimas. Había en el judaísmo de tiempos de Jesús un tipo de perdón que tendía a estar controlado por sacerdotes y políticos, al servicio del sistema. Era el perdón del templo y se expresaba a través de sacrificios rituales, por medio de una especie de «máquina sacral», que culminaba el día de la Gran Expiación (Lev 16), celebrada por sacerdotes y regulada según Ley por los escribas, Por su parte, el perdón de Roma (parcere subiectis, debellare superbos: Virgilio, Eneida 855) estaba al servicio del sistema imperial y político, no de los necesitados. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón mesiánico, que actúa a través de los que sufren y que busca una nueva humanidad, superando el orden del templo y el sistema del imperio. Para entender su alcance, quiero delimitarlo mejor:
Puede haber un perdón arbitrario y caprichoso, propio de dictadores o autócratas, que muestran su magnanimidad indultando de un modo irracional (sin necesidad de justificaciones) a quienes ellos quieren y castigando también a quienes quieren (sin dar tampoco razones). Así descargan su violencia sobre algunos, para mostrarse soberanos, imponiendo su terror sobre posibles rebeldes o contrarios, y perdonan a otros para decir que son magnánimos y aparecer como benefactores, a través de un gesto arbitrario, que está muy alejado de la justicia racional (y del perdón cristiano). En contra de ese perdón interesado de los autócratas, que es una imposición de su dictadura y un capricho de su prepotencia, Jesús ofrece y promueve un perdón puramente gratuito que no va en contra de la justicia, sino que la desborda y fundamenta. Éste es un perdón que sólo pueden ofrecer las víctimas (los ofendidos y humillados), sin que sean capaces de ofrecerlo en su nombre (en contra de ellos) unos dictadores o sacerdotes pretendidamente superiores.
Puede haber un perdón o amnistía al servicio de una política partidista.Casi todos los vencedores del mundo han decretado amnistías, desde los asirios del siglo VIII a. C. hasta los romanos del tiempo de Jesús o los revolucionarios franceses de finales del XVIII. Suelen ser amnistías políticamente calculadas, para gloria de los soberanos o de los estados que las proclaman, al servicio de su propia estabilidad, como una forma de justificarse. No todos los implicados suelen estar de acuerdo con esas amnistías, ni en el plano legal, ni en el personal, pero se han ofrecido y pueden ofrecerse, sobre todo allí donde el poder resulta lo bastantes sólido como para permitir excepciones en el cumplimiento de la Ley, en circunstancias de fuerte cambio político, que se interpretan como principio de un nuevo régimen social. Este perdón puede ser provechoso, pero que corre el riesgo de situar la oportunidad política (su racionalidad partidista) por encima de la justicia legal[4].
Puede haber un perdón sacral, controlado por los sacerdotes del templo, al servicio del propio sistema, para mantener el orden establecido, como sucedía en Jerusalén, en tiempo de Jesús. También éste es un perdón interesado, propio de los vencedores, al servicio del sistema; es el perdón de los templos y de las grandes instituciones religiosas, entendidas como instancias de control sobre los “pecadores”, como ha podido suceder en la religión de los Incas y en algunas instituciones cristianas. Lo mismo que los anteriores, este perdón sigue estando al servicio del sistema, es decir, de la violencia de los poderosos. En contra de eso, Jesús ha ofrecido el perdón de un modo gratuito, no en contra, sino por encima de la Ley, pidiendo a los ofendidos que perdonen a sus ofensores (¡ellos son los únicos que pueden hacerlo desde Dios!), para abrir de esa manera un camino de reconciliación más alta, superando la violencia.
El perdón sacral del Templo (lo mismo que la amnistía de los grandes imperios) estaba al servicio de un Dios de los poderoos, que monopolizaban el orden del sistema. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón (que estrictamente hablando no es suyo, sino de los pobres) de un modo mesiánico, superando el sistema del templo. No es Jesús quien perdona, sino que son ellos, los expulsados y excluidos, los que pueden ofrecer perdón (como representantes de Dios). Ésta es la novedad del evangelio y ella supera todos los sistemas religiosos o sociales donde el perdón está al servicio del orden establecido. El sistema político o religioso no puede perdonar, sino que se limita a buscar su equilibrio o, a lo sumo, procurar una igualdad de ley.
