Dios... Ese "desconocido" 9-V_2018
“Si nous pouvons espérer trouver Dieu vuelque part,, c’est évidemment dans les dernières profondeurs de notre être, là ou il y a de l’infini” - “Si en algna parte podemos hallar a Dios, eso será en las más íntimas profundidades de nuestro corazón, donde tenemos algo de imnfinito” (cfr. JN. REYNAUD, Terre et ciel).
He de reconocer que siempre me ha intrigado la sugestiva escena de los Hechos de los Apóstoles, en que se describe la visita de San Pablo al Areópago, en la antigua Atenas. Era, como se sabe, la sede de la justicia, un altozano rocoso, cerca de la Acrópolis y del Agora, en uno de los escenarios más representativos de Historia y Vida, como así mismo de la cultura y de la religión en la Grecia clásica. Era uno de los espejos más limpiios para ver reflejada la cultura –en todos los órdenes y perspectivas- de aquel pueblo que, como ningún otro de la Antigüedad, acertó a dar pasos de gigante –cuando los gigantes sólo eran mitos- en la historia de la civilización y del progreso espiritual.
Situémonos un momento en aquel escenarioo –mirador inigualable de panoramas fascinantes. En el Areópago, en Atenas, en una de las sedes del Poder, el judicial, que daba leyes a la vez que las hacía cumplir… Donde san Pablo –paseando como si de un turista se tratara por aquel recinto sagrado, en que las leyes y los dioses, la ciencia y la sabiduría tenían una de sus residencias mayúsculas- se da de bruces con un altar dedicado “Al Dios deconocido”.
Hoy –en las lecturas de la misa del día- toca repasar esa escena que relayan los Hechos. Un hombre –Pablo de Tarso-, inquieto y comprometido, perspicaz y sobre todo sincero consigo mismo y con todos se topa en pleno Areópago con un altar dedicado a un “dios” enigmático y confuso, que nada tenía que ver con los “dioses” oficiales griegos, y que, por eso mismo, dejaba en el aire un nutrido halo de incertidumbres, dudas, sospechas, de inquietudes también, y, sobre todo, de incógnitas pendientes. “Al dios desconocido”, rezaba la dedicatoria de aquel altar.
Pablo observó; lo contrastó con los otros altares; se sintió atraído por por el sentido profundo –o tal vez el sin-sentido- de aquella sorprendente inscripción, y no pudo por menos de improvisar un discurso, el de un converso -nada menos- al Dios vivo del Evangelio de Jesús, a los eruditos e ilustrados varones –pensemos que también mujeres, aunque no consta que las hubiera alí en ese momento-, sobre aquella realidad misteriosa e intriogante, con presencia olficial, nada menos, en aquella campa del saber y de la cultura humanos.
“Atenienses”, comenzó diciendo. “Veo que sois casi nimios en lo que toca a religión. Porque pñaseandpo por ashí y fijándome en vuieestros monumentos sagrados, me encontré un altar con esta inscripciómn: “Al Dios deconocido”. Oues eo que veneráis sin conocerlo, hoy os lo anuncio yo. El Dios que hizo el mundo y lo que contiene. Él es señor de cielo y tierra y no habita en templos construidos por hombres, ni lo sirven manos humanss, como si necesitara de alguien Él, que a todos da la vida y el aliento y todo. De un solo hombre sacó al género humano para que habitara la tierra entera, determinando las épocas de su historia y las fronteras de sus trerritorios. Wuerías que le buscasen a ÉL; para ver si, al menos a tientas, lo encontraban, aunque no está lejos de nuingunio de nosotros, puesto que en el vivimos, nos movemos y existimos; así lo han visto incluso algunos de vuestros poetas: “Somoas estirpe suya”. Pore tanto, si somos estirpe de Dios, no podemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Dios pasa por alto aquellos tiempos de iognorancia, pero ahora manda a todos los hombres, en todas partes, que se conviertan. Porque tiene señalado un día en el que jusgará al universo entero con justicia, por medio del hombre designado ,por Él, y ha dado a todos la pruie ba de esto resucitando de entre losd muertos”.
