Cuando la liturgia de la palabra deja de ser una celebración
Más todavía. No hay celebración cuando la asamblea no canta. O cuando se limita a escuchar lo que canta un coro especializado. No hay celebración cuando los fieles reunidos se instalan en sus asientos, en una postura completamente amorfa, y permanecen inmóviles, clavados, mientras dura la ceremonia. No hay celebración cuando el grupo reunido convierte la reunión o en una sesión de oración silenciosa y recogida, como si de un tertulia espiritual se tratara, en la que se escuchan los textos sagrados como quien asiste a una lectura devota, en la que se intercambian consideraciones piadosas y edificantes, muy estimulantes seguramente para la vida espiritual, pero totalmente ajenas a lo que debiera ser el clima festivo y exuberante de una celebración.
Más deplorables me parecen todavía esas mal llamadas celebraciones de la palabra que acaban convirtiéndose en una especie de coloquio piadoso, en las que se comenta, se cambian impresiones, se cuentan historias personales y hasta se discute. Este tipo de encuentros, que suelen coincidir con la primera parte de la misa, se prolongan casi siempre de forma extraordinaria y, a mi juicio, desproporcionada ya que, al final, el resto de la celebración se ventila rápidamente y acaba convirtiéndose en una especie de apéndice. Esto no es tampoco una celebración.
Por otra parte, no hay celebración cuando el grupo de fieles renuncia, por sistema, a todo lo que sea expresión gestual; o cuando la acción se desenvuelve en un clima chato, en el que cuanto se dice o hace es llano y ordinario, carente de calidad o de ese elemental hieratismo sagrado que debe rodear toda acción litúrgica como si fuera un halo de misterio. Me atrevería a decir que no hay celebración cuando lo que hacemos y decimos, al reunirnos en asamblea, no escapa a la rutina de lo cotidiano y de lo vulgar; cuando no nos libramos de lo que nos ata al quehacer de cada día; cuando no revestimos lo que hacemos y decimos de una cierta nobleza y singularidad, de una especial emoción espiritual o de una calidad excepcional, de esa que escapa a la llaneza de todos los días.
Lo que celebramos es la Palabra de Dios, no una palabra cualquiera. Celebramos que Dios nos aborda, que se dirige a nosotros y nos habla. Hay, sin embargo celebraciones en las que lo que se proclama no es la palabra de Dios. Todos, quien más quien menos, hemos tenido oportunidad de comprobar este hecho. Hay asambleas, pequeñas comunidades, sobre todo, en las que la lectura de la Sagrada Escritura es sustituida por otro tipo de lectura: una noticia de prensa, una poesía, el fragmento de un escritor de prestigio, un escrito testimonial, etc. Lo cual no deja de ser un atraco al derecho que tiene toda comunidad cristiana de que se le proclame la palabra de Dios. Otras veces lo que se proclama tampoco es el texto sagrado, tal como lo hemos recibido, sino una especie de apaño o refrito del texto bíblico. En este caso lo que se nos ofrece es un camuflaje de la palabra de Dios, un remedo. Pero tampoco es la palabra de Dios.
Finalmente, en determinadas ocasiones, quienes leen los textos de la Sagrada Escritura manifiestan una cierta repugnancia a proclamarlos como palabra de Dios y se inventan mil subterfugios, como «aquí hay palabra de Dios» o «esto es palabra de Isaías», a fin de escamotear el carácter inspirado de la lectura. Constatamos además con cierta frecuencia una clara tendencia a recortar la amplitud de las lecturas previstas en los leccionarios y el número de las mismas; o, en el mismo sentido, se advierte igualmente una costumbre muy arraigada de seleccionar determinados textos bíblicos a gusto del consumidor o para satisfacer las aficiones de la clientela.
Todo esto ni favorece ni garantiza en absoluto que las nuestras sean verdaderamente celebraciones, en el más auténtico sentido de la expresión, y menos aún de la Palabra de Dios.