Jesús, un perdón gratuito. Los profetas de Israel identificaban la justicia con la liberación de los oprimidos. Pues bien, siguiendo en esa línea (cf. Lc 4, 18-19, con citas de Isaías), Jesús ha radicalizado y universalizado la experiencia del perdón, ofreciéndolo en nombre de Dios y pidiendo a los hombres que se perdonen entre sí, ellos mismos, desde abajo (y no por obra del templo o del sistema político). Este perdón de los pobres y excluidos de la sociedad, que responden con amor no-violento a la violencia del sistema, es el punto de partida de la paz mesiánica.
El sistema político/religioso necesita un talión (¡a cada uno según su merecido!), controlando el perdón desde arriba. En contra de de eso, Jesús sitúa a los hombres y mujeres ante el don y tarea del perdón, haciéndoles capaces de superar una justicia legal que, cerrada en sí, puede acabar destruyendo a todos. Lo que algunos llaman actualmente justicia infinita (un tipo de Ley particular llevada hasta el extremo) nos deja simplemente en el nivel de la lucha de todos contra todos. En ese sentido podemos añadir, con Pablo, que la justicia de la Ley es insuficiente. Sólo la gracia que perdona a los pecadores es fundamento de paz[5].
Sólo el perdón rompe la espiral de la venganza (un talión que siempre se repite: ojo por ojo, diente por diente) y de esa forma libera al hombre del automatismo de la violencia y permite que su vida se despliegue por encima de una Ley, en la que nada se crea ni destruye, sino que se transforma, permaneciendo siempre idéntico. Sólo el perdón rompe el encerramiento de la pura Ley y nos sitúa en un nivel de gratuidad, donde los hombres pueden vivir y amarse por sí mismos (como valor supremo). El perdón es gracia y sólo así puede superar la violencia del pasado, haciendo que la vida se abra al futuro de la Vida, por encima de sus contradicciones y luchas de poder.
Perdón, antes de conversión. Sacerdotes y políticos perdonaban a los convertidos, que volvían al redil de la buena Ley. El proceso era claro: los manchados debían limpiar su impureza, los pecadores reparar el pecado, los culpables arrepentirse. La misma Ley que condenaba al pecador le ofrecía un camino de perdón, si se convertía y volvía al orden. Jesús, en cambio, ha empezando perdonando, de un modo gratuito, y sólo después ha pedido a los hombres que se perdonan. De esa forma ha invertido el camino de la Ley: no exige arrepentimiento y expiación para perdonar, sino que empieza perdonando, el arrepentimiento vendrá después.
En este contexto diremos que el perdón tiene que venir de las víctimas. Jesús no ratifica el poder de perdón de los de arriba, sino que pide a los excluidos y pobres que perdonen, en gesto que no es sometimiento (¡encima de haber sido ofendidos deben perdonar a quienes les ofenden!), sino que viene a mostrarse como expresión de la mayor de todas las autoridades Ellos, los oprimidos, son sacerdotes y portadores de perdón, es decir, de un nuevo orden social que no se funda en el dominio de unos sobre otros, ni en la revancha de los sometidos, sino en la gracia creadora, desde abajo, a partir de los marginados y ofendidos. Los pobres son precisamente los que toman la iniciativa y, sin luchar externamente contra los sacerdotes y jerarcas, asumen la autoridad del perdón, sin necesidad de imponerse por la fuerza, ni de tomar el poder externo, sino iniciando una comunidad de iguales.
Evangelio, textos del perdón.Esos textos están en el centro del Sermón de la Montaña y se vinculan a otras dos palabras esenciales de los evangelios (no juzgar, amar a los enemigos). Sólo se puede perdonar allí donde, superando la Ley del talión (el puro juicio legal), hombres y mujeres son capaces de amar de un modo activo, superando la esclavitud del pasado y abriendo un futuro de vida para los mismos enemigos, por encima de la ley. Jesús no ha trazado un programa político para sacerdotes o gobernantes, sino un camino de no-violencia creadora, a partir de las víctimas, trazando un proceso de trasformación humana, que puede influir en las mismas instituciones sociales y sacrales de la sociedad establecida.
