En nuestro lugar
A muchos nos gusta la Navidad porque es una historia hermosa que nos hace revivir recuerdos nostálgicos, la alegría de la infancia y el ideal de paz en la tierra. En la cruz, sin embargo, no hay nada atractivo. Muchos la utilizan como elemento decorativo, pero no deja de ser un patíbulo. Es un instrumento de ejecución, que produce una muerte horrible, cruel y sangrienta. Algo que no sólo resulta incomprensible, sino desagradable, totalmente repulsivo.
La pregunta de por qué murió Jesús es, sin embargo, central para entender el cristianismo. Es más, no comprendemos a Cristo si no entendemos su cruz. Es algo más que un símbolo. En ella está el corazón del Evangelio. En primer lugar, nos preguntamos qué queremos decir cuando hablamos del “sacrificio vicario del Hijo de Dios encarnado”.
Para entender lo que esto significa, tenemos que darnos cuenta de que estamos ante la pregunta que tanta gente se hace, cuando se le presenta la fe cristiana: ¿cómo puede ayudarnos hoy la muerte de un hombre hace dos mil años? Todos admiramos a personas que sufren incomprensión, traición y muerte, por fidelidad a una buena causa. Podemos aceptar la cruz como un noble acto de autosacrificio, pero ¿qué es eso de un sacrificio vicario? Y ¿por qué del Hijo de Dios? ¿No basta que sea simplemente un hombre?
¿SUPERHOMBRE?
Lo que ha hecho Cristo está relacionado con quién es Él. Es su persona la que determina su obra. El valor del “sacrificio vicario” de Cristo se basa en su naturaleza, tanto divina como humana. El mediador que necesitamos debe ser hombre y Dios verdadero. La Iglesia, desde los primeros siglos, ha mantenido que un Cristo menos que humano no podría ser el Salvador de los seres humanos.
Al mundo helenístico le interesaba lo intemporal y lo eterno. Los Padres Apostólicos enfatizan, por eso, la Encarnación. No por una falta de interés por la obra de salvación. Todo lo contrario. Para señalar, junto al valor y la dignidad de la Creación, la importancia de la Historia.
En la era moderna, el péndulo oscila al extremo opuesto. Lo histórico se vuelve, con Kant, absoluto. La pregunta es qué hizo Jesús, no quién es Él. Su “cristología desde abajo” nos deja un Cristo que se diferencia poco de un superhombre. Sus cualidades humanas son tan elevadas, que no se pueden alcanzar. No es alguien que se puede identificar con nuestras debilidades.
El Cristo del liberalismo teológico decimonónico no es del todo Dios, ni tan humano como nosotros. De la misma manera que no puede haber encarnación sin expiación, tampoco puede haber expiación sin encarnación. En otras palabras, si no fuera Dios, no podría revelar al Padre. Y si no fuera humano, no podría representarnos. El Hijo de Dios se encarnó para vivir en la obediencia que nosotros no tenemos y sufrir el castigo de la justicia divina por nuestros pecados. Si Jesús no fuera Dios, no tendría poder para salvarnos, pero si no fuera humano, no se podría identificar con nosotros en nuestro sufrimiento.
La Iglesia occidental vio la obra de Cristo en términos legales, como el apóstol Pablo. Mientras que la Iglesia oriental, tras la emergencia del Islam, se concentró en preservar los dogmas sobre la persona de Cristo, usando el lenguaje de Juan. En realidad, necesitamos la persona de Cristo tanto como su obra; el lenguaje de Juan, como el de Pablo.
Si sólo vemos la deidad suprema de Cristo, olvidamos su humanidad, teniendo que recurrir como los católicos a alguna forma adicional de mediación humana, como María. Y si Cristo es sólo un ejemplo a imitar en términos humanos, no nos queda más que una ética y enseñanza a seguir, cuando lo que necesitamos es ser salvados. Es por eso que hablamos del “sacrificio vicario” de Cristo...
SACRIFICIO
Cuando la Biblia habla de sacrificios, se refiere al contexto sacerdotal del Antiguo Testamento. Como el ser humano no puede acercarse en su pecado a Dios, necesita de los sacrificios que presenta el sacerdote, una persona cuya función es interceder por sus congéneres en la presencia de Dios. Si el profeta es el representante de Dios ante la humanidad, el sacerdote es el representante de la humanidad ante Dios (Hebreos 5:1).
