Hace falta estar loco -28-III-2018
“Pour que le dieu soit un homme, il faut qu’il désespère”. Para que todo un Dios decida hacerse hombre ha tenido que estar desesperado o haberse vuelto loco.
Esta idea de Albert Camus, en esa parte de L’homme revolté - El hombre rebelde, que el Nobel dedica a esplorar ese campo de las rebeldías –“metafísicas” les llama- de los hombres contra los dioses, y que encapsula bajo un título tan expresivo como Los hijos de Caín, siempre me ha subyugado por su enorme carga de misterio. Para que Dios haya decidido hacerse hombre es preciso que se haya vuelto loco o esté desesperado. No cabe otra explicación.
Y situado, además, el relato en un contexto referido expresamente a Cristo, mediador entre Dios y el hombre y hombre-Dios así mismo, la idea me ha servido muchas veces para recrear, a su trasluz, una estampa de sorprendentes irisaciones divinas y humanas a la vez. Por esto la tomo hoy como lema de una de mis Estampas de Pasión, en esta Semana Grande de la religiosidad cristiana y católica.
¿Se puede pensar que Dios se ha vuelto loco para vestir de hombre nada menos que la divinidad en un alarde infinito de proximidad y cercanía de lo divino a lo humano?.
+++
¿Puede Dios volverse loco? ¿No sonará tal vez a blasfemia sólo el pensarlo?
Sin retórica y para entendernos. ¿Se habrá vuelto loco Dios al decidir “hacerse hombre”?
¿Es de locos dar la vida por la persona o personas que se aman de verdad?
¿Es locura, es heroísmo, es ceguera o chaladura tal vez hacer lo del teniente coronel de la gendarmería, este día, en Carcassone, sustituyéndose por uno de los rehenes del yihadista, pudiendo presumir que su destino era una bala del asesino? O ese abuelo que se encara y muere a manos del acosador de su nieta para evitar la afrenta a la dignidad de la joven?
Más de una vez he recordado en mis reflexiones diarias la frase que Bertolt Brecht –en su Vida de Galileo- pone en labios del hombre de ciencia cuando, tras abjurar a regañadientes de su teoría cósmica ante la inquisición romana, al regresar cabizbajo y derrotado a casa, dice que “Pobre del país que necesita héroes”. Contrastaba su frase con la que su criado Andrea le dirige al entrar, seguramente para consolarle: eres un héroe y “pobre del país que no tiene héroes”. Creo yo que, una cultura o civilización –por llamarle así- en la que, a cada paso o vuelta de cada esquina, ha de salir un héroe a levantar bandera de dignidad y respeto cuando esa bandera debiera ondear libremente a cada hora y a cada paso en los mástiles de cualquier convivencia, ¡malo!. Si la normalidad se vuelve patológica –remedando la obra deliciosa de Eric Fromm-, peor. Y si los telediarios se vuelven al 90% crónicas de anunciadas desucedidos perversos, criminales o mafiosos, no sólo muchísimo peor, sino también esperpéntico y contrario a la lógica más elemental.
Al imaginar esta Escena de Pasión, pensé rotularla como “Locura de amor”. Si no lo hice, no fue porque dudara de que caben en el amor, e incluso son legítimas, las desmesuras y los excesos –a lo del “en nada demasiado” yo le haría aquí una excepción por razones obvias-, sino porque me parecía más directo el reto rotulado de la otra forma.
No es fanfarronada, ni menos todavía falta de respeto a Dios o incluso blasfemia.
Conociendo el paño como Dios conoce hasta las entretelas el corazón humano, llevar el amor hasta ese “como” de dar la vida por la verdad del hombre, siendo más cierta la bajeza y la insensibilidad e ingratitud del hombre, ¿no se puede llamar locura?
Es otra, y muy insigne, de las claves de la Pasión de Jesús.
