¡Es tan difícil creer! ¡Es tan fácil dudar!

Ya sabemos que las verdades de la fe tienen poco que ver con las científicas, asunto [razón y fe] que parece superado o soslayado. ¡Pero hay tantas cosas que rechinan cuando nos dicen "palabra de Dios"!

¿Qué piensa el fiel creyente cuando oye el relato de Jesús caminando sobre las aguas?  Difícil de creer. ¿Cree  que las palabras de Jesús pueden hacer resucitar a Lázaro y que esto es real? Ni se le ocurre. ¿Qué piensa de que alguien que ha muerto pueda volver a la vida al cabo de dos noches en un sepulcro?  ¿Puede alguien despedirse de sus amigos elevándose hacia el cielo y desapareciendo tras una nube? Esto y cien cosas más se lee como “palabra de Dios” en el Nuevo Testamento, que parece algo más tragadero que prodigios que aparecen en el Antiguo.

No son sólo patadas a la ciencia sino, sobre todo, atentados al sentido común, que se nutre de la experiencia, de las reglas  de vida y de las leyes de la naturaleza. Todo lo dicho arriba  es lo que las autoridades religiosas hacen creer a los adormecidos fieles domingo sí y domingo también, después de seis días previos donde el fiel se rige por pautas naturales, por normas de convivencia, por criterios racionales, por sistemas sociales establecidos y por modelos y ejemplos de sus convecinos. Llegado el domingo, prescinden de pensar y se adormecen en la credulidad.

¿Cómo compaginar preceptos tan asumibles como amar al prójimo si ello va entreverado con irracionalidades tales como convertir el agua en vino o curar enfermedades con sólo dejarse tocar el manto? ¿Hay que aceptar lo primero a condición de creer lo segundo? ¿Hay que aceptar la existencia de un ser que va desgranando hechos portentosos, milagros,  al pasar a nuestro lado sólo porque ha dicho de sí mismo que es el Mesías hijo de Dios?

Hace ya más de doscientos años que sesudos pensadores y teólogos han entrado con el escalpelo de la ciencia en el legajo o mamotreto del Nuevo Testamento. Entre otras cosas, han deducido y enseñado que los cuatro evangelistas  no pudieron conocer a Jesús en vida; nos han dicho que tampoco Pablo de Tarso sabía nada de su vida y eso que escribió sus cartas antes que los evangelistas; más todavía, que Pablo de Tarso dejó de lado los datos de la vida real de Jesús para dedicarse a hacer divagaciones sobre lo que él creía que era Jesucristo.

Tales estudiosos de los Evangelios han puesto de manifiesto las tremendas incoherencias y absurdas incompatibilidades existentes entre los evangelistas. Aparte de que tres de ellos parecen copiarse mutuamente, todo ello sugiere que hay demasiadas invenciones dentro de lo que dicen y que conforme pasaba el tiempo se iban añadiendo más datos fantasiosos  a la novela primitiva de Jesús, de cuya redacción primitiva no ha quedado nada.

La vida de Jesús, que se reduce como mucho a tres años, fue realmente singular, extraña, rara y misteriosa. Llevó tras de sí a grandes masas de gente, cambió el pensamiento popular sobre el Dios judío, espantó a las clases dirigentes, trastocó los sistemas sanitarios de su época curando con su palabra, hubo tremendos fenómenos naturales cuando murió… Y después de tanto prodigio como realizó en vida, no trascendió nada de ello en los anales de la historia romana ni los cronistas romanos de ese siglo legaron referencia alguna en documentos referidos a Palestina. Ni siquiera Flavio Josefo se dignó consignar datos reales de su vida. Ya es raro. ¿No les da qué pensar a los fieles creyentes con un mínimo sentido crítico?

Y aunque muere, sin embargo, Jesús “resucita” entre el año de su muerte, supongamos el año 30, y los años en que aparecen relatos de su existencia, pongamos la década de los 70. Dicen que, entre esos cuarenta años, al menos aparecieron veintisiete relatos distintos de su vida y sus palabras, aunque sólo cuatro se citan como válidos.  ¿Cómo surgieron y qué efecto produjeron? ¿Sirvieron para amalgamar los primeros grupos de cristianos como secta separada del judaísmo? Así parece que fue.

Quiero pensar, como los estudiosos dicen, que en esas primeras novelas lo que se recogen son frases sueltas del maestro, sentencias, recomendaciones y algo sobre la inminente llegada del fin de los tiempos.  Más tarde, los cronistas se dedican a rebuscar en el Antiguo Testamento y encuentran citas aplicables a Jesús, incluso referidas a su forma de morir, bien que muchas de ellas traídas por los pelos.  Y, como Jesús no podía ser menos que otros, le endosan prodigios que se decían de figuras relevantes del mundo antiguo, fueran de Egipto, del Medio Oriente o de la Hélade.

Era la moda épica de ese tiempo. Todos los que habían descollado en algo tenían poderes taumatúrgicos. El presocrático Empédocles de Agrigento, cinco siglos a.c., por su doctrina dicen que resucitó a un muerto; de él dicen sus hagiógrafos  que una voz tremenda lo llamó desde el cielo y se lo tragó una luz celestial. Algo parecido decían de Pitágoras, que regresó a Grecia 227 años después de su muerte. Hay quien se le parece un tanto, Sócrates. Predicó y sucumbió. Si sus biógrafos Antístenes, Platón y Jenofonte hubieran escrito milagros de él y hubieran dicho que había resucitado, hoy sería fundador de una novedosa religión basada en la reflexión, la crítica y la filosofía.               

Otro asunto que da mucho que pensar, al menos a mí, es cómo ninguno de sus apóstoles escribió nada o, si no sabían escribir, dictó nada sobre su vida, sus andanzas, sus milagros, su relación con el pueblo y con las autoridades, su muerte, etc. No hiló fino el Espíritu Santo ni previó el futuro. Sí, Pedro y Santiago nos dejaron sus cartas, pero son insustanciales respecto a la figura humana, incluso divina si así lo creían, de Jesús. Puras enseñanzas morales que no pasan del 3% del Nuevo Testamento.     

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