"De manera literal no sabe la mayoría de niños ni de jóvenes de qué se les habla, ante la desconexión con respecto a la tradición cristiana occidental" Los jóvenes y el mundo
| José Carlos Rubio
Quien buscaba hace veinte o treinta años seguirá buscando hoy, quien no se sienta movido por el Espíritu, y persiga sólo cuanto ofrece el mundo, no lo hará, y se mantendrá alejado de las iglesias como sucedía antaño. Nihil novum sub sole: no hay palabras ‒que ya no resuenan en hebreo, sino cual adagio latino‒ más certeras al analizar cualquier época: cambiará la intensidad, lo cuantificable, pero no la esencia. Todo ya se ha visto y se verá. Rasgarse las vestiduras porque no “conectamos”, “nos enganchamos” o “atraemos” a quienes todavía están en etapas de formación, no deja de ser un modo de amargarse o de pensar que es posible una transformación generalizada y creciente. Más que el atractivo por una vida espiritual y comprometida (y atención, pues estas palabras también están gastadas), son la comodidad y el esfuerzo por lo agradable lo que guía hoy (con diferentes grados de cobardía). Y, en cierto modo, a pesar de las redes sociales, siempre ha sido así. Habremos de estar en ellas, claro, como se estuvo antes en la radio y en la televisión, bien en programas concretos, en franjas horarias y días determinados, o en cadenas exclusivas. Sin embargo, ni durante el régimen nacional-católico se dio en la televisión estatal una sobreabundancia del Espíritu. Y no parece que la preeminencia de esos medios a lo largo de décadas haya llevado a avivamientos reseñables, o quizá sólo a algunos pocos que acabaron viviéndose en privado o en soledad. La fe y la esperanza se nos deshacen entre los dedos, y estamos acostumbrados a leer sobre dudas, parones, incertidumbres, el arrastre de lo cotidiano en la pérdida de los puntos de referencia. Además, hay otro problema: los niños y los jóvenes, como mucho, han resistido la duración de un servicio religioso: ¿acaso hace medio siglo no nos aburríamos?; ahora, posiblemente, al aburrimiento lo acompañaría el estupor de no entender nada, porque de manera literal no sabe la mayoría de niños ni de jóvenes de qué se les habla, ante la desconexión con respecto a la tradición cristiana occidental.
Estas ideas me han ido surgiendo tras la lectura de la ponencia “¿En qué creen los jóvenes? Dificultades y posibilidades”, de la hermana dominica Teresa Comba, publicada en el libro colectivo “Sueño con una Iglesia joven y para los jóvenes” ¿Crisis en la transmisión de la fe? (Madrid, PPC, 2019), en el cual también participaron Juan María González-Anleo, Vicente Esplugues y Jesús Rojano. Son ideas maximalistas y llevadas al extremo, desde luego (me refiero a las mías), quizá porque reflexiono sobre todo a partir de la experiencia personal, de quien nunca se sintió cómodo en la etiqueta “joven”, y por eso desde la temprana adolescencia buscaba la compañía de quienes tenían más edad y, sobre todo, atesoraban conocimiento o experiencia. Pero una cosa es la casuística personal, y otra poner a tiro de la mayoría de jóvenes lo que creemos que se está perdiendo. ¿Cómo lograr que el impacto de la Palabra les llegue quién sabe para qué y durante cuánto tiempo? A veces no se dejan, piensan que tienes una agenda oculta, no se fían, les repele lo referido a la religión, cuando en el fondo se trata de otro problema: que el dúo libertad y responsabilidad no saben cómo conjuntarlo.