Y la muestra, en toda su verdad, llaneza y patetismo de grueso calibre al aire, san Juan en esa frase tan rotunda como verídica, en quien, como él, tuvo –en aquella cena del Amor- el privilegio de oír el tic-tac del corazón de “Dios hecho hombre”; en ambivalencias tan aparentemente inconciliables como las que van del temor humano a la decisión divina, del “pase de mí este cáliz” al rotundo “Cúmplase tu voluntad” de Getsemaní, o del “E,oli, Eloi, lama sabactani” –“Dios mío, por qué me dejas abandonado?” al inmediato, recio, rotundo “Consummatum est” - ”Todo se ha cumplido” de la Cruz.
“De tal manera –dice san Juan- amó Dios al mundo que por él entregó a su propio único Hijo” (Jo. 3, 16), a la peor de las muertes, al peor de los escarnios.
Es que desde las angustias y la sangre sudada en Getsemaní hasta el agobio infinito y la sangre fresca y roja de la Cruz discurre un mismo hilo conductor, tan misterioso como explicable y razonable en un Dios que quiso siempre, ante los hombres, ser llamado “amor” sin medida; más de “amigo de fatigas” que de profesor de filosofías o de matemáticas. Hay –creo yo- más de paradoja en ese tracto increíble de la Pasión del Hijo de Dios que desesperación o desconcierto. Y los que –sigo creyendo-, desde las periferias de la fe o más lejos aún, se han frotado las manos ante las agonías de Getsemaní o el sentimiento de soledad de la Cruz y han creido ver en ello algo distinto de un amor acosado pero decidido a ir hasta el final –como van los hombres a quehaceres de sumo riesgo- muertos de miedo pero yendo-, es que no han pasado nunca de la primera letra de la palabra “amor”.
Si una de las mejores definiciones del amor es, como señala Ortega al estudiar el amor, la de san Agustín, cuando dice sin pestañear que “amor meus, pondus meum” y que allá voy donde el amor me lleva – “mi amor es mi responsabilidad”- lo tienen fácil los que se frotan las manos creyendo tener en Getsemaní y en la Cruz, en el primer paso y en el último de la Pasión, la prueba de que o Dios no existe y, si existiera, no se le vería por ninguna parte.
Porque Dios existe y es Dios, existe –aunque a veces se nos haga inexplicable- el llamado “silencio de Dios”. En primer lugar, porque no hay tal silencio y Dios habla de mil maneras a los que tratan de oírle; en segundo lugar, porque la Palabra de Dios es el Dios-Hombre que habla lo mismo en el Tabor, en el monte de las Bienaventuranzas, en Getsemanñí o en la Cruz. Y en tercer lugar porque Dios respeta su palabra y, si a los hombres los quiso libre, no fue para llevarlos del ronzal por sus vidas.
Volvamos a Camus para cerrar esta de mis Estampas de Pasión, y a la mentada frase de El hombre rebelde en ese capítulo titulado Los hijos de Caín. “Pour que le dieu soit un homme, il faut qu’il désespère”. Para que todo un Dios decida hacerse hombre ha tenido que estar desesperado o haberse vuelto loco. Lo creo: loco de amor a los hombres.
Desde la fe se entiende perfectamente lo que Camus intuye desde su incansable búsqueda de Dios; que fue, como tantos otros ateos o encogidos de hombros, un “indigente” –la náusea, el asco existencial, la nada-, que siempre soñó, en sus divagaciones tan literarias y sentidas por otra parte, con el “absoluto” y en el fondo con Dios.
Por si pudiera ilustrar algo más la imagen de la Estampa, recuerdo esa frase final de uno de los primeros capítulos de sus Estudios sobre el amor”, en que Ortega alude al poder mimético del a mor cuando afirma que “la mujer que ama al ladrón –hállese ella con el cuerpo dondequiera- está con el sentido en la cárcel”.
Las paradojas, amigos, aunque parezcan rodar a contrapelo, encierran verdades para los que saben leerlas. Otros más que también pudieran hacerlo prefieren tal vez quedarse a la puerta para no verse comprometidos con la verdad que encierran sus letras.
La verdad: “Locura de amor” o “Hace falta estar loco”…. Como creo yo que tanto monta y que los dos rótulos dan para lo mismo, yo me quedo con el segundo por parecerme más atrevido el reto. Usted, amigo, escoja el que quiera o ponga otro si le parece mejor.