Principio. Perdón quiero, no pura justicia: “No juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados” (Lc 6, 37; cf. Mt 7, 1). En un nivel político, la justicia social es buena y necesaria; pero ella tiene que imponerse con violencia, como sabe Pablo en Rom 13, 1-7, pues el juez necesita la ayuda de la espada y de la cárcel (y en algunos países de la silla eléctrica). Pues bien, superando ese plano de violencia legal (políticamente legítima), Jesús pide a sus fieles que se perdonen, que no acudan a la pura ley, ni a la espada.
Al decir expresamente ¡no-juzguéis!, Jesús no ha pensado en unos objetivos particulares, ni ha propuesto unos casos en los que el perdón debe aplicarse, sino que abre un camino ilimitado de vida, que sólo puede recorrerse en amor, un proceso de no-violencia para voluntarios, no un ordenamiento obligatorio. Esta palabra aparece en el evangelio como revelación, una mutación antropológica radical. No puede probarse, pero se pueden probar sus consecuencias, pues allí donde los hombres no perdonan ellos mismos terminan cayendo bajo el poder del juicio («con el juicio con que juzguéis seréis juzgados»). El juicio se sitúa y nos sitúa ante el talión (ojo por ojo…) y así nos deja en manos de la Ley de la espada (quien a hierro mata a hierro muere: Mt 26, 52), como sabe Pablo (Rom 13, 4). Pues bien, por encima del juicio está el Dios de la gracia, que no defiende la vida con espada, sino que la crea en amor y perdón y así quiere que nosotros perdonemos (cf. Rom 13, 10).
Primera concreción: “Perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6, 12; Lc 11, 4). Los orantes piden a Dios que les perdone, mientras ellos se comprometen a perdonar, no sólo entre sí (unos a otros), sino incluso, y de un modo especial, a los deudores que están fuera de su comunidad. Como ya hemos dicho, los que aquí se comprometen a perdonar no son los ricos y fuertes (gobernadores, sacerdotes, terratenientes), sino los pobres enviados de Jesús (campesinos desposeídos) a quienes los ricos (gobernadores, terratenientes, comerciantes) han “robado” sus tierras, en el torbellino de cambios producidos en Palestina a comienzos del siglo I d. C.
Jesús pide a los pobres que perdonen a sus opresores ricos; no sólo las ofensas, sino incluso las deudas, que no les hagan guerra, que no paren su violencia con otra violencia. Él se dirige de un modo especial a los campesinos que han perdido sus tierras y a los mendigos a quienes el orden social ha privado de todo, pues son ellos los que han de perdonar, no sólo las ofensas, sino también las deudas, como ha destacado Mateo en su versión del padrenuestro[6]. Ésta es la religión de Jesús, éste su culto. No hay otro mandamiento ni otro rito, sino sólo el amor mutuo expresado en el pan compartido y el perdón, a partir de los pobres (ofendidos, víctimas), a quienes Jesús pide que empiecen perdonando, no en nombre del Estado o de otro poder superior, sino del mismo Dios de las víctimas. Estrictamente hablando, mientras conservan sus bienes, los ricos no pueden perdonar, pues son ellos los que han hecho daño; por eso, tienen que empezar pidiendo perdón y devolviendo lo robado, como supone el relato de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10).
Perdón amante: “Habéis oído que se ha dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo… Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (Mt 5, 38; Lc 6, 27-28). Ese perdón sólo es posible por amor, como gesto creador, desde los ofendidos, como dice JesúsEl texto supone que vivimos en un mundo dominado por la enemistad y el odio, la maldición y la calumnia (Lc 6, 27-28), un mundo de violencia donde cada uno parece que quiere imponerse sobre los otros a golpe de opresión física (herida en la mejilla) o económica (quitar la capa, robar). Suele decirse que el mundo es así y en él estamos. Pues bien, sobre ese mundo, por encima de una justicia que se cierra en un círculo de “amigos interesados” (do ut des, doy para que me devuelvas), abre Jesús un camino de perdón y gratuidad, que empieza precisamente desde los pobres (ofendidos y víctimas). En el lugar donde ellos perdonan y aman empieza la paz[7].
