Amenaza en la sombra
¿Qué hacemos cuando ocurre lo que más tememos? Todos tenemos miedos con los que convivimos, pero confiamos en que esas pesadillas nunca se hagan realidad. A veces, sin embargo, la vida te golpea con una realidad inesperada. Estos días no paro de pensar en una familia que ha perdido a su hija. Intento ponerme en su lugar e imaginar cómo se enfrenta uno a algo así. Las palabras de consuelo te suenan vacías. Y cualquier expresión de condolencia, inútil, ante un sufrimiento que parece intransferible.
Hay algo tan antinatural en sobrevivir a tu descendencia. “Cuando uno pierde a sus padres, se queda huérfano”, dice Nanni Moretti, “pero ¿cómo se dice cuando ocurre lo contrario?”. No hay lenguaje para ello, como observa el director de La habitación del hijo. Es tan inconcebible como la desolación que deja el momento en que estalla la burbuja de nuestra aparente felicidad. Descubrimos entonces nuestra gran fragilidad…
“Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo”, escribió C. S. Lewis al comienzo de Una pena observada. Las meditaciones de este pensador cristiano, ante la muerte de su esposa, siguen siendo uno de los testimonios más honestos sobre la perplejidad del duelo. “Gran parte de una desgracia cualquiera consiste, por así decirlo, en la sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella –observa Lewis–. Es decir, en el hecho de que no se limite uno a sufrir, sino que se vea obligado a considerar el hecho de que sufre”.
Estos días ha muerto también el director de una película de los 70 que me resulta escalofriante, Amenaza en la sombra–conocida en Latinoamérica e Italia como Venecia Rojo Shocking, tiene el título original de ¡No mires ahora!(Don´t Look Now)– de Nicolas Roeg (1928-2018). No es una historia para todos los públicos. Es famosa por tener una de las escenas de sexo más realistas que se haya hecho en el cine. Y su trasfondo de espiritismo hace además que muchos la consideren una cinta de terror, pero es el drama de un matrimonio en crisis, tras la pérdida de su hija. El dolor encarnado por Donald Sutherland y Julie Christie es mostrado con una desesperación tal, que resulta abrumadora.
Basada en un relato de la escritora preferida de Hitchcock, Daphne du Maurier, autora de Los pájaros, La posada de Jamaicay Rebeca–la historia favorita de mi tempranamente fallecida madre–, nos lleva de la fría Inglaterra a una Venecia invernal, donde recorrí los lugares que muestra la película –la iglesia que restaura el personaje, o la isla cementerio de San Michele–. Allí también recibí la noticia de la muerte de otra mujer que se comportó como una madre para mí, cuando estudiaba en Holanda. Es una ciudad que tiene para mí, esa melancolía del memento mori.
El fallecimiento por meningitis de la hija en la narración de Du Maurier se convierte en la película de Roeg en un terrorífico accidente, por el que la niña se ahoga mientras juega. El agua y la caída se convierten en un motivo recurrente en este cuadro impresionista, donde la fragmentación del montaje y las identificaciones equivocadas producen la confusión que acompaña la vida con el paso de los años. El laberinto de las calles de Venecia nos muestra la incertidumbre que trae el transcurso del tiempo, a la luz de un otoño que es el de nuestra propia vida. Tememos caer en esas aguas negras, que nos rodean por todas partes…
UNA MUERTE ANUNCIADA
Los elementos sobrenaturales de esta historia hacen de la muerte una realidad anunciada. El misterioso personaje del obispo que ha encargado la obra al arquitecto –que interpreta Sutherland–, es tan inquietante como la anciana ciega que pretende ver a la niña y advierte a la madre –que hace Christie– del peligro en que se encuentra. Cuando el religioso le pregunta a la protagonista si es creyente, ella le dice que no sabe. El obispo comenta entonces crípticamente: “Hemos dejado de escuchar a Dios”.
Lo que queda, sin embargo, es la tragedia del dolor de una pérdida inesperada. Puesto que la muerte anunciada nunca parece ser la nuestra. Como dice el poeta Paul Valéry, “la muerte es eso que sólo sucede a los demás”. Pensamos que vamos a ser la excepción a la regla, pero cada noticia de un fallecimiento anuncia que el nuestro también se acerca. Es cierto que a algunos no nos importaría morirnos ya. Lo que no soportamos es la pérdida de los que queremos. Como Woody Allen, piensas: “No tengo miedo a la muerte, lo que no quiero es estar allí cuando ocurra”.
Es por eso por lo que a tanta gente no le preocupa la muerte inesperada. Confían en que cuando venga, no les encuentre conscientes, ya que esperan que después de la muerte no haya nada. No es como cuando muere un ser querido, o estás en la terrible agonía del dolor de la enfermedad. Al no enterarse de nada, se antoja incluso como una liberación. La cuestión es: ¿cómo sabemos realmente que después de la muerte no hay nada?
EL HOGAR DEL PADRE
Si te parece que no hay seguridad de que hay vida después de la muerte, ¡tampoco la tienes que no la hay! Lo que confías es que no sea “la hora de verdad”, el juicio que ponga en evidencia todo lo que escondes y te avergüenza en esta vida. “Si hay un Dios, será un Dios de amor”, esperas, porque ¡ay de nosotros, si lo que nos espera es el Juicio! Puedes decir que no te arrepientes de nada, pero en el fondo sabes que no tienes mucho de lo que enorgullecerte. Más bien, todo lo contrario…
¿Dónde está Dios en medio de la confusión y el dolor de la pérdida? Lewis contesta que, ante ella, uno “necesita a Jesucristo y no a nada que se le parezca”. No es casualidad que el Dios que se revela en Cristo Jesús, sea un Padre que ha conocido el dolor en su propia carne. Él es fuente de “toda consolación” (2 Corintios 1:3), porque escuchó el clamor de su Hijo aterrado en la confusión y oscuridad de la cruz. Su silencio, lejos de expresar indiferencia, nos muestra el misterio de ese Amor que no nos dejará desamparados, sino que nos levantará del polvo de la muerte, para nuestro feliz reencuentro en su Hogar eterno.