Relato, narración y anámnesis
Relato, narración y anámnesis
Para arrancar voy a citar las palabras clarividentes de un teólogo judío de nuestro tiempo: «La fuente principal de la revelación no se halla en la teología legislativa, ni en la ley, ni en los himnos, ni en los proverbios sapienciales ni, desde luego, en la teología especulativa. Se encuentra en la teología narrativa, en los relatos de las acciones salvíficas de Dios, de su actuar con los hombres y, especialmente, con su pueblo elegido» (Ben Chorin, Narrative Theologie…, Tubingen 1985, 28).
En la misma línea hay que citar a teólogos cristianos como el alemán J.B. Metz que define a la comunidad cristiana que celebra la eucaristía como una «comunidad narrativa o anamnética»; y al belga Adolph Gesché que, al definir la identidad de Jesús, deja de lado la identidad «histórica» y la «dogmática» para apostar por la identidad «narrativa». Es una referencia al Cristo creído, proclamado y confesado. Lo afirma Gesché al hilo del pensamiento del filósofo francés Paul Ricoeur, según el cual «el hombre solo puede definirse como un ser que narra, y él mismo no puede ser otra cosa que un ser narrado. El hombre que no ha sido objeto de un relato es un hombre sin identidad. La narración construye el carácter duradero de cada uno» (Gesché, Jesucristo, Sígueme 2002, 85).
Este tipo de reflexiones nos resultan un tanto extrañas. A nosotros que estamos acostumbrados a teologías que deambulan al hilo de pensamientos altamente conceptualistas o de reflexiones especulativas y racionales; o a prácticas catequéticas basadas en el adoctrinamiento y en el fustigamiento moralizante. La teología narrativa es una manera de expresar el mensaje cristiano a partir de los relatos históricos y de la experiencia vital; es también un método teológico que se apoya en las narraciones que dan consistencia al núcleo fontal de la fe cristiana; es la teología como narración o a partir de los testimonios, una teología sencilla, cercana a lo cotidiano, sin ínfulas científicas.
Es en el entorno litúrgico y sacramental donde percibimos la centralidad y la fuerza del relato. Pienso en la eucaristía. El relato lo penetra todo en la celebración del banquete; porque la cena, el banquete, es todo él un memorial: «Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19; 1Cor 11, 24. 26). Es precisamente la narración de las cosas que Dios ha hecho con su pueblo, el relato de sus acciones admirables, liberadoras, lo que provoca la alabanza y la acción de gracias. La eucaristía (= «acción de gracias») se apoya, está motivada, por la narración, por el recuerdo, por la evocación profética de las maravillosas intervenciones de Dios en la historia. Es, por eso, la historia de la salvación.
Esta historia culmina en Jesús. El es la expresión máxima de la presencia y de la acción de Dios en el mundo. En la «plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4), en el vértice de la historia. El orante que proclama la plegaria de acción de gracias, la anáfora, evoca, proclama, narra todo lo que dijo e hizo Jesús (dicta et facta Iesu). Es la evocación narrativa por la que se configura y expresa la identidad de Jesús. Esta evocación involucra en su expresión la memoria de Jesús, el reconocimiento confesante de su señorío, el anuncio misionero de su pascua liberadora y la alabanza doxológica.
La narración de lo que Jesús hizo en la última cena se sitúa en el corazón mismo de la plegaria eucarística. Es el relato de la institución de la eucaristía, de la entrega otorgada por Jesús a sus discípulos del memorial de su pascua. Pero aquí se debe subrayar, a pesar de los atavismos y falsas interpretaciones, el carácter narrativo del relato. Porque, hasta el Vaticano II, estas eran las palabras de la «consagración», sin más; ahora a las palabras del relato se les llama en primer lugar «narración de la institución». Este detalle no es insignificante ni intrascendente, puesto que el relato de la cena es la culminación de todo lo que se evoca y narra sobre las acciones y palabras de Jesús. Es cierto, no obstante, que esas palabras, las pronunciadas por Jesús, son palabras de santificación y de consagración. Pero no solo esas palabras; es todo el conjunto de la plegaria eucarística, -la bendición, la anamnesis y la epíclesis-, la que posee la capacidad consecratoria y la eficacia santificadora transmitida por el Espíritu Santo. No hay que circunscribir la consagración solamente a las palabras del relato; toda la plegaria eucarística es consagración. Además debemos recuperar el carácter narrativo de las palabras del relato.
Debo insistir en un punto. Ya he dicho antes que la evocación narrativa de las acciones divinas provoca la alabanza y el memorial. Voy a insistir sobre este aspecto. Porque hay un momento, en la anáfora, en el que el memorial o anamnesis cobra un relieve especial. Ese momento sigue a las palabras del relato e intenta responder al mandato de Jesús de repetir la cena en su memoria hasta que él vuelva (1Cor 11, 26). En ese momento el memorial se centra en la evocación y recuerdo del acontecimiento pascual del Resucitado. No es una reflexión teológica sobre la Pascua. Es una narración profética, un intento de contar lo que han «visto y oído» sobre el Mesías: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que os anunciamos. Porque la Vida se hizo visible, y nosotros la vimos y somos testigos, y os anunciamos la Vida eterna, que existía junto al Padre y que se nos ha manifestado. Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros, para que viváis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1Jn 1, 1-3).
Las palabras de Juan confirman todo lo que venimos diciendo. La anamnesis relata los gestos de Jesús al «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13, 1), su Pascua; al mismo tiempo, el memorial se convierte en anuncio misionero y en confesión de fe; el orante que anuncia el acontecimiento pascual, contenido en la anamnesis, se transforma en testigo vivo de Jesús, en «martyr». A la postre, el memorial de las acciones de Dios, convertido en una narración, en una historia que contar, acelera la doxología y la alabanza.
Hay además otra vertiente más agresiva del memorial, el que convierte la anamnesis en una memoria subversiva. Siguiendo el pensamiento de J.B. Metz, inspirado en el judío Walter Benjamin, el memorial narrativo del Crucificado-Resucitado se convierte en el único lenguaje que nos permite recordar a las víctimas de la historia. «Este sería el único lenguaje ético verdadero, el que respeta el recuerdo de los caídos sin reducirlo a conceptos, a ideas. En el centro de todos estos relatos se encuentra el de otra víctima, el Crucificado, con el que se identificó Dios mismo, para que no sean olvidadas esas víctimas» (Lluis Oviedo). La comunidad eucarística se convierte, así, en una comunidad narrativa, no preocupada por el discurso especulativo o por el intercambio de ideas.
Podemos concluir persuadidos de que la anamnesis, en el corazón de la eucaristía, no es simplemente una parte insignificante del ritual; la narración del Crucificado, que nos cuenta la entrega de su vida rota, implica al mismo tiempo el recuerdo subversivo de las víctimas de los muchos holocaustos que tiñen de terror nuestra historia. Es un relato fehaciente para destruir la lacra del olvido.