Cristo es tanto profeta como sacerdote, la última Palabra de Dios (He. 1:1-2) y el sacerdote que hace innecesaria cualquier otra mediación o sacrificio (7:18). La ofrenda sin mancha (1 Pedro 1:19) del Cordero de Dios es una ofrenda por el pecado, cuya eficacia es única e irrepetible (Hebreos 7:27; 9:26-28; 10:11-14). Es por eso que los reformadores rechazaban el sentido de la misa como sacrificio. Su entrega garantiza nuestro acceso constante a Dios (He. 4:14-16; 6:17-20; 9:23; 10:19 ss.).
Los sacrificios judíos eran de animales, pero el de Jesús fue la entrega de sí mismo, el Hijo de Dios, como hombre sin pecado. Él es sacerdote y víctima, tanto la ofrenda como el que la presenta. Ahora bien, nos preguntamos: si Él lo hace todo, ¿por qué tiene que morir? ¿No podía Dios aceptarnos sin la cruz?, por lo menos cuando nos arrepentimos de lo que hacemos mal. ¿No tenía otra forma de perdonarnos?
Tenemos que darnos cuenta de que, en esta cuestión, la palabra decisiva es la de Dios y no la nuestra. Él es el Juez, no nosotros. El cielo pertenece a Dios, no al hombre. Es Él quien pone las condiciones de admisión. Podemos entrar, o quedarnos fuera. Lo que no podemos hacer es imponerle a Dios nuestras condiciones. Dios es santo, nosotros no lo somos.
Nuestro pecado es una ofensa tan grave para Él, que le ha costado la vida de su propio Hijo. Era “necesario” que el Hijo del Hombre padeciese (Lucas 26:46). Eso no significa que estuviera obligado a hacerlo. Se entrega voluntariamente. No es víctima de las circunstancias. Esa necesidad tiene su origen en la voluntad de Dios. El perdón supone que pagues tú el precio, en vez de la persona culpable. Es asumir la deuda del otro tú mismo. Eso es un sacrificio vicario, o sea, en nuestro lugar.
POR NOSOTROS
La única forma que tenía Dios de acabar con el mal era sufrir en nuestro lugar, para poder perdonarnos. Como Jesucristo es Dios, Él mismo lleva el dolor de la cruz, por su amor sacrificado. Por eso Lutero habla del Dios crucificado.
La muerte de Jesús no es sólo un buen ejemplo, sino el pago de la deuda que costaba nuestro rescate. El cristianismo es un mensaje de salvación, no una buena enseñanza. Es el anuncio glorioso de que Dios ha pagado el precio. Ya no hay castigo que llevar. Dios mismo cargó con él.
En Cristo, Dios se ha solidarizado con nosotros. En la debilidad de la cruz simpatizó con nuestro problema (Hebreos 4:14-15). Derramó su sangre por nosotros. Como dice Stott: “la esencia del pecado es que los seres humanos han tomado el lugar de Dios, mientras que la esencia de la salvación es Dios ocupando nuestro lugar”.
En la cruz, Cristo gana, perdiendo. Triunfa por su fracaso. Su poder vence por la debilidad y el servicio. Se enriquece, haciéndose pobre. Por su muerte, Jesucristo da la vuelta a los valores del mundo, para establecer una “contracultura” que invierte la búsqueda de poder, reconocimiento, posición y riqueza por un nuevo orden de vida que no se basa en la autojustificación, el dinero, el status, nuestra carrera y orgullo de raza o de clase.
En la cruz, ni la justicia, ni la misericordia, pierden. Ambas se cumplen por iniciativa de Dios. En ella nos muestra a un Padre que no se limita a esperar a que el que estaba perdido vuelva, sino que sale a su busca y lo recoge. Si somos salvos, no es por causa de lo que hacemos nosotros, sino por lo que Dios hace. Por su muerte vicaria, somos rescatados por su gracia.
La fe es, por lo tanto, el abandono de toda confianza en el mérito propio. No es una buena obra, sino la actitud del que renuncia a la confianza en sí mismo, para confiar sin reservas en la gracia de Dios. “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” (Hechos 16:30-31). Una vez salvos, es también su victoria, la que nos da confianza para vivir cada día.
La cruz no es algo por lo que debamos pedir disculpas, sino algo en lo que podemos gloriarnos (1 Corintios 1:18-2:5). Al proclamarla, tenemos la certeza de ofrecer la salvación que Dios nos da por su Hijo. Por eso predicamos a “Cristo, y a éste crucificado”. Es cómo Dios nos rescata, la respuesta divina al problema del hombre: el pecado. Al exaltar a Cristo crucificado, confiamos en que el Evangelio es poder de salvación para todo aquel que cree. Ninguna otra cosa podría cambiarnos.