La justicia legal mantiene lo que existe: acepta un orden y lo defiende, si hace falta, con violencia. Por el contrario, la gracia del perdón crea una vida distinta, por encima de la pura Ley, desde los expulsados de la sociedad (pobres, ofendidos, víctimas). El que perdona no niega la Ley civil (¡dad al César lo que es del César!), pero se sitúa por encima, de manera que ella no puede dominarle. No actúa de esa forma por desinterés (¡todo es igual!), para instaurar un tipo de vista distinta, en gratuidad. Jesús sabe que la pura Ley no puede convertir al hombre, haciéndole portador del Reino. Por eso no discute sobre Leyes concretas, como los rabinos y juristas de su tiempo, sino que se sitúa y nos sitúa en un plano de gracia y perdón (que puede unir a todos los hombres), antes de todas las Leyes (que les distinguen y separan).
La verdadera paz, tal como la encarna y ofrece Jesús, sólo nace del perdón de las víctimas, sacrificados y expulsados, y no como amnistía de los poderosos y fuertes, que utilizan una estrategia de perdón para seguir imponiendo su poder y gobernando sobre los demás. Los poderosos como tales, no pueden nunca perdonar, porque no han sido ofendidos ni humillados y porque, además, tienen poder para imponer su ley. Como sabe el evangelio, sólo un Dios crucificado, expulsado de la buena sociedad y deshonrado, ha podido ofrecer el perdón y lo ha hecho, con los demás expulsados (víctimas), abriendo un camino de reconciliación que no es simple estrategia de dominio. Ésta es la misericordia creadora que los cristianos proclaman, apoyándose en el perdón pascual de Jesús, víctima ejemplar, en nombre de los expulsados y derrotados de la historia.
La Iglesia, institución de paz. Está formada por personas que asumen la experiencia pascual de Jesús, que aquí entendemos como proyecto de paz mesiánica, que se inicia y despliega desde las víctimas, no desde los poderosos y vencedores. En esa línea debemos distinguir el perdón de la Iglesia (¡que debe estar al lado de las víctimas, en nombre de ellas!) y el perdón del Estado que puede y quizá debe negarse a perdonar, cumpliendo la Ley (aunque puede asumir, en un momento, por conveniencia política, un tipo de perdón, hablando incluso en nombre de las víctimas)[8].
Perdón de iglesia, perdón de Estado. La Iglesia no puede imponer al Estado su experiencia de perdón, ni convertirla en norma, pues en ese caso el perdón no sería gratuito, según el evangelio. Eso significa que ella no puede tomar el poder, sino que debe dejar que el Estado y sus representantes (incluso partidos políticos) tracen sus líneas de paz, según Ley, apelando a la violencia legítima.
Pero la Iglesia puede y debe hacer algo mayor: acompañar y animar a los creyentes, y de un modo especial a las víctimas, para que respondan (¡si quieren!) con amor gratuito, en gesto de perdón, por encima (no en contra) de la Ley, abriendo así un camino de paz sobre la violencia legítima del Estado, al que ella puede y debe ofrecer (nunca imponer) su experiencia. Con ese fin, debe romper toda alianza de poder con los privilegiados del sistema, habitando entre (con) las víctimas, como Jesús, profeta asesinado, que murió perdonando a sus verdugos.
La Iglesia no honra a las víctimas exigiendo justicia de talión (o venganza), pues quien pide venganza y sólo quiere la justicia de la Ley no puede hablar en nombre de Jesús, víctima resucitada, que no lucho con armas ni impuso su proyecto de Reino a la fuerza, ni se vengó de sus verdugos. La Iglesia no debe apelar a la justicia legal (ni utilizar algún tipo de violencia), sino encarnar y ofrecer la gracia y perdón de Jesús, representante de las víctimas. Por eso, ella no debe impartir lecciones de justicia al Estado, pero puede y debe ofrecer como testimonio propio el testimonio de perdón de las víctimas, que han sido expulsadas y crucificadas, como Jesús.
Ella cumple su misión si, hablando en nombre de Jesús, habla en nombre de las víctimas, no para exigir justicia o venganza (pues así seguiría en un plano de Ley), sino para abrir, ofrecer y compartir un perdón más alto. De esa forma podrá ser fermento de Reino (como quieren las bienaventuranzas), en un mundo donde, más de una vez, ha buscado el poder con (como) el sistema, en vez de ser voz de los excluidos[9].
La Iglesia no puede hablar en nombre del Estado, ni imponer sus criterios sobre todos los grupos sociales, ni dar clases de justicia a los jueces civiles, pero puede y debe decir una palabra de evangelio, desde y con Jesús, a quien venera como Dios, representante de todas las víctimas (cf. Ap 18, 24).
