Esquema dialogal de la liturgia de la palabra
Hace ya bastantes años el eminente liturgista austríaco, el jesuita Josef Andreas Jungmann, publicó un librito de fácil lectura, corto en páginas pero rico en sugerencias. Con este libro quedaron establecidos los criterios que sirven de base a la estructura de las celebraciones litúrgicas. Yo me inspiro en él para hacer este comentario.
1º Dejando aparte los habituales ritos convencionales introductorios, como el canto inicial y los saludos, el primer momento que se debe destacar en estas celebraciones es la proclamación de la palabra de Dios. Porque estas liturgias son siempre un diálogo entre Dios y su pueblo, un diálogo que lo abre Dios mismo, en el que él toma la iniciativa. Por eso comenzamos con la proclamación de la palabra, leyendo la Sagrada Escritura. En ella se contiene el tesoro de la palabra que Dios dirige a su pueblo congregado. Él es quien inicia el diálogo; él es quien aborda a su pueblo; el que le cuestiona y le increpa; el que le anima y estimula; el que le ilustra e ilumina. Dios se revela, de esta manera, como Padre que comprende y perdona; como amigo que acompaña y aconseja; como maestro que adoctrina y enseña; como juez que valora nuestra conducta.
2º La comunidad escucha la palabra de Dios y se deja impregnar por ella. La palabra, derramada sobre la asamblea, es como el rocío de la mañana que penetra la tierra, la humedece y la llena de vida. La asamblea escucha y medita la palabra. Se deja abordar por ella, se deja cuestionar. Deja que Dios ponga el dedo en la llaga. Éste es el segundo momento. En él la asamblea medita la palabra, en silencio o mediante un canto. Si la comunidad permanece en silencio, éste debe ser sereno, contemplativo, sostenido con calor. No un silencio pesado, soporífero, impaciente. Si canta, el canto debe ser como una continuación de la lectura, tranquilo, lleno de paz, que nos permita repetir y rumiar una frase singular, breve y rica en contenido, a la vez que escuchamos las estrofas del salmo.
3º Este binomio de lectura y canto, que se puede repetir tantas cuantas veces se desee, debe encaminar nuestros corazones y nuestros sentimientos a la oración. Es el tercer momento: la plegaria de la asamblea que puede revestir formas distintas; aunque, por lo regular, suele ser una plegaria de carácter litánico,, en la que van formulándose las intenciones del pueblo de Dios.
4º Todo concluye con la plegaria del celebrante. Él es quien actúa en nombre del Señor y quien le representa. Por eso su oración está dotada de una indiscutible carga mediadora y de intercesión. Ahí radica la importancia de esta plegaria conclusiva o colecta por la que todas las intenciones y todas las plegarias de cada uno de los fieles son recogidas (de ahí la palabra collecta que proviene de colligere = reunir) en la plegaria del presidente, como en un haz de oración y de súplica.
Estos cuatro momentos pueden conjugarse de muchas maneras. Las lecturas pueden ser distintas y su amplitud muy diversa. No hace falta, por supuesto, que éstas se proclamen todas de una vez, una tras otra, de un tirón. En esto la experiencia litúrgica y los modos de comportamiento de las iglesias son muy diversos. A veces, como en la liturgia de las horas, asistimos a una miniliturgia de la palabra al final de la salmodia: una lectura muy corta seguida de un canto responsorial muy breve; y, para conclusión, un apunte de oración litánica y la colecta final.
Otras veces, como en la vigilia pascual, las lecturas van todas ellas seguidas del canto responsorial o de meditación, y de la oración colecta que pronuncia el celebrante. En este caso el esquema Lectura - canto - oración se repite varias veces. La dinámica dialogal del «Dios habla y la comunidad responde» queda perfectamente garantizado.
En la misa también está garantizado, por supuesto; pero en este caso el canto responsorial sigue a la primera lectura y las oraciones se formulan al final en forma litánica.
Solo el día de viernes santo la celebración de la palabra termina con una formulación solemne de las oraciones. Éstas constan de tres elementos: 1º una motivación del contenido de la súplica que va a seguir después; 2º una invitación a la plegaria, proclamada por el diácono y seguida de un momento de silencio; 3ª proclamación solemne de la plegaria formulada por el celebrante. Este esquema de oración es un caso excepcional en la liturgia romana. Por otra parte, esos textos de plegaria pertenecen al núcleo más antiguo de la liturgia romana. Si mis hipótesis son exactas, algo parecido debió ocurrir en el estrato más antiguo de la vigilia pascual hispánica o mozárabe.
Todo lo dicho nos conduce a unas consideraciones de importancia. Hay que resaltar, por una parte, la fuerza interna de este esquema. Es una dinámica de diálogo perfectamente verificable en todos los casos, incluso en medio de la gran variedad de formas que conocemos. En este diálogo maravilloso es siempre Dios el que lo inicia y el que se dirige a su pueblo. Este acoge fielmente esa palabra y responde a la iniciativa divina con su plegaria. Este esquema no hace sino reproducir cultualmente lo que sería la quintaesencia del misterio cristiano por el que Dios se revela y se abre al hombre a través de Jesús, su Palabra eterna, en espera de una respuesta de acogida y de reconocimiento por parte del hombre.
Junto a la importancia excepcional de este esquema dialogal entre Dios y la asamblea hay que señalar la sorprendente flexibilidad con que se practica este esquema y la gran variedad de combinaciones que se advierten en la experiencia concreta Podría resumir mi impresión definitiva diciendo que si sorprende por su radicalidad la dialéctica dialogal del esquema, aún sorprende más la flexibilidad con que este esquema se reproduce en la realidad de las celebraciones.