Educación para la Ciudadanía

Bueno, la suerte está echada, parece que aquí todo el mundo tiene que opinar sobre la Educación para la Ciudadanía como nueva asignatura en la escuela. Y, claro, una vez conocida la Nota del Comité Ejecutivo del Episcopado Español, poco margen de maniobra parece quedarnos a quienes nos movemos en la órbita del catolicismo.
Consideremos lo primero, el fondo. ¿Puede un Estado Democrático exigir en la Escuela una Asignatura con claros contenidos filosóficos, políticos y morales? Pues yo creo que sí. (Luego veremos qué pasa con los contenidos y quiénes los formulan y enseñan). Así se ha pensado en el Consejo de Europa. La idea de que el Estado Democrático es un ente ajeno a nosotros, una institución que soportamos a la fuerza, y que tiene su propia ley de desarrollo hasta el abuso, lejos de la voluntad de la sociedad civil, es cuando menos exagerada, y por cierto “marxista” y “anarquista”. Cualquier reflexión moral cristiana sobre el bien común y sobre la autoridad en la sociedad deja al desnudo este “individualismo postmoderno” que piensa en las personas y los grupos como realidades sin sociedad política, y en principio, con sus defectos, democráticamente organizada desde el bien común. Esta es la primera cuestión, si aceptamos que estamos viviendo en una sociedad democrática, porque si no, el problema es otro. Esta posibilidad de que un Estado Democrático reclame de todos unos valores morales compartidos, ¡sin admitir que la libertad de conciencia nos libre de respetarlos cuando está en juego el bien común!, y escuchada la sociedad, hechos ley, se nos ha planteado en España, en relación, por ejemplo, a si podía exigirse la condena de la violencia política a todo político que pretendiera concurrir a unas elecciones democráticas. También aquí se apela, en el País Vasco, a que no se puede forzar la libertad de conciencia, a la hora de expresar o no una opinión moral, y yo veo claro que una sociedad como la nuestra, que vive con angustia la amenaza del terror, sí puede exigir de sus políticos profesionales una declaración pública y expresa de rechazo a la violencia, antes de admitirlos como candidatos o gobernantes. Es un ejemplo de que cualquier apelación a la libertad de conciencia por el individuo no es absoluta frente al Estado Democrático y su ley; al cabo, frente al resto de la sociedad. Luego, primera idea, el Estado Democrático, y su sociedad civil tras él, sí puede en circunstancias como las actuales impulsar una asignatura de educación para la ciudadanía; y la cuestión es según cómo, qué y con quiénes.

Pero el fondo exige también mirar a qué contenidos. Lógico que estos sean acordados por todas las fuerzas sociales, la sociedad civil y religiones en ella, con las dificultades y excepciones que el caso requiera. De ahí, el derecho a acomodar los contenidos de la asignatura al proyecto educativo de un centro, siempre que éste actúe y eduque en el marco de los derechos humanos fundamentales, el bien común, contenido primero de la ley y de la moral civil que necesariamente crece a nuestro alrededor. No podemos escaparnos de este marco cívico. Es lógico denunciar y controlar los casos en que haya un protagonismo descarado de Fundaciones laicistas en la prefiguración de los contenidos del temario, o de la ley, y de Fundaciones “neoconfesionales” en su rechazo. Estoy pensado, por ejemplo, en Cives, y, en su contra, en FAES. Pero denunciar y controlar no es ignorar los derechos y deberes de la sociedad civil y, a través de ésta, de su Estado.

Y luego está la forma. Una asignatura obligatoria en el sistema escolar. Si se han pactado los contenidos y se han pactado unos mínimos en cuanto a la autonomía de los centros, y si quienes la van a impartir están acreditados por un título universitario reconocido, no veo un problema que no pueda superarse. Por otro lado, muchos han dicho que la enseñanza religiosa confesional en la escuela es legítima porque no es catequesis, sino una información; no veo por qué no puede hacerse lo mismo con otra materia del ámbito ético-político. Y si es desde la sociedad civil, consitutida en Estado, puede ser para todos, es decir, obligatoria.

Por tanto, posiciones críticas, vigilantes y exigentes, sí, desde luego; pero posiciones de absoluta oposición a una inmoralidad evidente, no; porque no hay tal inmoralidad insalvable, objetivamente hablando; la inmoralidad potencial o supuesta, admite otros recursos menos peligrosos para los bienes comunes (la ley democrática y la moral civil compartida), al pretender salidas escolares y particulares respetuosas de la moral católica. Luego está la conciencia de cada cristiano o ciudadano, que respeto, pero que no debemos confundir con lo que cabe decir de la ley a partir de unos hechos valorados con equilibrio moral. Y esto, sin entrar en la argumentación de que, con la negativa absoluta a la EpC, podemos provocar males mayores que los bienes que queremos preservar. El equilibrio de la moral compartida por nuestra sociedad es muy precario, (antes he puesto el ejemplo de la violencia y su condena), y nos jugamos mucho para el futuro de unas sociedades claramente amenazadas de fragmentación en su toma de conciencia de los mínimos de justicia. Con la pretensión de salvar lo mejor para algunos, repito, “los máximos de la virtud religiosa”, podemos amenazar que se compartan “los mínimos de nuestra humanidad común”. Y no es que yo confíe demasiado en que la moral puede aprenderse en la escuela, o que sea siempre claro lo exigido por la “humanidad común”, o la “ley natural”, pero, de ahí, a su privatización más absoluta, incluso sea en manos religiosas, va un abismo.
O, ¿tal vez queremos para nosotros, las Iglesias, el monopolio de la creación y formación moral de las sociedades plurales y democráticas? ¿Nos sentimos sociedad civil como los demás, no sólo los individuos católicos, sino la Iglesia Católica misma? ¿O es todo un juego de poder cultural, también del Estado y de los partidos políticos, para asegurarse una sociedad donde sea más fácil su reproducción, la derecha como derecha, y la izquierda por igual? Ésta sería otra cuestión. Sólo digo que cada uno de nosotros, allí donde no podemos engañarnos, respondamos en serio qué intereses políticos, sí, económicos, sí, e ideológicos, sí, nos mueven y condicionan en las posiciones que tomamos ante la EpC. Claro que el bien y el mal no pueden ser objeto de pacto democrático, pero su acogida legal en una sociedad plural, sí. Y no hay otro modo mejor de moralizar el procedimiento legal y de corregir sus excesos.
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