Por eso, los cristianos como tales (¡cristianos, como Iglesia!) no pueden situarse en un nivel de política legal (justicia punitiva), sino en un plano de evangelio, uniendo su voz a la voz de las víctimas, no para exigir reparación o justicia legal, sino para abrir un camino de paz. La sociedad civil tiene sus principios y su autonomía (¡dejad al César…!), de tal manera que ella puede buscar su justicia en un plano de ley, sin apelar al perdón del evangelio (Iglesia). Pero si quiere ser fiel a Jesucristo la Iglesia debe ser signo de perdón[10].
Mutación de gracia, más allá puro consenso. En un sentido político, la paz puede estar hecha de pactos (consensos), impuestos por una mayoría cualificada, capaz de extender su modelo de vida sobre el resto de la población. En contra de eso, la paz cristiana no brota de un pacto de la mayoría, que, para mantener su consenso, puede volverse violenta y “matar al chivo” (como mató a Jesús: cf. Mc 15 par), sino de aquellos que aman generosamente, sin defender o “imponer” su amor con pactos[11]. Aún siendo socialmente bueno, cerrado en sí mismo, el consenso de una mayoría puede resultar insuficiente y dictatorial, pues sus portadores (¡demócratas!) tienden a imponerlo de un modo al fin violento sobre las minorías, apelando para ello a las leyes (con policías y cárceles)[12].
En contra de eso, la paz cristiana (no-violencia activa) no puede imponerse ni siquiera por consenso, sino que nace y se expresa como gracia, abriéndose de un modo especial a los excluidos de los pactos “democráticos”. La paz cristiana no proviene de la voluntad de la mayoría (al servicio del Todo), ni es resultado de unas votaciones, por las que se impone la voluntad de un grupo (contra otros), sino que nace de la experiencia radical de un Amor que se expande como Vida y se ofrece, de un modo especial, a los excluidos de los consensos anteriores (huérfanos, viudas, extranjeros).
Por encima de un tipo de consensos políticos (¡que en sí pueden ser muy buenos!) está la paz que se regala y comparte de un modo gratuito, a todos y, en especial, a los excluidos de los sistemas. Ciertamente, en un nivel externo, la Iglesia puede y debe organizarse, siguiendo los mejores modelos racionales, pero ella no es un sistema de organización racional, sino un espacio de convivencia gratuita, donde hombres, mujeres y niños reciben, regalan y comparten la vida con todos, porque quieren (porque se quieren), en especial con los pobres[13].
Los cristianos no deben demostrar nada en un plano de sistema, ni construir estructuras sociales más perfectas (instituciones de poder sacral particular). Su tarea consiste en asumir y expandir la mutación de Jesucristo, no realizar revoluciones sociales en plano de ley (aunque del evangelio puedan y deban derivar muchas revoluciones). Por encima de leyes y sistemas, los cristianos han de ser testigos de la mutación suprema de la gracia[14].
Lógicamente, ellos deben superar, por praxis de evangelio, el plano de las leyes y estructuras de este mundo de ley de ventanza, en perdón y solidaridad de amor, desde los más pobres (no para negar las leyes, sino para ascender hasta las fuentes de la vida). Éste es el milagro de su paz, el testimonio de su mutación social y religiosa, como indicarán las doce propuestas que siguen. El evangelio está sobre toda ley social, pero no todas las leyes sociales son lo mismos. El evangelio supera el nivel de las políticas, pero no todas las políticas son equivalentes[15].
NOTAS
[1] Esta parábola cristiana debe entenderse en clave de Iglesia, sabiendo que ella no puede imponer su perdón, pero puede mostrarlo, abriendo para y con todos los hombres un camino de aceptación y reconocimiento mutuo, en un plano económico y social, político y humano, psicológico y religioso. Una Iglesia que no es signo de perdón deja de serlo. Una sociedad de tipo impositivo y judicial, que no sabe perdonar, se destruye a sí misma, como sabe esta parábola.
