El vago sentimiento deísta.
| Pablo Heras Alonso.
El deísmo es esa vaga concepción mental que sostiene la idea de un algo que flota “ahí”, que dirige nuestro destino, que incluso procura nuestro bien, que sabe lo que nos puede pasar, que responde de nuestras buenas acciones... No es ni panteísmo ni teosofía ni cosas por el estilo. Es, eso, un sentimiento inconcreto de que “algo hay”, porque “tiene que haber algo” como afirman quienes no tienen argumentación alguna para pensar lo que dicen.
Y ese algo se manifiesta en cientos de dioses. El dios jerárquico, el dios político, el dios guerrero, el dios administrado, el dios del culto, el dios consuelo, el dios de las mil vírgenes que son su madre, el dios de las santificaciones de todo lo santificable, el dios del rayo o la sequía, el dios blasfemado... La ristra podría tener un final: el dios-nada por quererlo ser todo. Hay tantos dioses, que siempre habrá alguno al que invocar y algún otro que preservar.
Sí, hay tantos dioses que, como el agua que se desborda, alguno de ellos se cuela por algún resquicio para enquistarse en la consideración de aquellos que quisieran desprenderse de todos pero no se atreven.
Más que dioses, podríamos afirmar que lo único que da consistencia a tales dioses es el clero. Y si existe el clero, si hay personas que defienden una idea, esa idea debe tener consistencia: tanta gente de bien, tanta gente docta, tanta gente que se dedica a los demás... no puede estar engañada. Un motivo más para el deísmo.
¿Por qué el deísmo? El deísmo podríamos decir que está en el origen de las religiones. Pero también en su disolución. El deísmo primigenio va tomando cuerpo, se va perfilando, cobra rasgos precisos, se humaniza o antropomorfiza, queda cosificado en invocaciones y ritos, adquiere caracteres de gigantismo... y comienza a declinar porque ya se hizo concreto y lo concreto tampoco satisface.
Hoy el mundo avanzado ya no cree. En parte porque ya no conoce. Le es indiferente que Dios sea Uno o Trino; le es indiferente que sea Yahvé o Alá, porque, dice, todos ellos son dioses. También le es indiferente porque Dios se mostró ciego y sordo cuando más lo necesitaba el mundo: I Gran Guerra, II Guerra, Hitler, Stalin, los mil sátrapas nocivos y las mil guerras delegadas.
Entre unas cosas y otras, el hombre va despojando a Dios de perifollos sacralizantes. Tanto lo despoja que al final puede que se encuentre sin nada. De hecho Dios, entre los nuestros, sin procesiones, bendiciones, exorcismos, peticiones de lluvia y pasacalles no es nada. Y como el mundo occidental pasa de largo ante todo eso, Dios se esfuma.
Pero Dios no se da por vencido y vuelve una y otra vez. Se hace presente al hombre. Presente pero no del modo que dicen sus prosélitos, “porque el hombre necesita de Dios”, “porque mi corazón ansía...” No. Dios sigue ahí porque el hombre es memoria y es hábito adquirido: el hombre no puede cortar con su pasado sin quedar traumatizado, y Dios es su pasado. Sucede también que el hombre, a pesar de sus certezas, es sobre todo un mar de dudas: ¿y no será que Dios...? Si a eso se añade el descomunal mundo formado al socaire de los dioses...
Pero hay otros motivos más de andar por casa: uno, el hombre occidental llega a ser deísta por conmiseración, porque los creyentes le dan lástima, por no contrariarles ni agobiarles, por no ridiculizarles en reuniones de vecinos o de amigos; dos, porque debe haber un guardián del santuario que lo preserve de expolios o escarda la hierba. En definitiva, porque aquel que ya ha “pasado” de credulidades es más educado, en deferencia hacia el tinglado organizado.