Al llegar a este punto del paso de la muerte a la vida por obra del “Dios vivo”, del Hombre-Dios resucitado, unos lo tomaron a broma, otros lo dejaron para otro momento y algunos creyeron, entre ellos uno de los “arcontes” o jueces del Areópago, aquel Dionisio llamado “el areopagita”, experto en leyes y en aplicación de las leyes.
He de confesarlo, como al comienzo anotaba. Siempre, ante esta escena sin par del paseo evangelizador de san Pablo por esos escenarios del saber y del vivir griegos, me veo fuertemente intrigado, y animado a ver algo detrás de –sobre todo- ese altar dedicado a un “dios” que no es ni Zeus, ni Venus, ni Aries, ni Plutón, sino “el dios desconocido” –en singular y con arftículo determinado. Y esa intriga me lleva indefectiblemente a las conjeturas y las suposiciones.
Unas veces, al imaginar ese altar y esa inscripción, me parece ver a Sócrates y su adveración del “Sólo sé que no sé nada”. Y, si de Dios se trata, lo del “no saber nada” potenciado al cien o al mil.
Otras veces, en cambio, me parece la mejor señal de la ciencia, que nunca se aquieta ni se galantea demasiado con sus conquistas porque sabe, si es ciencia y no pantomima, que sus logros son -todos y siempre- provisionales, y nunca están o logran estar al cabo de todas las calles, porque siempre les queda alguna por pisar…
Incluso, no dejo de pensar, al memorar la susodicha inscripción, en el planteamiento de un reto a los miopes, muchos o pocos, que creen haber encontrado a Dios en el “poder” de cualquier Zeus, en la “belleza” de una Venus cualquiera o la “verdad” en las intrigas de una Minerva o un Aries de la guerra.
Aquellas deidades –me digo yo- que encarnaban solamente pasiones humanas, desde las más altas y nobles a las más bajas o repugnantes… Aquellos dioses de mentira no podìan satisfacer del todo a unos hombres –los griegos de entonces-, artistas finos y maestros consumados en el arte de buscar la verdad y del bien; aunque fuera con un candil y a pleno día como Diógenes, el famoso “cínico” aquel, cuando buscaba, no a Dios precisamente, sino tan sólo a un “hombnre”, a la plena luz del dìa…
“Al Dios desconocido”…
Pablo de Tarso en Atenas, en el Areòpago. En una de las cumbres de la “inteligencia” de entonces, en una cuna u ouna o placenta de las leyes, de las ciencias y las artes, del saber…
Pablo de Tarso en Atenas… Apóstol como era de la verdad de su alma, después de haber pasado por enemigo acérrimo del Dios de la vida… Lo que llevaba dentro, sin doblez ni farsa, lo cuenta con libertad y buen tino a los prohombres del saber griego. “Ese Dios que veneráis sin conocerlo os lo vengo a manifestar yo….”
¿Y quién era ese Dios al que veneraban sin conocerlo pero que presentían ya, a pesar de sus “dioses”…? No era ni Zeus, ni Minerva o Venus, ni Mercurio ni Plutón… ¿Ese Dios que no encarna pasiones del Poder, de la Guerra, de la Belleza; ni el Avernp, ni el coturno de unos pies ligeros para correr o unas alas de fuego para volar….?
¿Quién era ese “Dios desconocido”, al que aquellos atenienses ilustres e ilustrados, amantes de la Verdad y del Bien, ya intuían más allá de las estatuas rutilantes de sus “dioses” “super-hombre” –que no eran más que sueños de tales-; pero nunca el Dios único de la Verdad, de la Justicia, de la Libertad, pero sobre todo y, más que de nada, del Amor?