[2] He desarrollado el tema en Comentario a Mateo y en Antropología 239-258. Cf. B.Weber,Vergeltung oder Vergebung? Matthäus 18,21-35 auf dem Hintergrund des "Erlassjahres": ThZ 50 (1994) 124-151; P.Fiedler, Jesus und die Sünder, BET 3, Frankfurt 1976; H. von Sass, Vergeben und Vergessen. Über eine vernachlässigte Dimension der Soteriologie:NZSTR 55 (2013) 314-343.
[3] Sobre el perdón, en perspectiva judía: H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993; V. Jankélévitch, El Perdón, Seix Barral, Barcelona 1999 y H. Jonas, El principio de la responsabilidad, Herder, Barcelona 1999. En perspectiva cristiana: H. von Campenhausen, Ecclesiastical Authority and Spiritual Power, Hendrickson, Peabody MA 1997; J. Delumeau, La confesión y el perdón, Alianza, Madrid 1992; J. Equiza (ed.), Para celebrar el sacramento de la penitencia, Verbo Divino, Estella 2000; R. Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1999; J. Lambrecht, Pero yo os digo... el Sermón programático de Jesús (Mt 5-7; Lc 6, 20-49), Sígueme, Salamanca 1994; G. Lohfink, El sermón de la montaña ¿para quién?, Herder, Barcelona 1988; X. Pikaza, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; En línea más política, cf. S. Lefranc, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004.
[4] M. Zapella (ed.), Le origini degli anni giubilari, PIEMME, Casale Mo 1998 ha recogido el tema y las formas de la amnistía política en la historia antigua del entorno bíblico.
[5] Ese perdón supera el nivel del sistema legal y de la justicia política, pero, una vez “proclamado”, puede y debe introducirse en la misma experiencia política y social. J. D. G. Dunn, Jesus, Paul and the Law: Studies in Mark and Galatians, Westminster, Louisville 1990; E. P. Sanders, Paul and Palestinian Judaism, Fortress, Philadelphia 1977; Paul, the Law, and the Jewish People, Fortress, Philadelphia 1983; Jesus y el judaísmo, Trotta, Madrid 2004.
[6] Lucas, al traducir la experiencia de Jesús en un espacio de origen pagano, se atreve a introducir respecto a Dios un lenguaje más sacral («perdona nuestros pecados»), pero conservando el lenguaje de las deudas para el perdón interhumano («como nosotros perdonamos a todos los que nos deben algo»: Lc 11, 4). Pero tanto Mateo como Lucas saben que el perdón no es un atributo de los poderosos (¡ellos no pueden perdonar, sólo imponerse!), sino de los pobres-ofendidos, que renuncian desde Dios a exigir lo que les deben y a buscar venganza. Este principio del perdón de las deudas (personales, sociales y económicas) iguala a judíos y gentiles). En esa línea, podríamos decir: todos los que perdonan son del Cristo.
[7] Éste perdón se expresa como amor y generosidad con los «enemigos»; no basta decirles que les quiero, sino que debo mostrarlo, actuando bien con ellos. Es un perdón religioso, que se manifiesta a través de la oración a favor de los enemigos, y es también un perdón económico: hay que amar con el corazón y con la mente y con los bienes económicos. Por encima del orden judicial (¡sin negarlo!), está el perdón de las ofensas, transmitido y regalado por los mismos ofendidos. Así podemos decir que ellos, los rechazados de la sociedad, son sacerdotes de la comunidad de Jesús, que la tradición cristiana ha interpretado como movimiento de perdón (cf. Lc 24, 47; Hech 5, 31).
[8] El Estado es una institución de poder y, en cuanto tal, puede presentarse como demo-cracia (cratos o poder del demos, pueblo reunido en asamblea legal). Normalmente, al menos tal como ha existido hasta el momento, debe utilizar la fuerza legal (incluso el ojo por ojo), para mantener un tipo de seguridad ciudadana. En contra de eso, la Iglesia no es un “poder” (no tiene kratos), ni actúa en nombre del pueblo poderoso, sino que es signo de la gracia (perdón) que ella asume y ofrece, en nombre de Jesús, desde los pobres y excluidos.
