¿Es la ceniza un anacronismo?

La institución del miércoles de ceniza es seguramente un anacronismo. Fue creada esta celebración enmarcándola en un entorno ritual y sociológico que ya no existe. Estamos intentando dar vida en el siglo XXI a una ceremonia que fue creada entre los siglos V y VI para formar parte de un conjunto ritual que, evidentemente, ha pasado a la historia.

El miércoles de ceniza, en sus inicios, marcaba el inicio de la llamada Penitencia Canónica. Hay que recurrir a los estudios del Prof. Cyrille Vogel para hacernos una idea de la complejidad del ritual que se practicaba a principios de la Edad Media. Un primer paso estaba constituido por lo que podríamos llamar «la entrada en la penitencia o imposición de la penitencia». Este acto tenía lugar al principio de la cuaresma, como nos informa el llamado Sacramentario Gelasiano (siglo VII), uno de los más antiguos libros litúrgicos de la tradición romana. En este sacramentario la entrada en la penitencia canónica se sitúa el miércoles que precede al domingo primero de cuaresma. Ese día, después de haber oído en privado la confesión del penitente, el obispo, en un acto litúrgico solemne, impone las manos sobre la cabeza de los penitentes, les cubre de ceniza, les hace vestir de cilicio —una especie de vestimenta hecha con pelo de cabra— y les invita a emprender un camino de penitencia y de conversión. Al final de la celebración los penitentes son expulsados de la Iglesia y entran a formar parte del grupo de los penitentes. El rito de reconciliación tiene lugar el día de jueves santo.

Durante la cuaresma los penitentes se entregan a toda clase de mortificaciones y prácticas piadosas: visten de oscuro, con ropas miserables y burdas; se someten a un ayuno riguroso, privándose en absoluto de comer carnes; hacen abundantes limosnas y se ejercitan en toda clase de obras de misericordia. En concreto, ellos son los encargados, durante todo ese tiempo, de llevar los muertos a la iglesia y darles sepultura. En la Galia se les obliga a raparse la cabeza. En la tradición visigótica, en cambio, se les obliga a dejarse crecer el cabello y la barba. En las asambleas litúrgicas son colocados en un lugar especial, al fondo de la iglesia. Sólo asisten a la liturgia de la palabra. Antes del ofertorio, en el marco de la oración de los fieles, se hace una oración por ellos y se les despide. Por otra parte, durante el tiempo de cuaresma los sacerdotes imponen las manos a los penitentes y, en señal de duelo, en los días de fiesta asisten de rodillas a las oraciones de la iglesia.

Todos estos gestos externos, marcados a veces de una extraordinaria rudeza y rigurosidad, deben ser la expresión visible de la penitencia interior. Deben hacer patente a los ojos de la comunidad cristiana el estado de ánimo del penitente, su actitud de arrepentimiento y de conversión y, sobre todo, su voluntad decidida de emprender un camino de renovación interior. No se excluye, sin embargo, entender estos actos de penitencia como gestos de expiación y de satisfacción por los pecados. En todo caso, todo este conjunto de prácticas penitenciales no son sino la expresión de la actitud interior del hombre que se siente pecador ante Dios y espera ansiosamente el perdón de la misericordia divina.

A la luz de estos apuntes históricos cabe ahora una reflexión crítica. Volvamos al principio. La institución del miércoles de ceniza, caracterizada especialmente por la rudeza de la imposición de la ceniza, solo se entiende en el marco del conjunto ceremonial con que daba comienzo la penitencia canónica en la edad media. La dureza de las prácticas cuaresmales y el rigor de algunas costumbres solo tuvieron sentido en el ambiente rudo y violento de las sociedades primitivas.

Caemos en la trampa del anacronismo cuando pretendemos dar vida y sentido en la actualidad a prácticas rituales que fueron concebidas en el pasado para formar parte de un contextos sociológicos dierentes, arcaicos, que ya no pertenecen a nuestro tiempo. Se crea entonces un insoportable desajuste entre el perfil de determinados ritos y la sensibilidad de nuestras gentes. Es cierto que la Iglesia ha ido remodelando costumbres y suprimiendo prácticas inapropiadas; pero aún quedan vestigios arcaicos que, para darles sentido, requieren una sensibilidad especial de los pastores y una fina habilidad capaz de insuflarles un hálito de vida.
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