Las comidas de Jesús y la eucaristía
La teología clásica apenas prestó atención a la posible relación entre las comidas de Jesús, compartidas antes y después de la última cena, con la celebración cristiana de la eucaristía. Los teólogos modernos sí lo han hecho (L. Maldonado, X. Basurko, R. Aguirre, entre los españoles; O. Cullmann, X. Léon-Dufour, H. Schürmann, R. Schnackenburg y otros). Un acercamiento al tema y un análisis de las comidas que precedieron y siguieron a la Pascua de Jesús, se me antoja de un interés insospechado. Sin duda, este estudio, extremadamente breve y sucinto, puede ayudarnos a una comprensión más enriquecida de la eucaristía cristiana. Tomamos como referencia las narraciones que aparecen en los sinópticos y en Juan. Esa es nuestra fuente de información.
Por la importancia que tienen, voy a comenzar fijándome en la multiplicación de los panes. Mateo y Marcos relatan dos multiplicaciones (Mt 14, 13-21; 15, 32-39, Mc 6, 30-44; 8, 1-10). La primera narración es la más arcaica y está dirigida a comunidades judeocristianas, de origen palestinense; la segunda, en cambio, que tiene lugar al otro lado del lago, en la zona pagana, iría dirigida a comunidades cristianas de origen pagano o helénico. Lucas y Juan solo nos hablan de una sola multiplicación de los panes (Lc 9, 10-17; Jn 6, 1-15).
Habría que resaltar en todos los casos la referencia a la abundancia de la comida, capaz de saciar el hambre de la gente, hasta la hartura: «comieron todos y se saciaron» (Mc 6, 42); y «sobraron doce canastos» (Mt 14, 20), en alusión a las doce tribus de Israel, en el marco de la tradición palestiense; o, en la segunda multiplicación, «recogiron siete espuertas llenas», evocando a los siete diáconos, con resonancias helenísticas.
Los relatos de la multiplicación nos permiten vislumbrar la eucaristía cristiana como la fiesta de la abundancia y de la hartura, en la que compartimos los dones divinos del pan y del vino santificados; a ello se junta la preocupación caritativa por los pobres y hambrientos. Aunque los enganches más llamativos con el relato de la última cena los encontramos en la descripción de los gestos de Jesús en la multiplicación «Tomando los cinco panes y los dos peces, alzando la vista al cielo, pronunció la bendición, los partió y los dió a los discípulos» (Mc 6, 41; Mt 14, 19). A todas luces, esta descripción recuerda los mismos gestos de Jesús en la última cena, evocados y reproducidos, después, por las comunidades cristianas en la eucaristía.
Si relacionamos este relato con la descripción del encuentro del Señor con los de Emaús, descubrimos las mismas coincidencias. Podríamos establecer un puente entre la multiplicación de los panes, la última cena, la comida de Emaús y la eucaristía cristiana. Así describe Lucas los hechos: «Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado. Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su vista» (Lc 24, 13. 28-35). La comunidad de mesa y el gesto de la fracción hace que los discípulos sientan presente al Señor y le reconozcan. Los primeros cristianos también percibieron que el Señor había resucitado y estaba vivo al compartir juntos la fracción del pan.
La referencia eucarística se percibe de manera más directa en el largo discurso de Jesús que Juan recoge justo después de la multiplicación de los panes (Jn 6, 22-66). Es entonces cuando Jesús proclama que él es el pan de vida, el pan bajado del cielo que da la vida al mundo. La carne y la sangre de Jesús se convierten en alimento y bebida de salvación. En un momento Jesús afirma: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Aparece aquí una proclamación programática, institucional, de la eucaristía; porque Juan, que no recoge en la cena de despedida la institución de la eucaristía, como hacen Pablo y los sinópticos, nos ofrece este discurso como una verdadera institución de le eucaristía cristiana. Y se convierte así en una interpretación eucarística de la multiplicación de los panes.
Nos fijamos ahora en otros relatos. Comenzamos con el banquete organizado en su casa por Leví (Mateo), el recaudador de impuestos, al que es invitado Jesús (Mt 9, 10-11; Lc 5, 29-35). En esa comida comparten mesa con Jesús publicanos y pecadores, amigos de Leví. Así lo narra el evangelista Lucas: «Leví le ofreció en su casa un gran banquete. Había un gran número de publicanos, y de otros que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y los escribas murmuraban diciendo a los discípulos: ¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?». Otro tanto ocurrió en el caso de Zaqueo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa. Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador» (Lc 19, 5-10). También en este caso Jesús es objeto de las críticas de los fariseos y otros jerarcas religiosos porque compartía mesa con los pecadores. Estas son sus palabras: «Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19).