[9] Muchos piensan que la Iglesia Católica sigue vinculada a los más poderosos y, por eso, se plantean la pregunta decisiva: ¿Está legitimada para hablar en nombre de las víctimas, pidiendo y ofreciendo con ellas, el perdón de Jesús?¿Puede actuar como representante de las víctimas, identificándose con ellas? Me gustaría afirmar que los ministros de la Iglesia han asumido siempre la causa de las victimas, respetando a todas pero manteniendo de un modo especial el testimonio privilegiado de aquellos que perdonan, en la línea de Jesús
[10] La Iglesia no hace política directa, pero debe ser inspiradora de una política social de perdón, como voz de las víctimas que perdonan, en la línea de Jesús, ofreciendo un evangelio que supera el nivel de la pura ley. Ella debe mostrar al Estado que no todo se resuelve en plano de sistema (con administración legal y justicia impositiva), sino que hay cosas importantes que pertenecen al mundo de la vida, en línea de gratuidad y perdón, y así impulsa al Estado a superar también la pura ley, abriéndose al servicio de unos valores humanos más altos de gratuidad y perdón. Hay que dejar al César (jueces y políticos) las cosas del César, pero si los hombres (grupos sociales…) se cierran sólo en ese plano corren el riesgo de perder su humanidad y destruirse en una espiral de violencia infinita. No todos los temas de la vida se resuelven sólo con justicia legal, con más armas, policía y cárcel, pero la aportación del perdón puede ser importante incluso en la política, como ha puesto de relieve S. Lefranc, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004 (=Politiques du pardon, PUF, Paris, 2002), estudiando casos especiales de reconciliación política (en Argentina y Sudáfrica, Chile o Irlanda del Norte). S. Lefranc ha puesto de relieve la inspiración cristiana de algunas “políticas” del perdón, que han sido posibles allí donde una parte significativa de la población acepta unos valores cristianos. En esa caso, el mismo Estado laico (pero no laicista) puede recibir unos impulsos de perdón y reconciliación que le desbordan (pero que no van en contra de sus principios básicos). Así, el Estado, conservando su función de mediador racional, puede escuchar y acoger voces y experiencias de grupos que, como los cristianos, le ofrecen caminos de humanidad (en línea de perdón).
[11] La gracia de Jesús (no-violencia activa), no puede alcanzarse (ni imponerse) por consenso, pues no es algo que pueda demostrarse, sino que pertenece a la “mutación” de la buena nueva de la vida. Algo semejante podría suceder con Buda. Ni Jesús ni Buda fueron pacifistas por consenso, sino por revelación superior. El consenso racional es quizá lo mejor que el hombre puede buscar y alcanzar en un plano de pensamiento/sistema, pero, sin una experiencia superior de gracia, ese consenso puede terminar siendo violento. Para mantenerse y expandirse, la razón del consenso necesita un “plus” de gracia. Por eso recordamos otra vez el fracaso de una Ilustración que ha terminado imponiendo una ley dictatorial (comunismo) o que ha dejado y deja a la mayoría de la población bajo la dictadura de un mercado capitalista muy violento, que condena a muerte a millones de personas. También algunas formas de cristianismo han sido violentas; pero pensamos que el cristianismo en sí es gratuidad sobre el sistema de leyes que rigen en el mundo, de manera que no de debe ser nunca violento.
[12] El consenso impuesto forma parte de una ley que sólo es eficaz cuando actúa con violencia, conforme al principio del chivo expiatorio. Ciertamente, el consenso impuesto de las democracias modernas no exige la muerte física directa del chivo expiatorio, pero es inviable sin violencia.
[13] El cristianismo no empieza aduciendo razones, como las de Kant (buenas en su plano), ni busca experiencias interiores de iluminación (que pueden ser también positivas), sino que se pone y nos pone ante una Víctima concreta, un hombre que ha sido asesinado por aquellos que quieren fundar racionalmente la historia, para descubrir que el misterio de iniquidad sigue actuando y para afirmar que, por encima de esa iniquidad, actúa y se despliega la gracia de Jesús resucitado.
[14] En un nivel externo, la historia universal sigue dominada por esquemas de ley, de acción y reacción, de violencia del sistema. Pero existen en ella comunidades alternativas (como la cristiana), que expresan y celebran la vida de un modo gratuito y generoso, anunciando y anticipando la misma paz del Reino que Jesús había proclamado.
[15] En este contexto quiero recordar la propuesta de A. González: Teología de la praxis evangélica. Ensayo de una teología fundamental, Sal Terrae, Santander 1999; Reinado de Dios e Imperio. Ensayo de Teología social, Panorama 2, Sal Terrae, Santander 2003.