¿Cerrojazo al acceso de las mujeres al sacerdocio?
El Padre Luis Ladaria, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, que será creado cardenal en el próximo Consistorio anunciado por el papa Francisco, acaba de publicar un breve escrito en «L’Osservatore Romano» con el título El carácter definitivo de la doctrina de la «Ordinatio sacerdotalis» (29 mayo 2018). En este artículo el P. Ladaria zanja el tema del sacerdocio femenino y, con ello, ahoga cualquier pretensión de dejar abierto el acceso de las mujeres al ministerio sacerdotal. De este modo reafirma lo decidido por el Papa San Juan Pablo II en la Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis (22 mayo 1994).
El escrito del Prefecto de la Doctrina de la fe es serio, profundo, bien trabado. Hay que leerlo. Hay que tomar buena nota de las consideraciones ofrecidas en el artículo. Hay, sin embargo, una afirmación del P. Ladaria que se me resiste y me abre la posibilidad de ofrecer una reflexión.
En el artículo se afirma contundentemente que el tema del acceso de las mujeres al sacerdocio es una cuestión definitivamente zanjada. Aparte los motivos históricos y doctrinales, se asegura taxativamente «que la Iglesia no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres». Por otra parte, se afirma «que esta doctrina debe ser acogida de manera definitiva por todos los fieles en la Iglesia». Esta doctrina, asegura finalmente, «pertenece al depósito de la fe».
Este posicionamiento doctrinal es desarrollado a continuación. Se asegura en el escrito que «la imposibilidad de ordenar a las mujeres pertenece a la sustancia [esencia] del sacramento del orden». Además: «La Iglesia no tiene la capacidad [el poder] de modificar esta sustancia [esencia]». Es decir, la Iglesia no puede modificar esta condición esencial, sustancial, que afecta a la naturaleza del sacramento del Orden. La teología clásica, desde siempre, viene afirmando que el «sujeto» que accede a la ordenación sacerdotal debe ser «varón» (CIC 1024).
Es en este punto donde caben acotaciones importantes. Yo voy a referirme a modificaciones de profundo calado emprendidas por la Iglesia, siempre en el marco del sacramento del Orden, y que afectan no precisamente al sujeto, sino a la entraña misma del sacramento, a los elementos básicos llamados «materia y forma». Me refiero a la intervención del papa Pío XII en la «Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis» (30 noviembre 1947). En este decreto el papa determina cuál es la materia y la forma del sacramento del orden: «Después de invocar la lumbre divina, con nuestra suprema potestad apostólica…, declaramos, decretamos y disponemos que la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la forma son las palabras que determinan la aplicación de esta materia» (Denzinger 2301).
Esta intervención del papa Pío XII no respondía, por supuesto, a un capricho banal del pontífice, a una ocurrencia. Había en la Iglesia un grave desajuste, un desconcierto, en el modo de interpretar las condiciones esenciales que constituyen el sacramento del orden. A ello me voy a referir ahora.
En los primeros tiempos, en la línea de los testimonios del Nuevo Testamento, siempre se tuvo claro que el núcleo neurálgico de las ordenaciones estaba constituido por la imposición de las manos. Así se desprende, por citar un solo caso, del testimonio de las llamadas «Statuta Ecclesiae Antiqua» (n. 91), documento galicano del siglo VI. Pero, bien entrada la edad media, comienzan a introducirse interpretaciones ocurrentes que ponen el acento en gestos rituales nuevos, dejando de lado la importancia tradicional de la imposición de las manos.
Voy a referirme, de forma somera por supuesto, a los casos que considero más significativos. Primero, a la unción de las manos del candidato a la ordenación sacerdotal. Se trataba de un rito de origen celta extendido en el siglo VIII por toda la Galia. A través de este gesto ritual, interpretado como un elemento central en la ordenación, se significaba la donación de la plenitud del poder sacerdotal en orden, sobre todo, a la eucaristía.
En esta misma línea se opera un desplazamiento de acentos y se prioriza la importancia de la imposición de la casulla, considerada como signo emblemático de la dignidad sacerdotal. Así aparece en rituales de la Galia en el siglo VIII.
En el llamado Pontifical romano-germánico, de mediados del siglo X, se carga el acento en la llamada porrectio instrumentorum. Se refiere a la entrega, por parte del obispo al candidato, de la patena con la hostia y del caliz con el vino. Son los símbolos más representativos del ministerio sacerdotal enfocado claramente, como puede apreciarse, a la celebración de la misa. En el momento de la entrega el obispo dice al candidato: «Recibe el poder de ofrecer a Dios el sacrificio y de celebrar la misa tanto por los vivos como por los difuntos». Progresivamente este rito va convirtiéndose en el gesto central, en el rito culminante, en el que se concentra la esencia del sacramento. Como atestigua el Pontifical editado en 1485 por Johannes Burckard, por este rito de la traditio instrumentorum se transmite al ordinando el carácter sacerdotal.
Todo culmina en el Concilio de Florencia (1438-1445). En el llamado «Decreto para los Armenios», refiriéndose a los elementos esenciales del sacramento del Orden, se dice: «La materia es aquello por cuya entrega se confiere el orden; así el presbiterado se confiere por la entrega del cáliz con vino y de la patena con pan» (Denzinger 701).
Este recorrido, rápido y somero, por los datos más significativos nos conduce claramente a la pregunta de si la Iglesia puede o no puede reinterpretar y reajustar los elementos que constituyen la esencia del sacramento. Hemos tomado nota de la intervención decisiva de Pío XII reajustando los elementos que constituyen la esencia del sacramento del orden. ¿Por qué no es posible, en el mismo sentido y de forma análoga, por parte de la Iglesia, un reajuste, una reinterpretación, de lo que afecta a la naturaleza del sujeto que accede a la ordenación sacerdotal? Esta es la pregunta clave que queda en el aire, a la que, en buena lógica, debería dar respuesta el interesante artículo del P. Ladaria.
