La evolución del pensamiento pone las cosas en su sitio.

Durante centenares de siglos,la Tierra, considerada incluso como una diosa, no era redonda. Se la concebía plana como una plancha, no tan plana como las planchas de asar, pero sí que gozaba de cierta “planitud”. Algo curvada por el calor, eso sí. Se la llamó “planeta”.

Era “plana”, o sea, “planeta”, aunque en los primeros tiempos no se le llamara así. Y no existían los “antípodas”. Había gente que vivía “allí”, en los extremos de la tierra, de ahí que pudieran ser llamados extremistas.

Los sabios, que lo sabían todo y todo lo explicaban, y más si tenían comunicación directa con las revelaciones de Dios, dogmatizaban infaliblemente sobre tal planitud y cómo era la constitución del universo; al resto sólo le quedaba creerlo a pie juntillas, porque su propia investigación era imposible: su inteligencia era únicamente “primaria”, dedicada a satisfacer el estómago.

Arriba, allá muy arriba, por encima de las nubes, estaban los cielos, hasta siete según el intérprete Saulo. Y sobre todos los cielos, en los confines de las alturas se asentaba el trono de Dios (el Altísimo) quizá más allá del sol, que hacía de escudo para no verlo directamente.

Este ser, que nadie sabía cómo era, aunque también todo el mundo se lo imaginaba, de vez en cuando echaba un vistazo a la Tierra a través de su camuflado “radar” en forma de triángulo, con ese ojo sagaz siempre vigilante en su interior, invisible al más suspicaz “ge.pe.ese” y otros detectores humanos.  

El modo de comunicarse con él era subir a las montañas. Si no las había, como en las llanuras mesopotámicas y luego en las mesoamericanas, se construían: montañas que solían ser escalonadas o con rampas. De vez en cuando y como condescendiendo con quienes Dios tenía más amistad, Él bajaba un poco de sus excelsas altitudes. O sea, que el hombre y Dios se encontraban a un tercio del montaraz camino. Moisés fue uno de los elegidos; de los mesopotámicos no quedan nombres.

Por debajo de la planicie, muy abajo, de tal modo que ni realizando pozos abisales se podía llegar,  en los tenebrosos abismos “inferiores”, estaba situado el infierno. Todo en ascuas, llameante. En algunos lugares malditos salía al exterior por bocas que vomitaban fuego lamiendo la plancha terrestre y arruinando la vida. Era una demostración de su existencia.

Entre los cielos y la tierra se situaba el astro rey, el Sol, paseándose entre las nubes. Se levantaba de madrugada y salía por el Oriente emprendiendo su camino a lo largo de la bóveda celeste hasta el atardecer, en que se retiraba a sus aposentos por el Occidente, y así, como la palabra dice, caía a los abismos. Siempre hacía el mismo recorrido. Calentaba y avivaba la planicie terrestre por arriba, lo mismo que los fuegos del infierno la enrojecían y sulfuraban por debajo.

Los sabios daban esta explicación entre otras cosas porque Dios así lo había revelado y estaba consignado en los libros sagrados. Era palabra de Dios. ¿Qué podían pensar el pastor andarín y el afanado agricultor que vivían de la tierra?

Pasaron los siglos e individuos holgazanes, dedicados a la contemplación de los astros, comenzaron decir que no, que la Tierra era redonda, aunque se llamara planeta. Más todavía, que el Sol no se paseaba ni recorría vía lechosa ninguna ni recorría el camino de Santiago: era la Tierra la que producía ese efecto.

Lo que en un principio eran teorías se tornaron herejías. Había aparecido una sociedad que velaba por la pureza del lenguaje: la Iglesia. Lo de menos fue perder el puesto de trabajo o no volver a pisar el suelo natal: hubo quienes, por contumacia, probaron en vida lo que les estaba destinado tras la muerte, las llamas infernales. El argumento tenía su fundamento: Ya que sus almas arderían para siempre en el fuego eterno, era lógico que sus cuerpos cataran el tormento, para ir haciendo boca.

La combustión física quizá hubiera podido producir hasta un problema teológico: ¿cómo resucitarían sus cuerpos si todo se había ido en humo y ceniza?  Solución de compromiso: total, los chamuscados en la hoguera no importaba que resucitaran mutilados... ¡iban a volver chamuscarse en los infiernos…!

Finalmente, y sin esperar a Juan Sebastián Elcano, se produjo el giro copernicano. Se corrió la voz por todo el mundo y el asunto quedó zanjado: la Tierra era redonda, había antípodas… Y pusieron a parir a sus abuelos por ignorantes e ingenuos.

La Iglesia, sin embargo, flemática como siempre ha sido,  ni se inmutó. Por otra parte, estaba dedicada en ese tiempo a otros menesteres y negocios, a cómo enchufar a los sobrinos o encumbrar a los hijos, cómo vender mejor la salvación, cómo ampliar los territorios pontificios o cómo privar de aliento vital a los cardenales contumaces. Desde luego nadie se acordó de los condenados a la parrilla. Seguían en el infierno por haberse adelantado a su tiempo.

Y la gente siguió pensando y elucubrando: si la tierra era redonda, los que vivían en las  antípodas podrían caer al vacío. Antes era fácil, se asomaban demasiado o eran empujados y caían. Ahora era peor. ¡Pero de hecho no se caían! ¿Por qué? Newton encontró la causa, la ley de la gravedad. Los antípodas no se caen al vacío porque son atraídos potentemente por la fuerza de esta ley... Y de alegría, los australianos, saltando como canguros, se afianzaron más a su tierra.

¿Suena ridículo todo esto?

Pues hay algo que suena igual de ridículo, con la diferencia de que todavía hay masas ingentes de gente que siguen pensando igual, después de muchos miles de años de historia con el sufijo a.C.  Durante decenas de siglos, también se creyó en deidades, espíritus, semidioses, titanes y concretamente en Dios, así, con mayúscula, aunque luego se le bautizara con diversos nombres… (destaco ntre ellos, por su belleza fonética, el de Manitú)

Y se inventaron historias, leyendas, fantasías... sobre ellos. Y cuando empezaron a decir que sólo existía un “único Dios”, se carcajearon del politeísmo. Sin embargo, también sobre El comenzaron a elucubrarse historias e historietas. Y unos dogmatizaban infaliblemente sobre la esencia de Dios y otros lo creían a pie juntillas.

Con el tiempo, unos pocos empezaron a incordiar y pusieron en duda la existencia de tal ser. Y así nació lo que la “Institución” ha dado en llamar (y sigue en sus trece... mil) ateos. Que son algo así como los antípodas de la creencia. Luego, han ido bautizándolos con otros nombres, incrédulos, agnósticos, impíos, escépticos, librepensadores, laicos...

¡Con lo fácil que hubiera sido “cristianarlos” simplemente como “antípodas”! Claro, que como todavía algunos siguen teniendo las ideas “planas”, los siguen denominando “ateos”.

En la época de la “planitud” terrestre, éstos hubieran ido a parar a la pira, aprovechando la plancha parrilla. Pero ahora no. Ahora sólo se les desea, dentro de la caridad cristiana, que se desplomen de la “redondez” de la creencia y se precipiten en las profundidades infernales.

Y los antípodas se carcajean. Porque los inquisidores no se dan cuenta de que la “Ley de la Gravedad” les obliga a fijar firmemente los pies a la tierra. No elevarse a las alturas celestiales.

Gracias a Galileo y a Newton. O “Deo gratias”, que todavía nos queda resabios de hábitos pasados.

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