Pues ese Dios que vino –como Dios que era y hombre que quiso ser- es el que “evangelizó” Jesús; el que, al ser él mismo Dios, reveló a los hombres todo y sólo aquello que, de Dios, les era necesario conocer para no seguir venerando al “Dios deconocido”, que intuían pero no acertaban a conocer.
La enorme ventaja que los cristianos tenemos sobre los iconos del saber griego es que aquel “Dios deconocido” de Atenas se nos ha revelado, y lo vemos, vestido de carne y hueso en los Evangelios.
Esta frase mítica “Al Dios desconocido”, en la historia de religiones, es, en sí misma, muestra clara de dos certezas cuando menos: la primera, que -por muchos “dioses” o “iconos” que ocupen tronos en el alma o vida de los hombres, hay algo que sigue pendiente y a la espera: el Dios verdadero…Y la otra: que –al faltar a los hombres vocabulario y lenguaje adecuados para encararnos con “lo divino” -como anotara Harold Bloom- es necesario fiarse del “mensajero” que lo patentice y ayude a subir hasta Él.
Y como pasan las horas y el día se va llenando de otros quehaceres, antes de cerrar estas reflexiones, me voy a dar un paseo esta mañana riente de primavera, no sin antes dar un nuevo y leve repaso a ese genial ensayo de Ortega, que titula “Dios a la vista” y que, sin ser el “dios cristiano” que los católicos profesamos, se asemeja mucho a ese “Dios desconocido”, que san Pablo ayudó a descubrir, hace nada menos que veinte siglos, cuando daba un paseo evangelizador por el Areòpago de Atenas. El ensayo de Ortega enseña a comprender y admirar a todos los hombres egregios que, aún sin creer en el “dios crisrtiano”, saben y confiesan que Dios existe; y que la gente honrada lucha por encontrarlo.
Como dice otro poeta latino, esta vez Ovidio, tampoco cristiano, a propósito de Dios, “Expedit esse deos et, ut expedit, esse putamus” –“Conviene que existan los dioses; y -puesto que conviene-, creemos que existen” (cfr. Ars amandi, I).
SANTIAGO PANIZO ORALLO
He de reconocer que siempre me ha intrigado la sugestiva escena de los Hechos de los Apóstoles, en que se describe la visita de San Pablo al Areópago, en la antigua Atenas. Era, como se sabe, la sede de la justicia, un altozano rocoso, cerca de la Acrópolis y del Agora, en uno de los escenarios más representativos de Historia y Vida, como así mismo de la cultura y de la religión en la Grecia clásica. Era uno de los espejos más limpiios para ver reflejada la cultura –en todos los órdenes y perspectivas- de aquel pueblo que, como ningún otro de la Antigüedad, acertó a dar pasos de gigante –cuando los gigantes sólo eran mitos- en la historia de la civilización y del progreso espiritual.
Situémonos un momento en aquel escenarioo –mirador inigualable de panoramas fascinantes. En el Areópago, en Atenas, en una de las sedes del Poder, el judicial, que daba leyes a la vez que las hacía cumplir… Donde san Pablo –paseando como si de un turista se tratara por aquel recinto sagrado, en que las leyes y los dioses, la ciencia y la sabiduría tenían una de sus residencias mayúsculas- se da de bruces con un altar dedicado “Al Dios deconocido”.
Hoy –en las lecturas de la misa del día- toca repasar esa escena que relayan los Hechos. Un hombre –Pablo de Tarso-, inquieto y comprometido, perspicaz y sobre todo sincero consigo mismo y con todos se topa en pleno Areópago con un altar dedicado a un “dios” enigmático y confuso, que nada tenía que ver con los “dioses” oficiales griegos, y que, por eso mismo, dejaba en el aire un nutrido halo de incertidumbres, dudas, sospechas, de inquietudes también, y, sobre todo, de incógnitas pendientes. “Al dios desconocido”, rezaba la dedicatoria de aquel altar.
