¿Somos personas normales o no?
| Pablo Heras Alonso.
Solamente por lecturas históricas, por las noticias siniestras que aparecen en los medios de comunicación y en menor medida por el fervor con que se manifiestan determinados creyentes de mi entorno puedo calibrar hasta qué punto las creencias son un poderoso motor determinante de la conducta.
Así, en el panorama de lo que podríamos tachar de negativo para la convivencia humana, me encuentro con guerras y persecuciones religiosas, con santos de lo más extravagante, con inmolaciones suicidas con tal de matar a enemigos de la propia fe y también, en grado más cercano, con meapilas intransigentes, con perdonavidas…
No he experimentado entusiasmo alguno por ninguna creencia ajena a mis intereses particulares, dígase lo mismo por alguna idea incrustada en mi mente de tal forma que influyese decisivamente en mi conducta. ¿Soy una persona rara, alguien que no siente pasión por nada, alguien incapaz de disfrutar, de gozar, de entusiasmarse? Alguno habrá que diga que así es, porque todos nos movemos más o menos por ideas y pensamientos ajenos al pensamiento propio. No es mi caso. Me provoca rechazo aquello que considero impuesto, algo que no he logrado asimilar o algo que me incitan a realizar contra mis ideas o mi razón.
Pero como me creo igual o semejante a cuantos en mi entorno veo, he encontrado todo eso en el trabajo y las aficiones, alejados de los grandes ideales. El trabajo que he llevado a cabo, relacionado con las artes y con la educación me ha producido gozo y satisfacción, me ha estimulado, y lo he realizado a conciencia; y me han embargado sobremanera asuntos culturales, históricos o efemérides en los cuales me he enfrascado, hasta el punto de haber escrito varios libros sobre música o sobre personajes y lugares cercanos con suficiente fama para que despertaran el interés de posibles lectores.
Lo que pretendo decir es si embeberse con asuntos que a uno le apasionan puede asimilarse al “fanatismo”. La contestación es rotunda y clara: no. Y aquí se encuentra el punto de ruptura entre una situación y otra, entre una forma de entender y de llevar una vida u otra. El fanatismo sí se da cuando de religión, política y creencias sobrevenidas en general se trata. Los fanáticos religiosos o políticos no admiten que aquello en lo que creen se ponga en discusión, se contradiga o vitupere.
Llegamos a la conclusión, cuando leemos historias pasadas o nos enteramos de determinados comportamientos fanáticos, que una creencia define la visión que de las cosas se pueda tener; las creencias forjan deseos, suscitan miedos, generan expectativas; una creencia mueve poderosamente la conducta, a veces hasta límites que traspasan el código penal; en la vida normal en la que casi todos nos movemos, las creencias dictan una respuesta emocional ante contertulios que difieren de lo que uno piensa.
Decimos “respuesta emocional”, porque en una tertulia que comienza distendidamente sobre creencias, casi nunca guían las consideraciones racionales de cualquier asunto relacionado con ellas. Unas veces es el silencio espeso con que reciben lo que oyen; otras veces es la imperiosa necesidad de cambiar de asunto, cuando no ausentarse; y muchas, las imprecaciones en que terminan los argumentos.
Lo vemos en detalles o asuntos nimios que parecen menores. Un ejemplo que siempre me ha producido cierta perplejidad, cuando en la misa al finalizar una de las tres lecturas dominicales se dice: “Palabra de Dios”. He aquí una típica creencia que condiciona vida y cultura de millones de personas. Cierto que la mayor parte de los fieles responde sin saber qué implica su respuesta, expresada como por reflejo condicionado, “Te alabamos, Señor”.
No es así en el caso de quien asume lo que se dice con cierto grado de fanatismo, cual es la creencia de que eso es cierto. El creyente piadoso y concienciado asiente creyendo, y sabiendo, que El Señor dictó su palabra a determinados profetas y ellos han transmitido el mensaje de Dios recogido en varios libros cuyo conjunto forma ‘la Biblia’. Por lo tanto –dice— ‘yo creo’ que esa es la palabra de Dios”.
Las respuestas racionales a esa convicción son varias y, por supuesto, bajo el punto de vista racional, incontestables: ¿no es palabra de Dios, también, lo que viene escrito en los libros de todas las religiones, las más de las veces entre sí excluyentes? ¿Cómo no pensar que en la redacción de tales libros están presentes la raza, el lugar de nacimiento, la tribu, la organización social, el lenguaje? ¿No indican nada las incitaciones hacia la violencia de que tales libros están llenos?
¿Y qué decir de las fantasías que se vierten en tales escritos? ¿De la conducta perversa que Dios incita a llevar ante quienes no comulgan con sus aberraciones? ¿De su instigación al odio hacia las otras razas? ¿De la justificación de la conducta perversa del fiel creyente?
Hay otras consideraciones más asépticas relacionadas con el estilo, los términos usados, la influencia de religiones anejas. Y aquí entra la razón, es decir, el estudio científico de tal “palabra de Dios”, que lleva a la conclusión de que esos escritos son más palabra de redactores y recopiladores que vivieron en tal fecha determinada.
Es decir, que esa creencia admitida como indubitable de que Dios nos ha hablado y ha escrito un libro para nosotros no lo puede admitir una persona que se guía por su propio raciocinio. ¡Pues es una convicción tan arraigada en la inmensa mayoría de los habitantes de esta Tierra de crédulos que cualquiera puede recibir una reprimenda, un escarnio, un castigo e incluso la pena de muerte si pone en solfa las palabras del “Libro”!
Y curiosamente los regímenes políticos que en teoría son ajenos a consideraciones religiosas en su ordenamiento jurídico, sí se han puesto de acuerdo en “respetar” lo que tales libros contienen. Y está mal o puede ser perseguido el no honestar lo que todos creen.
En un plano menos beligerante o más del día a día, se considera de “mala educación” sacar temas religiosos en las conversaciones normales. Se puede criticar cualquier otra cosa de la vida de una persona, sus conocimientos científicos o históricos, su trabajo, sus relaciones o amistades… pero no sus creencias religiosas.