Teresa Comba plantea una pregunta que yo transformo en afirmación, pues su frase me parece muy intuitiva: “hay un exceso de cuidado corporal porque se ha desatendido la dimensión espiritual” (p. 54), de los jóvenes o no, añadiría, pues también hay cuarentones y cincuentones abonados al gimnasio en un último esfuerzo de luchar contra la entropía. Y si han tenido estos adultos un modo de entroncar con la espiritualidad ha sido a través de los libros de Paulo Coelho o de Robin Sharma. Hace unos años pensábamos que las deserciones en el cristianismo iban a alimentar otras religiones, pero era falso: no tenemos amplias comunidades budistas, ni ha proliferado el número de miembros de ISKCON (los “Hare Krishna”), ni el seductor y tantas veces genial Osho es más que un autor de libros que se venden y punto. El por qué estas religiones, exóticas, novedosas, pretendido soplo de aire fresco en la vieja Europa, no han triunfado es porque todas son rigurosas y exigen compromiso. Una cosa es irse un rato a cantar alegremente “Hare Krishna, Hare Krishna” (los que iban) y otra haber de cantarlo un par de horas al día, hacerse vegetariano, seguir un programa de estudio, practicar la castidad, cortar muchos lazos con el mundo, etc. Eso es un compromiso religioso que nadie quiere asumir. Para la mayoría, mariposear está bien; los experimentos refractarios al “mundo”, con gaseosa.
Pero vuelvo a Comba: es un buen punto de partida su planteamiento: como el espíritu ha dejado de existir, sólo me queda el cuerpo. De la oración y la meditación, extraes paz de inmediato, a los pocos minutos de ponerte; en cambio, para lograr el mismo efecto a través de la gimnasia, primero has de agotarte físicamente; como premio extra o primera consecuencia buscada, musculitos y tipito, aunque cada vez más cuanto gira al cultivo del cuerpo y sus técnicas se ha convertido en un espacio preñado de significado por sí mismo (dentro de su vacuidad, está claro).
Nuestra hermana sigue deshilvanando la madeja: si la sociedad no anima a cultivar el espíritu (lejos también, pues, nos hallamos de los griegos), ¿a qué anima? Ella nos da la respuesta, pero no está mal que nos la planteemos unos segundos nosotros… A consumir. El mundo de hoy llama a consumir, literalmente, como si no hubiera un mañana. Y entre ese consumo, con datos estadísticos, el alcohol y las drogas, que, paradójicamente, serían contraproducentes para un cuerpo sano, pero se coaligan a través de quien ejerce la voluntad de domesticar el cuerpo y disfrutar: todo produce placer. He ahí la nueva medida de las cosas.
Ante esta panorámica, Teresa Comba propone “engancharse a la espiritualidad y a la oración” (p. 56) de una forma consecutiva: creando un hábito, exponiéndose a la intimidad y compartiendo la experiencia. Para lo primero, apunto, dispondríamos hoy incluso de la ayuda de un método cool: el japonés kaizen: empezar a hacer algo solamente un momento: si no puedes comprometerte a ir a clase de inglés dos días por semana, a lo mejor sí puedes ponerte un vídeo en YouTube dos o tres minutos. Con la oración, lo mismo: se podría retomar aquel hermoso título que dio José Luis Martín Descalzo en su traducción al otrora popular volumen de Michel Quoist, Oraciones para rezar por la calle, y sugerir: “Vale, de acuerdo, no puedes sentarte media hora por la mañana, y otra media al anochecer para meditar en silencio, pero puedes hacer una pequeña oración mientras esperas el metro… o te cambias en el gimnasio”. Crear un hábito y, poco a poco, exponerse a la intimidad, a una experiencia con alguien vivo (esto también habría de explicarse ahora, porque no es otro el nudo y la contradicción de la creencia), para ser transformados. Sin embargo, somos seres sociales, y si no compartimos con alguien nuestra estancia en la fe y no nos apoyamos mutuamente, languideceremos.
Cuál es la diana resulta evidente, y para nuestra hermana la flecha son las nuevas tecnologías; en ellas los jóvenes lo encuentran todo, incluso, en brillante hallazgo, autoridad: “La verdadera autoridad no la tenía yo, la tenía el móvil” (p. 59) confiesa Comba con respecto al consejo que le dio a una joven estudiante, y que ésta no siguió hasta que no encontró una aplicación que se lo decía. En un momento en que todo lo que buscan los jóvenes van a buscarlo a las nuevas tecnologías, estar ausente en las mismas es quedarse relegado a la intrascendencia. Y tal es la conclusión a la que llega Teresa Comba en un texto oportuno y sugerente.