Ejercicios Espirituales, discernimiento, indiferencia Lo que tenemos nos tiene

Lo que tenemos nos tiene
Lo que tenemos nos tiene

Solo los pobres poseerán a Dios

Demandar lo que quiero. Aquí será pedir gracia para elegir lo que más a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima sea (Ignacio de Loyola)

Con el fin de elegir las cosas solo por Dios y en Dios, necesitamos estar dispuestos a renunciar incluso a cosas aparentemente buenas. Solo esa actitud nos proporcionará la verdadera libertad y una paz duradera. 

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Hoy me voy a poner un poco más espiritual (que no es menos realista o concreto). Hace unos días un sacerdote jesuita de cierta edad me dio una gran lección. En el fondo, lo único que hizo fue hablarme de la indiferencia ignaciana. Pero lo hizo al hilo de lo que iba surgiendo en la propia conversación.

Charlando con él me daba cuenta de la inmensa sabiduría que tenía. Y no solo lo digo por su gran experiencia y currículum, ya que sabemos que los jesuitas (te gusten o no) están muy bien preparados. Si os fijáis, he dicho sabiduría y no solo preparación o formación. Es más habitual de lo que debiera encontrar a personas con mucho conocimiento y poca sabiduría a la hora de saber leer y  encauzar sus vidas. Y, la verdad sea dicha, no es que dijera nada súper elaborado, qué va, simplemente se remitía a reglas espirituales e ignacianas sencillas que solemos olvidar emplearlas en la vida cotidiana, en nuestro día a día. Pero ahí está la clave del saber y del sabor de una vida ordinaria acertada, llena de sentido. Hoy comparto con vosotros una de ellas, para mí significativa para la vida espiritual y el buen crecimiento en la fe, tanto personal como eclesial: "Lo que tenemos nos tiene"

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Si Ortega afirmaba: “Yo soy yo y mis circunstancias…”, nosotros deberíamos decir: “Lo que tenemos nos tiene”, afirmaba sin ambages este jesuita. Y añadía, “todo depende de lo que tenga”: si lo que tengo es misericordia, la misericordia me acompaña y perdona, pone corazón a la miseria (que es lo que significa etimológicamente) y ama y comprende los defectos propios y los de los demás; pero si tengo, por ejemplo, un Ferrari, ello conllevará un modo de comprensión que determinará ciertas decisiones en mi vida: difícilmente aparcaré mi Ferrari en un parking público, ya que temeré que me lo rayen; me preocupará que le den un golpe, viviré en definitiva para conservarlo y protegerlo (cosa que es costosa y sacrificada), pues es  ̶ como diría Gollum en El señor de los anillos ̶  “mi tesoro”;  Si ya lo decía Jesús: “No acumuléis riquezas en la tierra, donde roen la polilla y la carcoma, donde los ladrones abren brecha y roban. Acumulad riquezas en el cielo, donde no roen polilla ni carcoma, donde los ladrones no abren brechas, ni roban. Pues donde esté tu riqueza, allí estará tu corazón” (Mt 6,19-21). O dicho de otra forma: “Lo que tenemos nos tiene”. Con esfuerzo conseguimos conquistar cosas para pasar a un estado que deseamos sea más libre y cómodo, pero las cosas, finalmente, nos mantienen atrapados y dedicados a ellas en cuerpo y alma. En definitiva, de lo que estamos hablando no es ni más ni menos que de nuestra propia libertad. "Cuando los afectos y apegos se transforman en pesadas cargas, la persona ya no está en paz consigo misma; porque hay afectos y apegos que son cargas” (T. De Mello, Encuentra a Dios en todas partes, p. 104).

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Ya es hora de quedarse con lo mejor, ¿verdad? Y que el Señor sea quien nos marque los pasos que debemos dar, nuestras elecciones, ya que nosotros, ciegos y torpes tantas veces, solemos adelantarnos en el camino de nuestras decisiones y determinaciones en la vida. ¡Cuántas veces acabamos atrapados con la mejor voluntad del mundo en nuestras propias y santas decisiones de forma equivocada! Para dar los pasos convenientes en nuestra vida y no caer en aquellas trampas que asfixian el espíritu necesitamos liberarnos de falsos ídolos para que nuestro compromiso sea verdaderamente evangélico. Lo único que realmente podemos hacer por Cristo es lo que podemos hacer por nuestros hermanos(Mt 25), me decía este Jesuita. Pero todo nace de un encuentro con él.

Pocas cosas son necesarias para vivir feliz y con sentido. En la vida espiritual, si no queremos hacer paradas inútiles o esperar más de la cuenta para tirar de una pesada maleta cargada de cosas ̶ muchas veces ̶  innecesarias, hemos de viajar en clase económica, ligeros de equipaje: con un bolso y, si acaso, una maleta de mano nada más con las cuatro cosas esenciales que nos permitan seguir siendo libres y disponibles a la llamada que disponga el espíritu.

