Tiempo y duración
A este propósito constatamos una forma de entender el tiempo como duración. Es la experiencia más inmediata. Es el tiempo que se mide con el reloj. El tiempo de las largas esperas, de las inacabables noches de insomnio. El tiempo biológico que ve correr nuestros años, testigo permanente de nuestro desgaste físico, de nuestras arrugas, de nuestras primeras canas. Es el tiempo de los calendarios, dividido en meses, semanas y días, que va deshojándose, como en los viejos almanaques de pared, día a día, inexorablemente.
Este tiempo es anodino, insignificante, neutro. Es algo objetivo, y su ritmo está marcado por el continuo flujo cósmico de días y de noches, de estaciones y de años. Pero este tiempo, que es el mío, se transforma en un espacio o porción temporal que ocupo y que extraigo de la historia del mundo; una especie de alojamiento en el que mi vida va tomando cuerpo y desarrollándose. Yo estoy en «mi tiempo» como estoy en «mi lugar». Este espacio temporal es mío y lo vivo desde dentro. Es, en cierto modo, yo mismo.
El tiempo cronológico, sin embargo, es la plataforma en la que acaecen los grandes acontecimientos de la historia, las gestas importantes de los grandes personajes y, también, los eventos entrañables de nuestra pequeña historia personal y familiar. Este tiempo, que se identifica con el correr de la historia, constituye igualmente el espacio privilegiado para las grandes intervenciones de Dios, que irrumpe en la historia de los hombres para transformarla en historia de salvación. Por eso la duración es como la materia prima, el elemento básico en el que se instala la acción del hombre en su ansiosa búsqueda de comunicación con Dios. Estas connotaciones de tiempo y espacio, condicionantes inexorables de la acción humana en el mundo, hacen que ésta se convierta en historia y el hombre en protagonista imprescindible de la misma.