SANTIAGO PANIZO ORALO
Esta idea de Albert Camus, en esa parte de L’homme revolté - El hombre rebelde, que el Nobel dedica a esplorar ese campo de las rebeldías –“metafísicas” les llama- de los hombres contra los dioses, y que encapsula bajo un título tan expresivo como Los hijos de Caín, siempre me ha subyugado por su enorme carga de misterio. Para que Dios haya decidido hacerse hombre es preciso que se haya vuelto loco o esté desesperado. No cabe otra explicación.
Y situado, además, el relato en un contexto referido expresamente a Cristo, mediador entre Dios y el hombre y hombre-Dios así mismo, la idea me ha servido muchas veces para recrear, a su trasluz, una estampa de sorprendentes irisaciones divinas y humanas a la vez. Por esto la tomo hoy como lema de una de mis Estampas de Pasión, en esta Semana Grande de la religiosidad cristiana y católica.
¿Se puede pensar que Dios se ha vuelto loco para vestir de hombre nada menos que la divinidad en un alarde infinito de proximidad y cercanía de lo divino a lo humano?.
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¿Puede Dios volverse loco? ¿No sonará tal vez a blasfemia sólo el pensarlo?
Sin retórica y para entendernos. ¿Se habrá vuelto loco Dios al decidir “hacerse hombre”?
¿Es de locos dar la vida por la persona o personas que se aman de verdad?
¿Es locura, es heroísmo, es ceguera o chaladura tal vez hacer lo del teniente coronel de la gendarmería, este día, en Carcassone, sustituyéndose por uno de los rehenes del yihadista, pudiendo presumir que su destino era una bala del asesino? O ese abuelo que se encara y muere a manos del acosador de su nieta para evitar la afrenta a la dignidad de la joven?
Más de una vez he recordado en mis reflexiones diarias la frase que Bertolt Brecht –en su Vida de Galileo- pone en labios del hombre de ciencia cuando, tras abjurar a regañadientes de su teoría cósmica ante la inquisición romana, al regresar cabizbajo y derrotado a casa, dice que “Pobre del país que necesita héroes”. Contrastaba su frase con la que su criado Andrea le dirige al entrar, seguramente para consolarle: eres un héroe y “pobre del país que no tiene héroes”. Creo yo que, una cultura o civilización –por llamarle así- en la que, a cada paso o vuelta de cada esquina, ha de salir un héroe a levantar bandera de dignidad y respeto cuando esa bandera debiera ondear libremente a cada hora y a cada paso en los mástiles de cualquier convivencia, ¡malo!. Si la normalidad se vuelve patológica –remedando la obra deliciosa de Eric Fromm-, peor. Y si los telediarios se vuelven al 90% crónicas de anunciadas desucedidos perversos, criminales o mafiosos, no sólo muchísimo peor, sino también esperpéntico y contrario a la lógica más elemental.
Al imaginar esta Escena de Pasión, pensé rotularla como “Locura de amor”. Si no lo hice, no fue porque dudara de que caben en el amor, e incluso son legítimas, las desmesuras y los excesos –a lo del “en nada demasiado” yo le haría aquí una excepción por razones obvias-, sino porque me parecía más directo el reto rotulado de la otra forma.
No es fanfarronada, ni menos todavía falta de respeto a Dios o incluso blasfemia.
Conociendo el paño como Dios conoce hasta las entretelas el corazón humano, llevar el amor hasta ese “como” de dar la vida por la verdad del hombre, siendo más cierta la bajeza y la insensibilidad e ingratitud del hombre, ¿no se puede llamar locura?
Es otra, y muy insigne, de las claves de la Pasión de Jesús.
Y la muestra, en toda su verdad, llaneza y patetismo de grueso calibre al aire, san Juan en esa frase tan rotunda como verídica, en quien, como él, tuvo –en aquella cena del Amor- el privilegio de oír el tic-tac del corazón de “Dios hecho hombre”; en ambivalencias tan aparentemente inconciliables como las que van del temor humano a la decisión divina, del “pase de mí este cáliz” al rotundo “Cúmplase tu voluntad” de Getsemaní, o del “E,oli, Eloi, lama sabactani” –“Dios mío, por qué me dejas abandonado?” al inmediato, recio, rotundo “Consummatum est” - ”Todo se ha cumplido” de la Cruz.
