Celebración penitencial en San Pedro

Casi es una novedad. Por las mismas fechas, el pasado año se celebró por vez primera. Fue una iniciativa del papa Francisco. No hay duda de que la reforma litúrgica conciliar se pone de verdad en marcha. Por fin, la basílica vaticana se apunta a la reforma litúrgica del Vaticano II y organiza una celebración comunitaria de la penitencia. Esta vez respondiendo a la invitación del papa Francisco a celebrar la jornada que él ha llamado «veinticuatro horas para el Señor».

Ya habíamos visto, hace años, al santo papa Juan Pablo II entrar en un confesionario de la basílica vaticana para escuchar las confesiones de los fieles. Aquel gesto nos conmovió y nos llenó de admiración. Ahora, en cambio, vemos al papa Francisco acercarse al confesionario, también en la basílica vaticana, y arrodillarse humildemente para confesar sus pecados ante el sacerdote y recibir la absolución sacramental. En esta ocasión él mismo ha presidido la celebración comunitaria de la reconciliación, sin protocolos especiales, ajustándose a un formato celebrativo sencillo, cercano y austero; ha pronunciado las oraciones, ha escuchado la palabra de Dios y ha predicado la homilía a toda la asamblea.

La celebración ha estado impregnada de piedad y recogimiento, con importantes momentos de meditación y de silencio; ambientada adecuadamente por los cantos de la escolanía y, sorprendentemente, por el sugerente hechizo de los acordes de un arpa, acariciada por las delicadas manos de una artista femenina. Todo una sorpresa. Ciertamente, la actitud recogida y piadosa del papa marca siempre el clima de intensidad religiosa de la celebración. La asistencia de fieles ha sido numerosa; muchos laicos, jóvenes en buena parte; en cambio, los asientos destinados a los cardenales y prelados de alta alcurnia, casi vacíos. Es evidente que la liturgia comunitaria de la penitencia no ha terminado de vencer los escrúpulos de la alta jerarquía.

No puedo pasar por alto el mensaje ofrecido por el papa Francisco en su homilía, sencilla y humilde. Una homilía corta, cercana. Nos ha recordado que la cuaresma es un llamamiento a la conversión, a cambiar de vida; nos ha invitado a reconocer nuestros pecados, recordándonos con san Juan que «si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos» (1Jn 1, 8-9).

De modo especial, adentrándonos ya en la mística de la pascua, nos ha invitado a revestirnos del hombre nuevo, a vivir más profundamente la vida nueva, a abandonar los comportamientos del pecado y asumir los comportamientos de bondad y de verdad. Nos recuerda el papa Francisco que «del corazón del hombe renovado según Dios provienen los comportamientos buenos: hablar siempre con la verdad y evitar toda mentira. No robar… no ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser mansos, magnánimos y dispuestos al perdón; esto es revestirse del hombre nuevo, adoptando actitudes nuevas».

El papa nos invita finalmente a permanecer en el amor, en el amor que nos ayuda a vencer el pecado y a recomenzar nuestra vida de fe. Al final de la celebración estaremos en condiciones de transmitir a los hermanos la alegría del perdón; porque, en labios del papa, celebrar la reconciliación es celebrar «una fiesta», una fiesta gozosa y alegre. Es celebrar el encuentro reconciliador con el Padre que nos ama, nos acoge y nos abraza. Ahondar en esta dimensión festiva del perdón enriquece sobremanera el sentido profundo de la penitencia y nos abre un horizonte nuevo, de alto calado teológico y espiritual, para una pastoral renovada del sacramento del perdón.

He comenzado este escrito reconociendo que esta celebración penitencial en la basílica vaticana se nos presenta como una verdadera novedad. Me reitero en mi apreciación. Más aún, esta ha sido una novedad sorprendente, gozosa, esperanzadora. Ciertamente, el papa Francisco está abriendo caminos nuevos, caminos de esperanza, de primavera. Es muy importante que la renovación conciliar, de hace ya cincuenta años, comience, por fin, a hacerse sentir en las altas esferas de la Iglesia. Es un gran motivo de alegría. El Espíritu sopla donde y cuando quiere. Esta vez está sirviéndose de un instrumento humilde y sencillo, el papa Francisco.

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