Iglesia de hombres y hombres para la Iglesia.
| Pablo Heras Alonso.
En días pasados hablábamos de creyentes fundamentalistas que han generado grandes gestos “heroicos”, unas veces con el acto “heroico”, digámoslo con siniestra ironía, de limpiar la sociedad de quienes no profesan la fe verdadera; otras, en el polo contrario, con actos de gran abnegación por los demás.
Siempre que en las tertulias sacamos a relucir a los descerebrados que alimentan sus acciones sanguinarias con el sustento de la fe, por fortuna en occidente ya propias de tiempos pasados, los propincuos al credo nos invitan a distinguir las dos categorías de creyentes, los moderados, que son casi todos, frente a los extremistas, pocos aunque son los que descuellan. Estos últimos más abundantes en la religión “de al lado”, el Islam.
Sean moderados o extremistas, lo cardinal es que ambos siguen pensando que nadie se salva si no es dentro de la religión “verdadera”, en nuestro entorno cercano, el catolicismo. Dejando de lado a los "extremistas", que son irrecuperables, los hechos ignominiosos acaecidos en las historia de la Iglesia y algunos actos criminales de hoy no empujan al “moderado” a repensar su fe y a sacar las consecuencias, que no podrían ser otras que realizar una crítica radical de los principios que generan tales actos.
En defensa de la Iglesia arguyen lo que el N.T. y el Catecismo dicen y podría bastarles a ellos, como que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, y a la vez es santa, católica, apostólica y romana; o que la Iglesia no son los humanos que la forman. Pero se defienden con algo más, suelen aportar otros argumentos de facto de lo más variado, principalmente para rebatir a quienes sólo ven maldad en todo el colectivo creyente. Esto último, para que los hijos de los hombres comprendan que sí, que la Iglesia es una sociedad en la que también abundan los modelos de perfección. Oigámosles.
Menester es reconocer lo que dicen, que la religión y el creer en una Padre bondadoso, en un Mediador que busca nuestra salvación, en una Madre que vela por nosotros… en todo tiempo ha procurado a los creyentes bienestar espiritual, tranquilidad frente al desasosiego, seguridad en las tempestades de la vida, confianza en las fuerzas propias con la ayuda de la gracia o aliento para superar las dificultades.
Muchas objeciones podrían refutar este argumento, pero démoslo por válido cuando el hombre no ha dispuesto de otros medios o no los ha encontrado, que los ha habido siempre.
Otro argumento que reafirma a la Iglesia como entidad imprescindible en la sociedad, es cómo la organización religiosa, órdenes religiosas, congregaciones, estamento eclesial, escuelas catedralicias y universidades religiosas han contribuido a preservar y, sobre todo, acrecentar la cultura de occidente. ¿Qué decir a esto?
En primer lugar, que todo ese tinglado organizativo no tiene que ver nada con la religión. Pero, además, que libres estos individuos de cargas familiares o sociales, a algo se tenían que dedicar y siempre ha encontrado el hombre consagrado ocupaciones distintas al culto y al rezo; que, vista la holganza en que vivían y la muchedumbre retirada del mundo que eran, bien poco han hecho; por último, que la mayor parte de ese “patrimonio” se puede resumir en humo, humo de incienso y humo de plegarias y palabras vacías a las que hoy nadie acude como refugio espiritual.
Ejemplifiquemos. Si sus aportaciones fueran como las de la ciencia, hoy tendrían la misma validez que entonces. Pongamos el caso de uno de los monumentos del saber, la Summa Theológica, de Tomás de Aquino: qué es hoy? Nada. Tomos y tomos que adornan las bibliotecas. ¿O quién sigue las directrices de la “Guía de pecadores” o “La perfecta casada”? ¿Y quién es capaz de entender "Las Moradas" de Santa Teresa, hoy? Y así miles y miles de tratados, comentarios, apologías, etc. como la obra literaria de San Agustín, San Buenaventura o San Gregorio Magno, por poner obras que tengo ahí delante (Ed. B.A.C.).
Esgrimen, aunque menos, los monumentos religiosos que hoy son patrimonio de la humanidad. Cierto, pero no dejan de ser museos de la creencia de nula utilidad hoy día como no sea satisfacer el voyeurismo de la plebe indocta, ávida de fotos y no tanto de cultura. De nuevo el humo del incienso y de las plegarias. Piénsese en la alternativa a tanto derroche: el inmenso coste de una catedral puesto a disposición del pueblo, por ejemplo erigiendo escuelas a miles y universidades en todas las ciudades de la cristiandad. Pero no, a Dios toda la gloria… y sepulcros para eterno descanso y memoria de los servidores de Dios.
Respecto a las conductas perversas de fieles y eclesiásticos, que se esgrimen contra la Iglesia. No, dicen, la Iglesia no es pecadora sino santa. Como hemos dicho antes que dicen, la Iglesia no son sus miembros: estos, cuando así delinquen, se guían por instintos no domeñados; no han hecho suyas las enseñanzas de la Iglesia; no han confiado en la gracia de Dios; se han dejado llevar por sus inclinaciones pecadoras, de las que darán cuenta en el juicio divino.
No vamos a repetir lo dicho antes, que una sociedad, una empresa, una fundación... no se comprende sin sus componentes y que eso es lo que todos entienden por “Iglesia” como sociedad religiosa. Por otra parte, algo un tanto maquiavélico, la Iglesia se ha dotado a sí misma del posible y seguro perdón de los transgresores: Dios perdona a todos, Jesús busca a la oveja perdida, todos están redimidos por la sangre de Cristo…
Y algo que hemos visto hasta ayer: cuando uno de sus miembros jerárquicos ha delinquido, las altas instancias de la Iglesia bien han procurado ocultarlo , bien se han preocupado de apartarlo de la imagen pública y esconderlo entre bastidores. Y si de fieles perversos o pervertidos se trata, claramente distinguen ellos los dos planos de vida: por una parte giran sus creencias y por otra sus intereses económicos o sociales.
Dejamos para otra ocasión argumentos que se esgrimen, como el que entre las filas laicas, hoy y en la historia pasada, se encuentran personajes de relevancia social, artística o científica que son creyentes piadosos. O el otro argumento, cual es el hecho de que ha desaparecido un motivo de discrepancia o rechazo, porque hoy ya no hay oposición entre fe y razón ni nadie suscita polémica respecto a tema tan espinoso en siglos pasados. Esa dicotomía que dividía a los humanos ha pasado. Y, por último, la necesidad universal y eterna que tiene el hombre de la dimensión sagrada de la vida, a la que da respuesta la fe, sobre todo la fe verdadera, la católica.