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Así le pasó a Francisco de Asís (aquel cuyo nombre ha asumido Bergoglio para su pontificado). No recuerdo quién lo relataba pero me llamó siempre la atención la sabiduría de un pobre, de un bienaventurado como el de Asís. Cuentan de él que no quiso aceptar el terreno que le regalaban para que él y sus hermanos vivieran la fe e hicieran buenas obras para los demás, especialmente con los más pobres. Pronto, el de Asís, se dio cuenta de que “lo que tenemos nos tiene”. Si aceptaba el terreno que tan generosamente le donaban para una buena causa, tenía que poner una valla para que no entraran los que no pertenecían a la comunidad; también tendría que disponer de vigilantes que usaran armas para expulsar a todo aquel que entrara; su techo ya no sería el cielo estrellado y andarían más preocupados de la cuenta de que no invadieran el terreno, acotado y diferenciado que presidían, que de lo que Dios mismo les había regalado… y todo con la mejor de las intenciones. Y es que, como muchos saben por propia experiencia, tener propiedades y posesiones nos atrapan y poseen.

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¿Pensamos que si tomamos nuestras decisiones sin contar con las de Dios después podemos dar marcha atrás y salir como si nada, como si no hubiéramos entrado? No, no es que sea imposible rectificar pero sí mucho más difícil, ya que pone una serie de variables a tener en cuenta, como la tradición, la donación, las personas y la historia, haciendo la cuestión bastante compleja. Como se suele decir, “Dios escribe recto en renglones torcidos” pero, ¡qué difícil que se lo ponemos…! En cierto modo estamos en la tensión entre carisma e institución, entre lo corporal y lo espiritual, entre lo humano y lo divino. ¿Estaríamos dispuestos a hacer la voluntad de Dios en la Iglesia, por ejemplo, si nos dijera Dios (el de Jesús) que habría que vender todas las riquezas del Vaticano o cambiar o dejar algunas de las estructuras de las órdenes religiosas o de los movimientos juveniles? Ni se contempla. Es como un factor que Dios tiene que contar con ello y trabajar a partir de todas las acciones llevadas a cabo a lo largo de la historia de la Iglesia (santa y meretriz) que ha justificado cada paso que ha dado históricamente en nombre de Dios pero quizá, a veces, sin Dios. ¡Qué se lo pregunten a Bergoglio, que mueve o cuestiona un poco algunos asuntos y le cae encima el peso de los tradicionalistas y conservadores más beligerantes acusándolo de debilitar la institución! Pero si de eso se trata, ¿no? De debilitarnos, de humillarnos, de servir y no ser servido, de estar en el mundo pero sin ser como él, con el único privilegio de ser llamados hijos de Dios y con la única misión de testimoniar con alegría, de palabra y obra, la Buena Noticia de Jesús.

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En fin, como es de suponer mantener una buena obra requiere de unos medios que ayuden a alcanzarlo, pero también el modo (el método) es el mensaje. No digo que no haya que tener cosas materiales y estructuras. Lo que debemos entender es que toda estructura, materiales y economía deben seguir el filtro ignaciano de los Ejercicios Espirituales de la indiferencia, en el sentido de ser indiferente a tener más o menos, a hacer esto o aquello porque la clave está en no adelantarse a Dios, en dejarlo a Él proyectar el camino (véase “Los tres binarios” en los EE). Es obvio que sin silencio y oración, sin discernimiento es imposible porque fácilmente nos engañamos atribuyendo a Dios lo que nosotros, conscientes o inconscientemente, deseamos o creemos. No se trata de ser el más rico y excusarse en que va a ayudar mejor así a los demás (se hace difícil ver esta opción mirando al Jesús de los evangelios que se encarnó y tomó la opción por los pobres y alejados siendo él uno más y pudiéndolo haber hecho de otra manera) pero tampoco se trata de una especie de ascética personal para ser el más pobre de los pobres quedando atrapado en el engreimiento y la autosuficiencia rígida, en la soberbia de creerse el mejor imponiendo a todos lo que deben hacer. Esto sería una especie de integrismo populista cristiano. No hay mensaje verdaderamente cristiano sin humildad. Si no cabe el perdón, el amor, en el fondo es un egoísmo encubierto que pretende destacar, no ya por arriba sino por abajo, pero destacar. De lo que se trata más bien es de contagiarnos de la misma sensibilidad y del mismo modo de proceder de Jesús de Nazaret: su misma mirada, su misma entraña de misericordia, ver, oír y sentir como Él.

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Yo mismo estoy dando pasos aparcando algunas actividades en mi vida. Me siento descargado, más ligero con el traje que me pongo para el día a día, pues andaba algo sobrecargado, pero no por ello me siento libre de ataduras, ya que las mismas tentaciones que nos aparecen en los evangelios (Lc 4, 1-11) las tenemos diariamente en las muchas o pocas opciones que tenemos en las distintas etapas del día a día. Quizá me importan los likes que aparezcan en mi blog; sí,  aquí en Religión Digital, el sentirme más o menos valorado en mi centro académico o querido entre los que me importan. Es normal. Somos humanos, pero ello tiene su precio. Ya lo decía S. Juan de la Cruz: “Qué importa que el pájaro esté atado a un hilo o a una soga. Por muy sutil que sea el hilo, el pájaro quedará atado como a la soga, hasta que no logre cortarla para volar”. Como dijo Al Pacino, encarnando al mismísimo demonio al final de la película El abogado del diablo, “Vanidad, definitivamente mi pecado favorito”.

