¿Se puede hablar de folklore de lo sacro?

A partir de mañana, España se divide en dos, los que quieren hacer de Semana Santa un “carpe diem” y los que quedan desligados de tales fastos entregados al sagrado placer de la holganza. A su vez, podemos diferenciar, entre los primeros, por una parte, a aquellos que no quieren saber nada de tales fastos pero recuerdan su niñez y asisten convertidos en cámara en ristre para captar la mejor instantánea de tal o cual “paso” procesional, y por otra, aquellos otros que gustosamente se suman a la comparsa ritual de procesiones, misas vespertinas o nocturnas y recorrido piadoso, que llena el viernes santo, por “monumentos” eucarísticos repletos de las primeras flores de la primavera. Y esa es nuestra España.

¿Es la España de la fe? ¿Es la España que vuelve a sus raíces cristianas aunque sólo sea una semana al año? ¿O es la España que definitivamente ha dejado de ser católica? Opiniones hay para todos los gustos, pero la estadística puede ser reflejo fiel de lo que unos no quieren ver y de lo que otros usan como zurriago contra credulidades.

Una de las formas de incardinarse a los eventos “santos”, sobre todo si el tiempo no acompaña, es la contemplación pasiva de tales o cuales ritos con que la TV desde tiempos inmemoriales hoy rellena espacios buscando la contemplación del arte o la empatía con la experiencia lacrimógena que procuran cantos inspirados, rostros dolientes y quejumbrosos como reflejo de las lágrimas de madera que destilan las vírgenes madres de tal o cual hermandad.   

La televisión, qué sopor. Siempre incidiendo en programaciones repletas de temas bíblicos o en retransmisión de procesiones o en películas de ambiente prehistórico. ¿Una vuelta a cincuenta años atrás? Parece que sí, aunque también se puede entender como un modo fácil de los rectores televisivos por sacar adelante programas necesariamente diarios sin alborotar demasiado las neuronas.

Y siempre la Biblia como venero recurrente, cuyo origen hay que encontrar en fundamentalistas luteranos o evangélicos. En pocas palabras, un "más de lo mismo" con mejores medios y mayor vulgaridad. Dado que la incultura popular raya en la ignorancia más supina, la vulgarización de relatos literales sólo puede conducir a una de estas dos derivas: por un lado la deducción de que el dios del pueblo de Israel, un dios a la medida de gentes crueles, es un dios perverso, justiciero, cruel, vengativo y sediento de sangre, y otra consecuencia, el alejamiento de la lectura directa de la Biblia, bien porque " ya han visto todo lo que dice", bien porque los cuentos que relata no merecen la pena.

Alguien decía con cierta sorna pero con el fundamento de que hoy lo visual ha sustituido al reposo de la lectura, que leer es de pobres, bien por no tener dinero suficiente para comprarse un reproductor de CDs o bien por no hacer dispendios en discos para lo mismo.

A eso conduce la ignorancia manifiesta de todo aquello que tiene que ver con lo sagrado, fruto de una educación somera e incluso rastrera de la cultura de las religiones. Hablando con éste o con el otro, uno percibe cómo el desconocimiento de la Biblia es casi total, libro por otra parte digno de leerse al margen de historias, historietas y cuentos moralizantes y al margen de consideraciones piadosas y salvíficas.

Y tal desconocimiento conlleva ignorar el contenido y la simbología de la mayor parte del arte imaginero español. Es así porque los siglos de dominación católica así lo han propiciado: la mayor parte del arte español es arte sacro. Cierto que se puede ver con otros ojos, como que aquella "magdalena" pudiera ser la sobrina del escultor o aquel "cristo" sea el rostro del expósito en el rollo, pero el origen está en algún relato de la Biblia. Y tal relato debiera ser estudiado y conocido.

La facilidad de acercarse hoy a tal sitio o tal otro para admirar el arte encerrado en los templos --en mi caso el recorrido de todas iglesias más o menos importantes del románico palentino en compañía del malogrado profesor Santiago Amón-- contrasta con el desconocimiento de lo que en ellas se ve: da lo mismo un sacrificio de Isaac que el relato de la escala de Jacob o el cuadro de la mujer de Lot. Todo se convierte en "bellas o siniestras imágenes" objeto de cualquier cámara de fotos, hoy del móvil, a despecho del sempiterno "prohibido hacer fotos".

El turismo, hoy, se ha convertido en la ignorancia trocada en deseo a la espera del sucedáneo gastronómico. Y cualquier cosa que nos presenten es objeto del ansia de saber, sin receptáculo alguno mental donde alojar eso que se ve. Al final sólo queda un "yo estuve allí" o "yo he visto eso".

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