Liturgia de las Comunidades de Jerusalén: Sí, pero menos
Si soy sincero, debo confesar que el alto hieratismo que se respira y la exquisita finura espiritual que trasmiten sus gestos ha llegado a resultarme empalagosa. Yo sé que es difícil encontrar el punto. Hay que tener una gran dosis de sensibilidad para no caer ni en el hieratismo empalagoso ni en la chabacanería burda. Los gestos de los monjes y monjas de Saint Gervais resultan excesivamente exquisitos: el abrazo de paz, la forma de encender las velas, los saludos y las reverencias. Todos esos gestos, cuando se cargan de excesivo misticismo, resultan un tanto artificiales.
Tengo la impresión de que a las mujeres se les reserva un papel subalterno: encienden velas, entonan cantos, leen en el ambón alguna lectura y hasta una de ellas dirige los cantos. Sin embargo, nunca he visto a las monjitas acercar las copas con el vino al altar en el momento del ofertorio, ni preparar la mesa para el banquete eucarístico, ni manejar el incensario, ni presidir una celebración de las horas. Desearía que esta impresión mía fuera desmentida por la realidad.
Existen otros aspectos más concretos que también deseo mencionar. Me sorprende que la preparación de la mesa de altar para el banquete sucede sin solución de continuidad a la homilía del presbítero celebrante. Aún me llama más la atención la eliminación de la oración de los fieles como colofón de la liturgia de la palabra. A mi juicio, no existe razón alguna, sobre todo a raíz de la reforma litúrgica, para eliminar un elemento que pertenece a la estructura misma de la celebración.
Pero hay más; no es explicable que en una celebración tan modélica como esta se sigan utilizando hostias pequeñas para distribuir a los fieles en la comunión, en vez de fragmentos; me sorprende igualmente el escaso relieve que se presta a la fracción del pan; pasa desapercibida. Lo peor de todo: a los fieles participantes no se les distribuye la eucaristía del pan consagrado en esa misma celebración, sino de la reserva; en la comunión se les dan hostias consagradas en otra misa. ¡Incomprensible! sobre todo, tratándose de una asamblea poco numerosa y altamente cualificada. Sí debo elogiar, en cambio, para suavizar mi crítica, la utilización de diferentes copas para consagrar y distribuir el vino. Todas se depositan sobre el altar. Y los fieles no se limitan a mojar el pan en el cáliz; los fieles beben del cáliz. Por eso hay un número importante de copas y de ministros de la comunión. Seguramente los franceses de Saint Gervais no son tan escrupulosos como nosotros.
Para terminar deseo añadir dos palabras sobre el espacio celebrativo. Los monjes han optado por respetar la estructura de esa hermosa iglesia: el coro con sus escaños y la distribución de espacios en el presbiterio. Probablemente no había otra alternativa, tratándose de un monumento de esa categoría. Sin embargo, a uno le resulta extraña la altura del presbiterio y la del altar. Los presbíteros celebrantes se mueven a varios escalones de diferencia respecto a los fieles que están en la nave. Se utiliza un altar precioso, a mi juicio perfecto; pero detrás, a poca distancia, se ha mantenido el viejo altar mayor de la iglesia, en el que solo se puede celebrar de espaldas a la asamblea, y que sigue todavía adornado con media docena de preciosos candelabros gigantes.
No quisiera yo que este comentario mío resultara algo así como un jarro de agua fría. Sigo reconociendo admirado la calidad y la intensidad espiritual de las celebraciones de la comunidad monástica de Jerusalén. Por eso los extremos que acabo de comentar y criticar me resultan más extraños. Se compaginan mal con la calidad de la liturgia de Saint Gervais. En todo caso es bueno advertirlo por aquello de que, como dice el castizo, no todo el monte es orégano.