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La pregunta no es cuáles son las circunstancias de mi vida (aunque por supuesto hay que conocerlas) sino más bien, qué es lo que quiero que sea mi vida. No se trata de decir esto sí o esto no, sino decir "me es (nos es) indiferente. Que se haga su voluntad en mí (en nosotros). Que sea lo que Dios quiera". La cuestión está en dejar que Dios nos guíe personal y comunitariamente, y para ello hay que tener la suficiente paciencia como para no adelantarnos a Él y la suficiente valentía como para armarse de las armas de la fe. Si no es así, seguramente acabaremos atrapados en alguna ideología (que puede ser muy buena) o tan esclavizados a lo que tenemos (estructuras, métodos, riquezas, o nuestras propias ideas) que acabemos poseídos por ellas mismas e impedidos para escuchar a Dios lo que quiere de nosotros para construir el reino. Nuestro compromiso no es con la historia, ni siquiera con nuestra gente o comunidad concreta sino con Dios, y eso pasa por la posibilidad de deshacernos de algo: un valor, un principio, una estructura, una idea. Si queremos realmente ser libres y evangélicos, hemos de dejar que Dios curse su plan estando dispuestos a que se rompan los nuestros. Lo demás es engañarnos, aun con buena voluntad, y que Dios se adapte a nuestras determinaciones y deseos. Todo empieza por desprenderse emocional y psicológicamente de lo que solemos considerar como nuestras propiedades y posesiones. Hasta que no consigamos entender que somos meros administradores, de nuestros hijos, de nuestras vidas, de nuestros medios e instituciones no lograremos estar en disposición de dejar a Dios ser Dios.

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Es muy probable que, aun estando abiertos al espíritu, notemos resistencias a desprendernos de algo. S. Ignacio nos propone tomar mentalmente la decisión de la disposición contraria: desear lo que en principio no deseamos; aquí posiblemente nazca ya una nueva disposición más libre a aceptar cumplir lo que Jesús nos pide, aparte de un conocimiento más certero de hasta qué punto estamos atados a cosas, personas o ideas. Como dice Anthony de Mello, el resultado será que la razón por la que queramos tener o retener algo solo será el "Servicio, el honor y la gloria de su Divina Majestad” (EE, n. 16) y no la gloria de Dios y mis deseos, que tanto nos confunde. 

Finalizo con las poéticas y sabias palabras de I. Larrañaga en El hermano de Asís (“Desnudez, libertad, alegría”, p. 35). Ojalá nuestras vidas estén dispuestas, si quiera, a una cuarta parte de lo que este gran hombre se atrevió:

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Era el hombre más libre del mundo. Ninguna atadura lo vinculaba a nada. Nada podía perder porque nada tenía. ¿A qué temer? ¿Por qué turbarse? ¿Acaso no es la turbación un ejército de combate para la defensa de las propiedades amenazadas? Al que nada tiene y nada quiere tener, ¿qué le puede turbar? El Hermano no tenía ropa, comida, techo. No tenía padre, madre, hermanos. No tenía prestigio, estima ciudadana, amigos, vecindario. Y ahí, en la tierra despojada y desnuda nace y crece, alto, el árbol florido de la libertad. El Pobre de Asís, por no tener nada, ni tenía proyectos o ideas claras sobre su futuro, ni siquiera ideales. Aquí está la grandeza y el drama del profeta. Es un pobre hombre lanzado por una fuerza superior a un camino que nadie ha recorrido todavía, sin tener seguridad de éxito final y sin saber qué riesgos le esperan en la próxima encrucijada.

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Por no saber nada, ni siquiera sabe de qué manera ser fiel a Dios al día siguiente. Le basta con ser fiel minuto a minuto. Abrir un camino, paso a paso, golpe a golpe, sin saber cuál será el paso siguiente a dar; acostarse hoy bajo las estrellas con la amapola de la fidelidad en la mano sin saber qué amapola cortará mañana; abrir los ojos cada mañana y ponerse solitariamente en camino para seguir abriendo la ruta desconocida. Cuando fallan todas las seguridades, cuando todos los apoyos humanos se han derrumbado y han desaparecido los atavíos y las vestiduras, el hombre, desnudo y libre, casi sin pretenderlo, se encuentra en las manos de Dios. Un hombre desnudo es un hombre entregado, como esas aves desplumadas que se sienten gozosas en las manos cálidas del Padre.

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Cuando no se tiene nada, Dios se transforma en todo. Dios está siempre en el centro. Cuando todos los revestimientos caen, aparece Dios. Cuando desaparecen los amigos, traicionan los confidentes, el prestigio social recibe hachazos, la salud le abandona, aparece Dios. Cuando todas las esperanzas sucumben, Dios levanta el brazo de la esperanza. Al hundirse los andamios, Dios se transforma en soporte y seguridad. 

                                          Sólo los pobres poseerán a Dios.

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