De la Misa a la Eucaristía
Los que peinamos canas aún recordamos aquellas palabras del catecismo, al enseñarnos el primer mandamiento de la Iglesia: “Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”. Efectivamente, el sacerdote “decía” misa y los fieles "oían” misa.
Porque, hasta el Concilio, los fieles asistían a la Misa de una forma pasiva: se limitaban a estar y oír. Oír, sí, pero sin entender. Porque la Misa se decía en latín. La gente no entendía prácticamente nada; ni las oraciones, ni las lecturas, ni los saludos. Tampoco entendían mucho de los ritos. El sacerdote, de espaldas a la asamblea, deambulaba de un lado al otro del altar y practicaba los ritos prescritos por la liturgia. Los asistentes ni los veían ni los entendían.
¿Qué hacían pues los fieles? En el mejor de los casos practicaban sus devociones; hacían novenas, rezaban el rosario o leían piadosamente las oraciones que ofrecían los devocionarios al uso. Eso sí, en el momento de la consagración el monaguillo tocaba la campanilla para advertir a los fieles de que había llegado el momento más importante de la misa.
La Comunión no se distribuía en la mayor parte de las Misas. Esto se hacía al final de la Misa, invitando a los fieles a pasar por la Capilla del Santisimo; allí se les ofrecía la Comunión.
Después de la reforma litúrgica conciliar hemos recuperado el nombre original de la “Eucaristía” y hablamos de “celebración”. Se han introducido las lenguas vivas para que la gente pueda entender. El sacerdote da la cara a la asamblea y celebra desde el altar mirando al pueblo. La lectura de la Palabra de Dios se ha enriquecido notablemente y los sacerdotes disponen de un momento para dirigirse a la gente y ayudarles a entender mejor el mensaje del evangelio.