Pablo observó; lo contrastó con los otros altares; se sintió atraído por por el sentido profundo –o tal vez el sin-sentido- de aquella sorprendente inscripción, y no pudo por menos de improvisar un discurso, el de un converso -nada menos- al Dios vivo del Evangelio de Jesús, a los eruditos e ilustrados varones –pensemos que también mujeres, aunque no consta que las hubiera alí en ese momento-, sobre aquella realidad misteriosa e intriogante, con presencia olficial, nada menos, en aquella campa del saber y de la cultura humanos.
“Atenienses”, comenzó diciendo. “Veo que sois casi nimios en lo que toca a religión. Porque pñaseandpo por ashí y fijándome en vuieestros monumentos sagrados, me encontré un altar con esta inscripciómn: “Al Dios deconocido”. Oues eo que veneráis sin conocerlo, hoy os lo anuncio yo. El Dios que hizo el mundo y lo que contiene. Él es señor de cielo y tierra y no habita en templos construidos por hombres, ni lo sirven manos humanss, como si necesitara de alguien Él, que a todos da la vida y el aliento y todo. De un solo hombre sacó al género humano para que habitara la tierra entera, determinando las épocas de su historia y las fronteras de sus trerritorios. Wuerías que le buscasen a ÉL; para ver si, al menos a tientas, lo encontraban, aunque no está lejos de nuingunio de nosotros, puesto que en el vivimos, nos movemos y existimos; así lo han visto incluso algunos de vuestros poetas: “Somoas estirpe suya”. Pore tanto, si somos estirpe de Dios, no podemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Dios pasa por alto aquellos tiempos de iognorancia, pero ahora manda a todos los hombres, en todas partes, que se conviertan. Porque tiene señalado un día en el que jusgará al universo entero con justicia, por medio del hombre designado ,por Él, y ha dado a todos la pruie ba de esto resucitando de entre losd muertos”.
Al llegar a este punto del paso de la muerte a la vida por obra del “Dios vivo”, del Hombre-Dios resucitado, unos lo tomaron a broma, otros lo dejaron para otro momento y algunos creyeron, entre ellos uno de los “arcontes” o jueces del Areópago, aquel Dionisio llamado “el areopagita”, experto en leyes y en aplicación de las leyes.
He de confesarlo, como al comienzo anotaba. Siempre, ante esta escena sin par del paseo evangelizador de san Pablo por esos escenarios del saber y del vivir griegos, me veo fuertemente intrigado, y animado a ver algo detrás de –sobre todo- ese altar dedicado a un “dios” que no es ni Zeus, ni Venus, ni Aries, ni Plutón, sino “el dios desconocido” –en singular y con arftículo determinado. Y esa intriga me lleva indefectiblemente a las conjeturas y las suposiciones.
Unas veces, al imaginar ese altar y esa inscripción, me parece ver a Sócrates y su adveración del “Sólo sé que no sé nada”. Y, si de Dios se trata, lo del “no saber nada” potenciado al cien o al mil.
Otras veces, en cambio, me parece la mejor señal de la ciencia, que nunca se aquieta ni se galantea demasiado con sus conquistas porque sabe, si es ciencia y no pantomima, que sus logros son -todos y siempre- provisionales, y nunca están o logran estar al cabo de todas las calles, porque siempre les queda alguna por pisar…
Incluso, no dejo de pensar, al memorar la susodicha inscripción, en el planteamiento de un reto a los miopes, muchos o pocos, que creen haber encontrado a Dios en el “poder” de cualquier Zeus, en la “belleza” de una Venus cualquiera o la “verdad” en las intrigas de una Minerva o un Aries de la guerra.