El escrito del Prefecto de la Doctrina de la fe es serio, profundo, bien trabado. Hay que leerlo. Hay que tomar buena nota de las consideraciones ofrecidas en el artículo. Hay, sin embargo, una afirmación del P. Ladaria que se me resiste y me abre la posibilidad de ofrecer una reflexión.
En el artículo se afirma contundentemente que el tema del acceso de las mujeres al sacerdocio es una cuestión definitivamente zanjada. Aparte los motivos históricos y doctrinales, se asegura taxativamente «que la Iglesia no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres». Por otra parte, se afirma «que esta doctrina debe ser acogida de manera definitiva por todos los fieles en la Iglesia». Esta doctrina, asegura finalmente, «pertenece al depósito de la fe».
Este posicionamiento doctrinal es desarrollado a continuación. Se asegura en el escrito que «la imposibilidad de ordenar a las mujeres pertenece a la sustancia [esencia] del sacramento del orden». Además: «La Iglesia no tiene la capacidad [el poder] de modificar esta sustancia [esencia]». Es decir, la Iglesia no puede modificar esta condición esencial, sustancial, que afecta a la naturaleza del sacramento del Orden. La teología clásica, desde siempre, viene afirmando que el «sujeto» que accede a la ordenación sacerdotal debe ser «varón» (CIC 1024).
Es en este punto donde caben acotaciones importantes. Yo voy a referirme a modificaciones de profundo calado emprendidas por la Iglesia, siempre en el marco del sacramento del Orden, y que afectan no precisamente al sujeto, sino a la entraña misma del sacramento, a los elementos básicos llamados «materia y forma». Me refiero a la intervención del papa Pío XII en la «Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis» (30 noviembre 1947). En este decreto el papa determina cuál es la materia y la forma del sacramento del orden: «Después de invocar la lumbre divina, con nuestra suprema potestad apostólica…, declaramos, decretamos y disponemos que la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la forma son las palabras que determinan la aplicación de esta materia» (Denzinger 2301).
Esta intervención del papa Pío XII no respondía, por supuesto, a un capricho banal del pontífice, a una ocurrencia. Había en la Iglesia un grave desajuste, un desconcierto, en el modo de interpretar las condiciones esenciales que constituyen el sacramento del orden. A ello me voy a referir ahora.
En los primeros tiempos, en la línea de los testimonios del Nuevo Testamento, siempre se tuvo claro que el núcleo neurálgico de las ordenaciones estaba constituido por la imposición de las manos. Así se desprende, por citar un solo caso, del testimonio de las llamadas «Statuta Ecclesiae Antiqua» (n. 91), documento galicano del siglo VI. Pero, bien entrada la edad media, comienzan a introducirse interpretaciones ocurrentes que ponen el acento en gestos rituales nuevos, dejando de lado la importancia tradicional de la imposición de las manos.
Voy a referirme, de forma somera por supuesto, a los casos que considero más significativos. Primero, a la unción de las manos del candidato a la ordenación sacerdotal. Se trataba de un rito de origen celta extendido en el siglo VIII por toda la Galia. A través de este gesto ritual, interpretado como un elemento central en la ordenación, se significaba la donación de la plenitud del poder sacerdotal en orden, sobre todo, a la eucaristía.
En esta misma línea se opera un desplazamiento de acentos y se prioriza la importancia de la imposición de la casulla, considerada como signo emblemático de la dignidad sacerdotal. Así aparece en rituales de la Galia en el siglo VIII.
En el llamado Pontifical romano-germánico, de mediados del siglo X, se carga el acento en la llamada porrectio instrumentorum. Se refiere a la entrega, por parte del obispo al candidato, de la patena con la hostia y del caliz con el vino. Son los símbolos más representativos del ministerio sacerdotal enfocado claramente, como puede apreciarse, a la celebración de la misa. En el momento de la entrega el obispo dice al candidato: «Recibe el poder de ofrecer a Dios el sacrificio y de celebrar la misa tanto por los vivos como por los difuntos». Progresivamente este rito va convirtiéndose en el gesto central, en el rito culminante, en el que se concentra la esencia del sacramento. Como atestigua el Pontifical editado en 1485 por Johannes Burckard, por este rito de la traditio instrumentorum se transmite al ordinando el carácter sacerdotal.
Todo culmina en el Concilio de Florencia (1438-1445). En el llamado «Decreto para los Armenios», refiriéndose a los elementos esenciales del sacramento del Orden, se dice: «La materia es aquello por cuya entrega se confiere el orden; así el presbiterado se confiere por la entrega del cáliz con vino y de la patena con pan» (Denzinger 701).
Este recorrido, rápido y somero, por los datos más significativos nos conduce claramente a la pregunta de si la Iglesia puede o no puede reinterpretar y reajustar los elementos que constituyen la esencia del sacramento. Hemos tomado nota de la intervención decisiva de Pío XII reajustando los elementos que constituyen la esencia del sacramento del orden. ¿Por qué no es posible, en el mismo sentido y de forma análoga, por parte de la Iglesia, un reajuste, una reinterpretación, de lo que afecta a la naturaleza del sujeto que accede a la ordenación sacerdotal? Esta es la pregunta clave que queda en el aire, a la que, en buena lógica, debería dar respuesta el interesante artículo del P. Ladaria.