“De tal manera –dice san Juan- amó Dios al mundo que por él entregó a su propio único Hijo” (Jo. 3, 16), a la peor de las muertes, al peor de los escarnios.
Es que desde las angustias y la sangre sudada en Getsemaní hasta el agobio infinito y la sangre fresca y roja de la Cruz discurre un mismo hilo conductor, tan misterioso como explicable y razonable en un Dios que quiso siempre, ante los hombres, ser llamado “amor” sin medida; más de “amigo de fatigas” que de profesor de filosofías o de matemáticas. Hay –creo yo- más de paradoja en ese tracto increíble de la Pasión del Hijo de Dios que desesperación o desconcierto. Y los que –sigo creyendo-, desde las periferias de la fe o más lejos aún, se han frotado las manos ante las agonías de Getsemaní o el sentimiento de soledad de la Cruz y han creido ver en ello algo distinto de un amor acosado pero decidido a ir hasta el final –como van los hombres a quehaceres de sumo riesgo- muertos de miedo pero yendo-, es que no han pasado nunca de la primera letra de la palabra “amor”.
Si una de las mejores definiciones del amor es, como señala Ortega al estudiar el amor, la de san Agustín, cuando dice sin pestañear que “amor meus, pondus meum” y que allá voy donde el amor me lleva – “mi amor es mi responsabilidad”- lo tienen fácil los que se frotan las manos creyendo tener en Getsemaní y en la Cruz, en el primer paso y en el último de la Pasión, la prueba de que o Dios no existe y, si existiera, no se le vería por ninguna parte.
Porque Dios existe y es Dios, existe –aunque a veces se nos haga inexplicable- el llamado “silencio de Dios”. En primer lugar, porque no hay tal silencio y Dios habla de mil maneras a los que tratan de oírle; en segundo lugar, porque la Palabra de Dios es el Dios-Hombre que habla lo mismo en el Tabor, en el monte de las Bienaventuranzas, en Getsemanñí o en la Cruz. Y en tercer lugar porque Dios respeta su palabra y, si a los hombres los quiso libre, no fue para llevarlos del ronzal por sus vidas.
Volvamos a Camus para cerrar esta de mis Estampas de Pasión, y a la mentada frase de El hombre rebelde en ese capítulo titulado Los hijos de Caín. “Pour que le dieu soit un homme, il faut qu’il désespère”. Para que todo un Dios decida hacerse hombre ha tenido que estar desesperado o haberse vuelto loco. Lo creo: loco de amor a los hombres.
Desde la fe se entiende perfectamente lo que Camus intuye desde su incansable búsqueda de Dios; que fue, como tantos otros ateos o encogidos de hombros, un “indigente” –la náusea, el asco existencial, la nada-, que siempre soñó, en sus divagaciones tan literarias y sentidas por otra parte, con el “absoluto” y en el fondo con Dios.
Por si pudiera ilustrar algo más la imagen de la Estampa, recuerdo esa frase final de uno de los primeros capítulos de sus Estudios sobre el amor”, en que Ortega alude al poder mimético del a mor cuando afirma que “la mujer que ama al ladrón –hállese ella con el cuerpo dondequiera- está con el sentido en la cárcel”.
Las paradojas, amigos, aunque parezcan rodar a contrapelo, encierran verdades para los que saben leerlas. Otros más que también pudieran hacerlo prefieren tal vez quedarse a la puerta para no verse comprometidos con la verdad que encierran sus letras.
La verdad: “Locura de amor” o “Hace falta estar loco”…. Como creo yo que tanto monta y que los dos rótulos dan para lo mismo, yo me quedo con el segundo por parecerme más atrevido el reto. Usted, amigo, escoja el que quiera o ponga otro si le parece mejor.
SANTIAGO PANIZO ORALO