La intención de Lucas, en este caso, es decirnos que la comunidad de mesa con Jesús significa acogida de los marginados sociales, de los pecadores, de los impuros, invitándoles a la conversión y al seguimiento de Jesús. Al mismo tiempo, nos advierte que la mesa compartida con Jesús es signo de hospitalidad, de perdón, fuente de conversión y gesto de misericordia. En el caso de Zaqueo el gesto de conversión es patente: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres» (Lc 19, 8).
Todo esto nos lleva al convencimiento de que la mesa que nosotros compartimos con el Señor en la eucaristía, además de ser signo de hospitalidad y de acogida, debe ser también signo de conversión y de perdón. En ella son congregados los marginados de la sociedad, los impuros, los que viven fuera de las normas convencionales, los que son mal vistos por la gente de bien. Ellos son los convidados por Jesús, los comensales en la mesa del Reino. Jesús los invita para pedirles que se conviertan y ofrecerles el perdón, el abrazo de reconciliación.
Ese es el sentido que tiene el banquete organizado por el padre del hijo pródigo para celebrar la vuelta del hijo extraviado (Lc 15, 22-24). Del mismo modo hay que interpretar la parábola de los invitados al banquete de bodas: «Entonces, airado el dueño de la casa, dijo a su siervo: Sal enseguida a las plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos. Dijo el siervo: Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio. Dijo el señor al siervo: Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa» (Lc 14, 21-23).
La eucaristía que se proyecta desde estas comidas de Jesús se nos revela como un gran banquete al que son invitados los más pobres, los discriminados y arrojados de la sociedad. Es la reunión de los dispersos y alejados. Ellos son los comensales, invitados a la mesa del Señor. De forma tajante encontramos esta visión en estas palabras: «Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13, 29). La eucaristía se convierte así en un anticipo del gran banquete mesiánico, en el que serán reunidos todos los dispersos, desde todos los confines del orbe, para convertirse en la gran reunión de comensales en torno a la mesa del Mesías. Ellos serán los salvados y elegidos. Esta será la fiesta de la gran reconciliación, sin luchas ni enfrentamientos, sin discriminaciones.
En esta línea, hay que reconocer la dimensión escatológica de la eucaristía, tal como la vislumbra Isaías al describir los tiempos mesiánicos: «El Señor de los ejércitos prepara para todos los pueblos en este monte un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos... Destruirá la muerte para siempre; el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará sobre toda la tierra el oprobio de su pueblo, porque lo ha dicho él, el Señor» (Is 25, 6. 8).
Nos queda un acercamiento a las comidas que los discípulos compartieron con el Resucitado. Los datos conocidos nos aseguran una relación estrecha entre las apariciones del Resucitado y las comidas comunitarias: «Estando a la mesa los once discípulos, se les apareció [Jesús] y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (Mc 16, 14). Encontramos otro testimonio cuando, estando reunidos los discípulos, sumidos entre la alegría y el asombro, se les apareció Jesús y, después de saludarles, les preguntó: «¿Tenéis aquí algo de comer? Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos» (Lc 24, 43).
Hay que recordar también el relato que hace Juan de una primera aparición el mismo día de Pascua: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”» (Jn 20, 19). Y continúa Juan: «Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos» (Jn 20, 26). La insistencia de Juan en señalar que Jesús se apareció a los suyos «el primer día de la semana» apunta claramente a la celebración de la eucaristía que las comunidades primitivas comenzaron a celebrar el primer día de la semana, haciendo de ese día «el día del Señor», nuestro domingo. Esta mención nos invita a pensar que la comunidad cristiana continúa en la eucaristía la misma experiencia de las apariciones; también en la eucaristía los cristianos reconocen, en la fracción del pan, que el Señor está vivo, que ha resucitado, que se ha convertido en Señor de la historia.
Haciendo acopio de lo dicho en este comentario, considero oportuno señalar algunos aspectos fundamentales de la eucaristía sugeridos por las comidas de Jesús. Las enumero solamente: 1) la abundancia de los dones compartidos en la mesa eucarística, hasta llegar a la hartura y la saciedad, como anticipación escatológica del banquete mesiánico; 2) la acogida y la hospitalidad, abierta a todas las personas; 3) la comensalidad abierta, sobre todo a los pobres y alejados, incluso a los pecadores; ellos están llamados a compartir mesa con Jesús y sus amigos; 4) convertir la eucaristía en el banquete de la reconciliación y del abrazo, en el que se reúnen y comparten mesa los dispersos, los diferentes; es un banquete festivo porque se han encontrado los que estaban lejos; 5) en la eucaristía, como en las apariciones, compartimos comida con el Resucitado; confesamos que el Señor ha resucitado, sentimos que está vivo y le reconocemos al partir el pan.