Aquellas deidades –me digo yo- que encarnaban solamente pasiones humanas, desde las más altas y nobles a las más bajas o repugnantes… Aquellos dioses de mentira no podìan satisfacer del todo a unos hombres –los griegos de entonces-, artistas finos y maestros consumados en el arte de buscar la verdad y del bien; aunque fuera con un candil y a pleno día como Diógenes, el famoso “cínico” aquel, cuando buscaba, no a Dios precisamente, sino tan sólo a un “hombnre”, a la plena luz del dìa…
“Al Dios desconocido”…
Pablo de Tarso en Atenas, en el Areòpago. En una de las cumbres de la “inteligencia” de entonces, en una cuna u ouna o placenta de las leyes, de las ciencias y las artes, del saber…
Pablo de Tarso en Atenas… Apóstol como era de la verdad de su alma, después de haber pasado por enemigo acérrimo del Dios de la vida… Lo que llevaba dentro, sin doblez ni farsa, lo cuenta con libertad y buen tino a los prohombres del saber griego. “Ese Dios que veneráis sin conocerlo os lo vengo a manifestar yo….”
¿Y quién era ese Dios al que veneraban sin conocerlo pero que presentían ya, a pesar de sus “dioses”…? No era ni Zeus, ni Minerva o Venus, ni Mercurio ni Plutón… ¿Ese Dios que no encarna pasiones del Poder, de la Guerra, de la Belleza; ni el Avernp, ni el coturno de unos pies ligeros para correr o unas alas de fuego para volar….?
¿Quién era ese “Dios desconocido”, al que aquellos atenienses ilustres e ilustrados, amantes de la Verdad y del Bien, ya intuían más allá de las estatuas rutilantes de sus “dioses” “super-hombre” –que no eran más que sueños de tales-; pero nunca el Dios único de la Verdad, de la Justicia, de la Libertad, pero sobre todo y, más que de nada, del Amor?
Pues ese Dios que vino –como Dios que era y hombre que quiso ser- es el que “evangelizó” Jesús; el que, al ser él mismo Dios, reveló a los hombres todo y sólo aquello que, de Dios, les era necesario conocer para no seguir venerando al “Dios deconocido”, que intuían pero no acertaban a conocer.
La enorme ventaja que los cristianos tenemos sobre los iconos del saber griego es que aquel “Dios deconocido” de Atenas se nos ha revelado, y lo vemos, vestido de carne y hueso en los Evangelios.
Esta frase mítica “Al Dios desconocido”, en la historia de religiones, es, en sí misma, muestra clara de dos certezas cuando menos: la primera, que -por muchos “dioses” o “iconos” que ocupen tronos en el alma o vida de los hombres, hay algo que sigue pendiente y a la espera: el Dios verdadero…Y la otra: que –al faltar a los hombres vocabulario y lenguaje adecuados para encararnos con “lo divino” -como anotara Harold Bloom- es necesario fiarse del “mensajero” que lo patentice y ayude a subir hasta Él.
Y como pasan las horas y el día se va llenando de otros quehaceres, antes de cerrar estas reflexiones, me voy a dar un paseo esta mañana riente de primavera, no sin antes dar un nuevo y leve repaso a ese genial ensayo de Ortega, que titula “Dios a la vista” y que, sin ser el “dios cristiano” que los católicos profesamos, se asemeja mucho a ese “Dios desconocido”, que san Pablo ayudó a descubrir, hace nada menos que veinte siglos, cuando daba un paseo evangelizador por el Areòpago de Atenas. El ensayo de Ortega enseña a comprender y admirar a todos los hombres egregios que, aún sin creer en el “dios crisrtiano”, saben y confiesan que Dios existe; y que la gente honrada lucha por encontrarlo.
Como dice otro poeta latino, esta vez Ovidio, tampoco cristiano, a propósito de Dios, “Expedit esse deos et, ut expedit, esse putamus” –“Conviene que existan los dioses; y -puesto que conviene-, creemos que existen” (cfr. Ars amandi, I).
SANTIAGO PANIZO ORALLO